Exposición múltiple. Horacio Cavallo
varios canales recorrían Goslar, pero sólo vimos uno.
Tampoco la mujer con quien viajo parecía ser mi destino. Nos conocemos desde niños y nos queremos mucho, pero ninguno de los dos sabe todavía si tendremos un futuro juntos.
Nuestro porvenir (el de mi exmujer y el mío) era la espera. O lo que finalmente ocurrió. Yo contaba los días que faltaban para jubilarme. Supongo que ella pensaba en lo que iba a pasar, nada bueno, cuando me quedara todo el día en casa. Habíamos tenido nuestras noches de amor y —aunque esto ya fue escrito— nuestro paraíso perdido, como todos. Pienso que ella se dio cuenta antes que yo de lo que vendría y fue por eso que decidió dejarme. No fue la rutina ni el desgaste, como la mayoría supone, sino la inminencia de un desastre. Nos divorciamos cuando ya ninguna pareja se plantea hacerlo; ni siquiera la posibilidad de hacerlo. Pero era eso o la espera, la resignación, las justificaciones y la muerte.
Ahora trabajo como cuando era joven y estoy de viaje con otra mujer. Mientras tanto, mi exesposa espera el momento en que ella, a su vez, partirá hacia los Estados Unidos. Nosotros, que jamás pudimos viajar juntos.
«Tal vez deberíamos construir siempre las casas en el valle para protegernos del viento», digo.
Caminamos por la orilla del que tal vez sea el único canal que atraviesa Goslar. Hemos esperado, a mediodía, que las figuras del carillón del reloj de la plaza del mercado nos contaran la historia de la ciudad y de las minas de Rammelsberg, hemos tomado fotos de los cisnes, de las calles estrechas, de las fachadas con más de cuatrocientos años de historia. Por la ventana de una de ellas se asoma un anciano y retoca la pintura del muro. Una viga de madera y un pilar le dificultan el trabajo, pero se las arregla como si fuera parte de su rutina cotidiana. Le tomo un par de fotos al pasar, lo saludamos y nos devuelve el saludo. Es una mañana clara, soleada, calurosa. La disfrutamos: venimos del invierno austral.
El ladrido todavía lejano de un perro que se acerca —al menos eso creo— me trae el recuerdo de otro perro que tuve y amé cuando niño.
Recorremos el lugar en silencio. Es raro, porque conversamos mucho y la mujer con quien camino suele decir frases ingeniosas: «En Ámsterdam no vimos edificios suculentos».
Es inteligente, inquieta y cambia a menudo de opinión. Estar con ella, a veces, es como dormir con ratones en la casa.
También es sensual de una manera inquietante. Los hombres no sólo la miran. Cuando cruzamos en ferry de Dover a Calais se me adelantó para hacer una operación de cambio. Dos hombres venían en sentido contrario. Uno de ellos le dijo algo al pasar que ella, creo, no escuchó. Siguió mirándola mientras se alejaba y él avanzaba hacia mí, mientras le hacía comentarios procaces acerca de ella a su compañero. Se me ocurrió que el tipo le estaba diciendo al otro las cosas que le haría a esa mujer, si pudiera, y que lo que hablaban era polaco, no sé por qué y no importa, porque las obscenidades referidas a una mujer suenan igual en cualquier lengua.
El hombre se acercaba a mí a paso rápido y seguía sin mirarme. Me detuve. Me paré firme adelantando un pie y esperé el impacto. La cara del hombre dio de lleno contra mi hombro. Era un poco más bajo que yo, pero muy fornido. No obstante, el choque lo hizo trastabillar y espero que le haya aflojado los dientes. Mantuvo el equilibrio a duras penas y me miró con rabia.
«Excuse me», dije aunque no era necesario: él sabía que me había llevado por delante. Pero la expresión le cambió y continuó hablándole atropelladamente a su compañero. Esta vez, supongo, para insultarme a mí, porque me miraba de tanto en tanto. «Andá a la puta que te parió», murmuré sin articular y sin dejar de sonreírle.
Esa noche, ella me hizo repetirle las cosas que, según yo, el polaco había dicho que le haría si pudiera.
