Exposición múltiple. Horacio Cavallo
Cuando caminé hacia el monte, empezó a lloviznar. El día se volvió más oscuro y apenas se veía.
El hombre, el carnicero, me esperaba en el lugar acordado. Le puso un collar. Iba a ponerle una cadena pero yo le pedí que no lo hiciera.
—Acaríciele la cabeza, don —le dije—, que él lo va a seguir.
Los vi alejarse, caminando uno al lado del otro, a mi perro y al hombre alto.
Yo sabía que una sola palabra, un silbido, un carraspeo, serían suficientes para que el perro me reconociera, girara sobre sí mismo y regresara. Pero no lo hice. Mi padre me lo había pedido.
El techo de pizarra se derrama sobre la parte superior de los muros de piedra —ocultando algunas zonas— como el exceso de crema o el helado derretido por el borde y las paredes de una copa. En la fachada principal, sin embargo, la cubierta se aleja formando un alero profundo y dejando ver desde la calle la puerta de entrada, la pared revocada y pintada de blanco, y las ventanas de madera con visillos de encaje. Como en otras casas que ya hemos visto, sobre el antepecho interior han colocado objetos decorativos —muñecas antiguas, en este caso— por delante de las cortinas y a la vista de los paseantes. Se ven mansardas al menos en dos niveles distintos —un piso superior y un gran desván, seguramente—. Hay también, junto a la entrada, un sólido banco de madera maciza con dos respaldos en forma de corazones y una planta sobre el asiento.
A la entrada, sobre el pilar que sostiene el portón por el cual se llega al jardín, puede leerse un cartel, con un extenso texto en alemán, del que sólo logramos comprender la palabra bienvenidos.
Ella se siente aludida por la invitación; entra corriendo y se detiene en el medio del jardín.
—Esta es mi casa —dice—, acabo de encontrar mi lugar en el mundo. ¿Vivirías conmigo en Goslar?
—Creo que sí —respondo—. Y vos, ¿vivirías conmigo en Montevideo?
—No.
—Pero en Montevideo están nuestros trabajos, tus nietos, mis nietos…
—Sí, pero no. En Montevideo no. Aquí, en este lugar, en Goslar.
Por la orilla del canal se acerca un hombre viejo con un perro que parece un lobo (yo había leído que en Baja Sajonia habitan poblaciones de lobos y quizás eso me hace confundirme), acaso el perro que escuché ladrar hace minutos. Amaga detenerse junto a nosotros; el viejo lo reprende en un alemán áspero, cortante, y el animal desiste.
Los enfoco para tomarles una foto, pero el hombre me detiene con un gesto imperativo.
Me disculpo moviendo las manos y ensayando una explicación en una mezcla ininteligible de español y francés. El viejo y su perro lobo bien educado y obediente se alejan. Levanto la cámara y disparo sin ajustar ningún parámetro. Hay mucha luz. El ruido de la cámara es casi imperceptible; el perro lo advierte, gira sobre sí mismo y se queda mirándome. El hombre lo llama, sin volverse, y los dos continúan su camino.
—El ómnibus sale en cinco minutos —digo mientras enfundo la cámara—, ¿vamos?
—Sí, vamos —replica ella y se dirige hacia el lugar de encuentro.
Caminamos a paso rápido. De pronto, ella se detiene. Recorre con la mirada el lugar que vamos a abandonar, la casa, el canal por donde caminamos, y enseguida reemprende la marcha. Sucede tan rápido que ni siquiera nos demoramos.
—Todo el mundo hace lo que puede, ¿no es verdad? —me dice ella.
—Sí, creo que sí —le contesto.
Inés Bortagaray
Corazón
FOTOGRAFÍAS:
Álvaro Percovich
Jorge Ameal
Cuando tenía 29 años mi madre me echó de casa. La convivencia era insostenible. Para ella. Yo me hubiera quedado. Vivíamos en una casa chica pero cómoda en el Barrio Jardín del Parque Rodó, muy cerca del mar. Tenía una santa rita que se volcaba hacia el exterior y trepaba por el muro. Las flores eran de un fucsia apagado.
