La vida es un arma. Gerardo Garay

La vida es un arma - Gerardo Garay


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el futuro, una proyección que opera como ‘lugar teórico’ desde el cual es posible enjuiciar el presente. Apuesta a transitar los derroteros de los ideales más altos:

      «Elevad hasta el firmamento nuestros ideales. No combatamos por codicia, ni por venganza, sino por la fe irresistible en una humanidad más útil y más bella. No desalentéis; empleemos noblemente nuestras vidas pasajeras. Si es cierto que no veremos los más hermosos frutos de nuestra obra, ya florecen bajo nuestros ojos flores de promesa».

      Está profundamente convencido de que «las grandes transformaciones sociales no se llevan a cabo sin estas magníficas epidemias de fe y de esperanza»; es por esto que se sintió llamado a desenvolver de un modo casi mesiánico, su compromiso; pero es un llamado que no es privativo de su persona, es abierto a los demás y abierto al futuro:

      «[…] siento en mí algo irresistible que se opone a la estéril repetición del pasado, y que ansía romper las barreras del egoísmo para realizar su obra inconfundible. Siento que soy indispensable a un plan desconocido y que debo entregarme heroicamente. Estoy seguro de que todos los hombres sienten como yo cuando se hace el silencio en sus almas; estoy seguro de que todos, al comenzar a cumplir su noble destino, se reconciliarían con la muerte».

      Su altruismo es el principio ético fundamental que consiste en «descubrir la energía interior y entregarla para renovar el mundo». Esta tarea, lejos de ser una quimera, es un ejercicio indispensable para la construcción de una sociedad alternativa; en palabras de Maeterlinck, ­Barrett aclara que «todo lo que hemos obtenido hasta hoy ha sido anunciado y por decirlo así llamado por aquellos a quienes se acusa de mirar demasiado arriba. Es, pues, juicioso, en la duda, preferir el extremo que supone la humanidad más perfecta, más noble y más generosa».

      Para él, los seres humanos traemos al mundo con nuestro nacimiento una «chispa creadora», es necesario ayudar a despertarla en nosotros mismos y en nuestros semejantes, «[…] convenzámonos de que todos, microscópicos o gigantes, tenemos el genio; todos traemos algo nuevo a la tierra. Hay que descubrirlo; hay que beneficiar el metal del espíritu, y trabajar es trabajarnos».

      Esta condición creadora del hombre es la clave de su carácter divino, ­Barrett «diviniza lo humano», según Corral Sánchez, «hasta el punto de que en esa creación se ve incluido el propio Dios». Corral cree encontrar en esta característica que ­Barrett atribuye a lo humano, una concepción religiosa secularizada, producto de una tradición filosófica que podría concatenarse del siguiente modo: vitalismo-idealismo-espiritualismo. La clave para una ética práctica en el pensamiento de ­Barrett se halla en la contribución individual al mejoramiento de la especie humana; esto afirma el valor ético fundamental que nuestro autor postula: el altruismo. Sitúa la evolución de la especie en el eje de sustentación de los principios éticos, «somos hermanos hasta de la fatalidad que nos aplasta. Al luchar y al vencer colaboramos en la obra enorme, y también colaboramos al ser vencidos».

      Critica la convicción de los sectores dirigentes que desestiman las posibilidades de los sectores populares, muchos intelectuales y políticos en Paraguay no confían en las posibilidades futuras de los trabajadores, especialmente, respecto de la educación que reciben en los sindicatos, cuestionando así la posibilidad de que los trabajadores se hagan cargo directamente de los medios de producción. Esta creencia es posible visualizarla en el desprecio a los elementos culturales autóctonos de Paraguay. Un tema recurrente en los argumentos de los políticos paraguayos y de los inversores extranjeros en este período consistía en señalar una supuesta inferioridad productiva de la población autóctona, así como la divulgación de la leyenda de que «el Paraguay es inadecuado para recibir inmigrantes europeos». Ejemplo de ello es el desdén hacia el idioma guaraní, acusado de dificultar una apropiada comprensión por parte de los trabajadores de los criterios empresariales de eficiencia. ­Barrett critica esta postura:

