La vida es un arma. Gerardo Garay

La vida es un arma - Gerardo Garay


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las propiedades de los terratenientes.

       Capítulo III

      El anarquismo de Rafael ­Barrett

      Su anarquismo4 no es un simple remedo de ideas ajenas; penetrante como todo su pensamiento, su concepción del ideario ácrata encarna el ejercicio de una actividad radicalmente crítica. En el marco de la denominada «crisis de fin de siglo», él consideraba el anarquismo como «la punta de lanza de la gran corriente revolucionaria que conmovía su tiempo»; «es la extrema izquierda del alud emancipador, representa el genio social moderno en su actitud de suma rebeldía». Pero esta concepción radical no le impide evitar el dogmatismo; atribuye al anarquismo un rol articulador entre las diferentes expresiones de la lucha popular, ejemplo de ello es el decidido rechazo que muestra a los enfrentamientos entre socialistas y anarquistas tras el Congreso de La Haya.

       El terrorismo es obra vuestra

      Su primer lugar de residencia en América fue Buenos Aires, el artículo que lleva su nombre denunció la situación de injusticia, miseria y expoliación en que vivieron muchos bonaerenses a pesar de la suntuosidad de los mármoles. Radicado posteriormente en Paraguay y en su breve estancia en Uruguay, dedicó sin embargo varios artículos a la situación social en Argentina, motivado también por la ley de Residencia de 19105, momento que encuentra al autor ya decididamente defendiendo la causa anarquista. En «El terror argentino» denuncia la pervivencia en la democracia porteña de privilegios que se arrastran desde la época de la Corona española:

      «Los privilegios de la colonización han mantenido, bajo una forma distinta, el viejo monopolio de las mercedes reales. Hay todavía latifundios a las puertas de la capital […] La Independencia Nacional brilló desde 1810 para los ricos, mas no para los pobres, sometidos por la ley de conchabos, vigente hasta fines de la centuria, a una servidumbre peor que la del coloniaje, en tanto que enormes feudos eran distribuidos entre los favoritos del poder».

      Según Suriano, en la medida en que las luchas obreras y las huelgas fueron recrudeciéndose en la Argentina, «en general predominó la opinión de que la represión era la solución para un problema que se consideraba importado de Europa por los inmigrantes y extraño al cuerpo social de la Nación»; el hincapié estaba puesto en la represión, con el supuesto de que así se terminaba con la «cuestión social». Los sectores dirigentes fueron asumiendo cada vez más un rol de patronazgo y buscaron garantizar la reproducción del sistema social y político con orden y tranquilidad; al mismo tiempo, las agremiaciones anarquistas mostraban poca capacidad de adaptación a las exigencias gubernativas y una combatividad muy marcada.

      El Estado argentino entonces, a través de las Cámaras del Congreso, sancionó en 1902 la ley 4.144 que establecía la deportación de ciudadanos de origen extranjero que perturbaran el orden o la seguridad nacional; en 1910, la «Ley de Defensa Social» llegó a completar la tarea, el Estado encontró los instrumentos político-policiales necesarios para enfrentar la nueva situación, atemorizante a sus ojos, y cuyo origen atribuía a los inmigrantes anarquistas, responsables de todas las agitaciones, las huelgas y los boicots contra el sistema gubernativo argentino. Dice Costanzo que «las leyes represivas eran producto de un universo compuesto de representaciones, sentidos y significados que construía la clase dirigente: sobre la figura del anarquista argentino y sobre los orígenes de los conflictos sociales».

      ­Barrett describe de este modo su visión de los acontecimientos:

      «A raíz de los sangrientos sucesos del primero de mayo, en Buenos Aires, el jefe de policía elevó al ministro un curioso informe, pidiendo reformas legales para reprimir el anarquismo, el socialismo y otras doctrinas que fueron juzgadas por el autor de acuerdo con su puesto, aunque no con la verdad. No puede haber a los ojos de un funcionario opinión tan abominable como la de que su función es inútil. Ahora el Poder Ejecutivo presenta al Congreso un proyecto de ley contra la inmigración «malsana». Se trata de impedir que desembarquen los idiotas, locos, epilépticos, tuberculosos, polígamos, rameras y anarquistas, sean inmigrantes, sean ‘simples pasajeros».