Era verano —como ahora en Goslar— y a mi mamá no le gustaban los animales, con excepción de los caballos. Detestaba a los gatos y a los roedores —incluso a los conejos— y no me dejaba tener un perro. Vivíamos cerca de la estación del ferrocarril, donde los turistas que regresaban a Montevideo solían abandonar a las mascotas que adoptaban al llegar.
Fue el mes de enero en el que cumplí mis once años. Lo encontré cerca de casa. Parecía un perro de los que tiran de los trineos. Yo los había visto en las películas. Me acerqué con precaución y el animal movió la cola sin desconfianza. Le acaricié la cabeza y me fui. Me siguió hasta cerca de casa pero luego lo perdí de vista. Eso me produjo una cierta tristeza. Igual seguí caminando hasta el monte y pasé el resto de la tarde jugando solo.
Cuando ya empezaba a oscurecer llegué a casa. Antes de entrar, escuché a mi hermana mayor preguntarle a mi madre de quién era el perro que andaba por el jardín.
—Será de tu hermano —respondió mamá con resignación, sorprendiéndome.
Lo busqué. Estaba echado entre las hortensias y se levantó al verme. Recorrí todo el terreno sin que dejara de seguirme.
—Lobo —dije—, quieto.
El animal se detuvo.
Me entusiasmé. Sentado, dije, y se sentó; muerto, dije, y se quedó inmóvil.
Mi madre me miraba a través de la ventana de la cocina. Mi hermana me contó que sonreía.
No volví a jugar solo ese verano.
Se llamó Lobo, obviamente, y demostró ser un perro heroico. Una vez salvó de la muerte a un niñito que había gateado hasta quedar debajo de la camioneta de su abuelo. Mi perro corrió alrededor del vehículo ladrando sin parar e impidiendo que arrancara, saltó sobre la ventanilla del conductor y arañó el vidrio cerrado, con insistencia, hasta que el hombre se dio cuenta de que algo malo pasaba y se bajó. Cuando vio a su nieto, las rodillas se le aflojaron y tuvo que sentarse en el suelo. Mientras alguien logró sacar al niño, el abuelo sólo atinó a abrazar a mi perro Lobo; apoyó la frente sobre el animal y lloró.
Otra vez, se lanzó al agua y le dio su cuerpo, algo de donde agarrarse, a un hombre que se ahogaba en el arroyo. Ese día, un turista que observó la escena me ofreció una pequeña fortuna por mi perro. Yo sonreí con orgullo y le dije que no, que muchas gracias.
Fuimos inseparables durante todo aquel verano. Dormía a la entrada, cuidando la casa durante la noche, salíamos a cazar apereás en cuanto amanecía, aprendió a ayudarme a meter los caballos en el corral, sin lastimarlos y evitando sus patadas, y estuvo siempre a mi lado cuando caminaba, me bañaba en el arroyo o pescaba en sus orillas.
Pero, de pronto, como se terminan las cosas buenas, se acabó el verano. Debía volver a Montevideo y a la escuela. La casa quedaba sola durante el invierno y era necesario encontrarle un lugar al perro.
Mi padre lo consiguió.
—El carnicero está dispuesto a quedarse con él —me dijo—. Va a estar contento, ya vas a ver, y bien alimentado. Pero pone una sola condición.
—¿Cuál? —pregunté con un hilo de voz.
—Que no lo devuelve.
—¿Y el verano que viene?
—Tampoco. Si se lo queda, se lo queda para siempre.
No dije nada. No se me ocurrió nada que decir.
—Lo viene a buscar esta tarde —agregó mi padre—. No va a venir hasta casa. No quiere que tus hermanas vean cuando se lo lleva.
—¿Adónde tenemos que llevarlo? —pregunté, tragándome las ganas de llorar.
—Al monte. El hombre te estará esperando.
—¿Vos no vas a ir conmigo, papá? ¿Tengo que ir solo al monte? Está oscuro y hay cerrazón.
La niebla se fue volviendo más densa a medida que avanzaba la tarde. Estuve sentado sobre un tronco, abrazando a Lobo y contándole lo feliz que iba a estar en su nueva casa. (No fue así; con el tiempo, supe que el carnicero lo mantenía atado con una cadena a un alambre que sólo