      «Para algunos, el guaraní es la rémora. Se le atribuye el entorpecimiento del mecanismo intelectual y la dificultad que parece sentir la masa en adaptarse a los métodos de labor europeos. […] El remedio se deduce obvio: matar el guaraní. Atacando el habla se espera modificar la inteligencia. Enseñando una gramática europea al pueblo se espera europeizarlo. […] Contrariamente a lo que los enemigos del guaraní suponen, juzgo que el manejo simultáneo de ambos idiomas robustecerá y flexibilizará el entendimiento. Se toman por opuestas cosas que quizá se completen. Que el castellano se aplique mejor a las relaciones de la cultura moderna, cuyo carácter es impersonal, general, dialéctico, ¿quién lo duda? Pero ¿no se aplicará mejor el guaraní a las relaciones individuales estéticas, religiosas, de esta raza y de esta tierra? Sin duda también».

      Su postura supone que la escisión de los elementos culturales autóctonos cercena al sujeto, desencarnándolo y vaciándolo para una mejor manipulación por parte de las empresas del capital. En momentos en que América Latina parecía consolidar definitivamente la entronización de la «civilización» sobre la «barbarie», ­Barrett defiende el criterio que ve en la disposición natural de los sectores populares a comunicarse, una acción ejemplar de construcción de acuerdos comunes, en libertad:

      «Las necesidades mismas, el deseo y el provecho mayor o menor de la vida contemporánea regularán la futura ley de transformación y redistribución del guaraní. En cambio a dirigir ese proceso por medio del Diario Oficial, ilusión es de políticos que jamás se han ocupado de filología. Tan hacedero es alterar una lengua por decreto como ensanchar el ángulo facial de los habitantes».

      Exhorta a que los obreros tomen conciencia de su identidad y su poder: «¡Vuestra presencia, oh manos humildes que todo lo ejecutan, es la condición indispensable de la vida!»; «no hay más riqueza que el trabajo»; el trabajo «[…] es la medida de nuestra vitalidad», y «cada uno debe ser rico en la medida de su trabajo». Por esto:

      «[…] cuando los proletarios dispongan de los medios de producción, el arreglo mutuo para la marcha del trabajo será asunto baladí. Los obreros se encontrarán en su puesto, combinados y encadenados por la faena cotidiana. El estibador y el maquinista y el capitán y el gerente seguirán en consorcio mutuo, si así lo desean, y la navegación trasatlántica, si así conviene, seguirá funcionando, precisamente porque todo lo que en el mundo obra es trabajo, y nada más que trabajo. Suprimir al capital no es suprimir a los trabajadores, sean gerentes de empresas o sean simples mozos de cordel. Suprimir el oro no es suprimir la fuerza ni el talento; es libertarlos. Concedamos crédito a la difusión de la sabiduría y, sobre todo, a los recursos de la naturaleza. Aquellos bárbaros que improvisaron la Revolución Francesa fundaron la política contemporánea. ¿En dónde aprendieron la explotación complicadísima de la industria de gobernar? Cuando la humanidad está de parto, confiemos en lo invisible. No nos aflijamos de que no se enseñe a parir a las madres».

      Los hombres dependen de su propia fuerza y trabajo, y una vez liberados del yugo que los explota, serán capaces de darse a sí mismos el mejor modo de organizarse. No hay ninguna contradicción, pues, entre razón y voluntad, las dos fuerzas que parecen luchar a veces por separado en ­Barrett, si se cree en la potencia de la virtud: razón para construir las condiciones materiales del bienestar humano a través de la técnica, y buena voluntad para usarlas bien.

      1 Para la vida de Rafael Barrett consultar, entre otros, Corral Sánchez, 1994; Fernández, 1990, Etcheverri, 2007.

      2 Brezzo señala que «Durante la época comprendida entre 1870 y 1921 hubo en Paraguay 27 alteraciones del orden público, lo que da un término medio de dos revoluciones por año […] hubo presidentes que sólo duraron 20 días en el ejercicio de su mandato» […] «en el interregno transcurrido desde 1902 hasta 1912 ningún presidente civil en el Paraguay terminó su mandato dentro de los términos constitucionales y la situación política comprendida entre 1908 y 1912 fue caótica y sangrienta al punto de sucederse siete presidentes».

      3 Esta convicción lo llevó a abandonar en más de una oportunidad trabajos que, a pesar de la seguridad económica, sostenían esta injusticia.


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