      El carácter eugenésico que se le otorgó a las medidas legislativas, así como el hecho de que la voz influyente fuera la del jefe de policía, desnudan el carácter represivo de la democracia representativa. En su opinión, el terrorismo es obra del gobierno y no de los grupos anarquistas:

      «Vosotros inaugurasteis el Terror con la ley de residencia. Vosotros lo instalasteis con la matanza del 1º de mayo de 1909. Los crímenes de los terroristas son un tenue reflejo de vuestros crímenes. Las gotas de sangre y de lágrimas que os salpican a la explosión de una bomba, ¿qué son junto a los ríos de lágrimas y de sangre que derramáis vosotros implacablemente, fríamente, año tras año, desde que empuñáis el sable, el cheque y el hisopo?».

      Más bien sucede que «el proletariado, al volverse más fuerte, se vuelve más violento», afirma el autor y el anarquismo como punta de lanza de la clase trabajadora, es una reacción a la situación de violencia generada por las clases dirigentes, es necesario asumir la cuota de responsabilidad que a cada uno le compete:

      «El anarquismo no es el crimen, sino el signo del crimen. La sociedad, madre idiota que engendra enfermos para martirizarlos después, crucificará a los anarquistas; hará lo que aquellos Césares cubiertos de sarna: se bañará en sangre. Y seguirá enferma, y seguirá en nosotros el vago remordimiento de lo irremediable».

      Desde esta perspectiva, las medidas represivas nunca podrán ser la solución; los continuos reclamos de «mano dura» ocultan las causas de la injusticia y de la violencia por parte del Estado burgués. No es con la cárcel como se resolverán los conflictos sociales:

      «Las raíces del árbol están heridas, y nos enfurecemos contra las hojas que vemos amarillear y marchitarse […] El delito no es individual, sino social. No es culpable el ladrón, el falsario y el asesino, sino la colectividad. Tenemos la carne podrida, y pedimos cuentas a las pústulas que nos manchan. La codicia nos envilece, el miedo nos disminuye, la vanidad nos aturde, y nos hacemos la ilusión de curarnos metiendo en la cárcel a los infelices que la epidemia general ha castigado con mayor dureza.

      El recurso discursivo de ­Barrett apelando a la imagen del árbol consiste en dar cuenta de la cuota de responsabilidad que nos compete como miembros de la sociedad y apunta a mostrar las medidas represivas como un corte que se realiza por el lado más débil de la cuerda. Desnuda la ignorancia de la clase política argentina para comprender al anarquismo; su incomprensión es desconocimiento, por esto, la necesidad de explicarlo: «El anarquismo es una teoría filosófica. ¿Ha tomado el Poder Ejecutivo un diccionario para enterarse? Anarquista es el que cree posible vivir sin el principio de autoridad» y en este sayo ubica a figuras tan dispares como Anatole France, Ravachol, Francisco de Asís y Tolstoi6. Pero esta actitud, no ha quedado librada únicamente a una disposición individual: «hay organismos esencialmente anarquistas, por ejemplo la ciencia moderna, cuyos progresos son enormes desde que se ha sustituido el criterio autoritario por el de la verificación experimental».

      El proceso de discusión parlamentaria que preparó la sanción de las Leyes de Residencia es reflejo de esta ignorancia, los «intelectuales» —afirma ­Barrett— «han confundido el terrorismo con el anarquismo»:

      «El poseedor argentino ha demostrado que ignora las decenas de millones de obreros organizados para la lucha económica en el mundo, provistos de una doctrina científica y filosófica, un heroico misticismo y un irresistible plan de campaña. Ignora que decenas de millones de obreros están unidos en la convicción de que es indispensable socializar la tierra y los instrumentos de trabajo y suprimir lo que resta del principio de autoridad, rematando el proceso emancipador comenzado hace veinte siglos. Ignora que los doscientos mil obreros de Buenos Aires son una ola del océano internacional. Ignora lo enorme, como el insecto ignora la montaña. En el Parlamento se ha consagrado oficialmente esta ignorancia monstruosa. Se ha votado una ley social sin que un diputado ni un senador haya aducido un argumento de índole social, un dato, una cifra sobre la distribución de la propiedad, sobre los salarios o sobre la renta».


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