La vida parecía exuberante.
Mi madre se ufanaba de sus plantas. Uno de los motivos de discordia cuando vivíamos juntos era que yo no las regaba. Y esa era una de mis tareas para que la convivencia no se fuera al diablo.
«Beto —me decía, apagando con violencia el cigarrillo en un cenicero de mármol que había comprado en su mítico viaje a Italia, donde la había recibido una legión de tíos abuelos y le habían hecho la mejor lasaña de su vida—, a juventud ociosa, vejez trabajosa.»
O a veces, enojada: «Alberto, ya mismo». Después, con un ademán altivo, de reina madre ofendida, me señalaba la regadera blandiendo el índice.
Yo no era una persona ociosa; simplemente, no tenía ningún apuro. Ni en regar, ni en recibirme, ni en dejar la casa, ni en casarme, ni en ejercer alguna de todas las cosas que creía que venían después. Me había encariñado con el presente y despreciaba a las personas que hablaban de jubilarse cuando todavía no estaban trabajando. No creía que fuera a jubilarme algún día, como no creía que pudiera llegar a viejo.
Era omnipotente.
Aquella era la quinta casa de mi vida. Las casas eran cada vez más chicas y en los últimos dos años nos habíamos mudado tres veces. La plata que mi madre había heredado tras la muerte de sus padres había menguado hasta convertirse en «esta risa», como ella decía. La casa tenía sesenta metros cuadrados, pero había lugar para un limonero, la santa rita y algunos helechos que mi madre cuidaba como nietitos que no llegaron nunca.
Y para el piano, que había soportado todas aquellas mudanzas.
Mi madre tocaba mucho y más o menos mal, pero con pasión. Las sonatas de Mozart eran los puntos cardinales y la verdad suprema siempre y por siempre.
Yo no era un holgazán. Le dejaba decir aquellas cosas por pura pereza de pelear. Había empezado a estudiar abogacía; había avanzado en la carrera. Sí, me había llevado unos años más que a otros compañeros, pero esto era porque trabajaba. Primero en la biblioteca del liceo n.o 2. Hacía todo. Organizaba las fichas de los libros. Actualizaba el cuaderno de préstamos. Entregaba los libros, recibía las devoluciones, me trepaba en el banco para colocar los libros en los estantes. A veces barría.
Con ese antecedente pude pasar a atender una librería de publicaciones de Derecho en la calle Tristán Narvaja. Ganaba mejor. Pero era una suplencia. El dueño del puesto —el amigo de una amiga, un tipo remilgado, con tez amarillenta, aunque, según me dijo, nunca había sufrido hepatitis— volvió tras una licencia médica —había estado internado en un manicomio, parece, pero entonces esas cosas sólo se decían murmurando— y cuando se vio en sus cabales se quedó con lo que era suyo.
Todos aquellos volúmenes sobre derecho internacional público y privado. Los códigos. Los manuales. Bajo su égida. Y yo: de patitas a la calle. (Cuando nos despedimos, me dio, por pedido del dueño, el Tratado de derecho civil uruguayo de regalo; cuando lo tomé, recuerdo que demoró unos instantes en soltar la mano, de modo que quedamos suspendidos en el ademán, cada uno estirando el brazo derecho, el libro en el medio; él me miró como si supiera algo de mí que yo todavía no sabía; por fin abrió su garra y el libro quedó en mis manos.)
Pasé una época de zozobra. Mi madre me daba dinero y anotaba las sumas puntualmente en una libreta. Un día me dijo que le debía diez mil pesos y que no podía seguir ocupándose de mi manutención. Dejó de convidarme con cigarrillos. Al riego de las plantas sumó toda clase de actividades (yo debía limpiar el baño, barrer y hasta encerar, tender su cama y la mía, lavar ropa, colgar ropa, y las pocas veces que cocinábamos debía ocuparme de que toda la vajilla quedara limpia y seca; la cocina era compartida; las compras livianas le tocaban a ella,