Virus-Cop: Muerte en el Nidda. Robert Maier

Virus-Cop: Muerte en el Nidda - Robert Maier


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de que funcionaría también a distancia. Pero él lo quería ver con sus propios ojos, quería convencerse de que los dos aparatos podían realmente comunicarse con paredes y puertas de por medio.

      Escribió el número de teléfono del buzón y escuchó el último mensaje.

      “Hola, Olaf” sonó la voz de su amigo Gottfried “ya he vuelto de Boston. ¿Quedamos mañana?”

      Sonrió. Pues claro que quería quedar con él. Hacía semanas que no se veían. Hizo doble clic sobre el archivo de sonido, donde se supone que se debería haber copiado el mensaje del buzón.

      “Hola, Olaf…”

      De nuevo volvió a oír la voz de Gottfried. La copia salió bien. El muchacho parecía estar ronco. ¿Se habría echado un trago en la clase business?

      Olaf probó otras funciones, abrió la agenda, accedió a los correos, abrió una app de noticias. Lo cual no resultaría sorprendente, si no fuera porque lo estaba haciendo desde su portátil. Mientras que el móvil donde estaba todo, se encontraba en otra habitación.

      “Funciona.” Se fue a la cocina. Hacía poco había visto una botella de vino en el armario. Todavía seguía ahí. Un Merlot. Con ella daría por finalizado su nuevo proyecto. Y lo hizo, sentado en el sofá con una copa llena de vino en la mano. Tras el segundo trago sintió como el Merlot se extendía agradablemente por todo su cuerpo.

      El programa era como un mando a distancia. Lo controlaba todo desde su ordenador. Podría hacerlo con cualquier móvil, sin que el dueño del teléfono ni remotamente se diera cuenta de algo. Una propuesta inquietante. ¿Cuántos criminales y espías querrían tener este virus con el fin de usarlo para sus objetivos? Jamás instalaría el programa en otro móvil que no fuera el suyo.

      Olaf dio otro trago a su `vino fin de proyecto´. De repente se puso a sonreír maliciosamente. Le gustó la idea que se le había ocurrido de golpe. ¡Claro que usaría el virus!, pero no como lo utilizarían los criminales, sino para gastar una broma pesada.

      Tobías dejaba casi siempre su móvil encima de la mesa de la cocina, cuando venía a casa. Antes de irse a dormir no lo apagó, como de costumbre, cosa que le parecía a Olaf un puro desperdicio de energía; pero esto le permitiría poner su plan en práctica y gastarle la broma en aquel momento. Solo tenía que hacer una pequeña manipulación de la agenda del móvil con el virus y cuando Tobías quisiera llamar a sus compañeros de trabajo, su teléfono marcaría un número diferente al esperado.

      Olaf se frotó las manos entusiasmado. Por las mañanas llamaría al Sex-Shop, por las tardes al Eroscenter y por las noches al bar de striptease. Estaba deseando ver la cara de perplejidad de Tobías.

      Se asustó imaginándose lo que podría hacer si quisiera. Podría ver la cara de Tobías, ya que el virus controlaba también la cámara del móvil y grabaría todo lo que le dijeran. Tenía un programa de vigilancia perfecto.

      Olaf tomó otro trago de vino y se puso a observar pensativamente el móvil que estaba encima de la mesa de la cocina. No quería vigilar a nadie y tampoco quería espiar a Tobías. Solo le quería tomar un poco el pelo.

      2

      A Olaf le sorprendió no ver sentado en ninguna mesa del Krummer Hund1 a Gottfried. Normalmente el viejo siempre era el primero en llegar cuando se trataba de una cita culinaria.

      “Un Sauergespritzter2, por favor.”

      Casi sin dejarle acabar la frase, Karin ya había dejado el vaso con la bebida encima de la mesa. Karin conocía bien a la parroquia.

      Olaf hizo un gesto saludando a Günther, que estaba sentado delante de su vaso en otra mesa. Günther siempre estaba allí. Era parte del decorado como la barra de madera, las jarras de sidra y la cornamenta de ciervo que estaba en el techo. Como siempre, llevaba una camisa planchada y tirante sobre una barriga que difícilmente podía pasar desapercibida. Olaf, en cambio, siempre llevaba polos o sudaderas desde que Carola, que es la que se encargaba de planchar, ya no estaba. Aunque metieran barriga, con 58 años ya no tenían edad para ser presumidos.

      Un breve sonido le sacó de sus pensamientos. El móvil. ¿Y ese tono? Jamás lo había oído en su Smartphone. Sonaba algo cursi. Le recordaba a las campanillas del árbol de navidad. Tenía un aviso en la pantalla. Olaf se puso las gafas de leer. ¿Por qué le llegaba a él un mensaje del virus? Probablemente se había olvidado de cerrar alguna de las opciones. De repente se acordó de Tobías y si había suerte, de sus montones de llamadas al sex-shop. Abrió la configuración de la app, en la que podía controlar el virus y los ajustes más importantes. Lo que había pasado es que el virus había copiado en el servidor 4 mensajes del móvil de Tobías. Pero no debería. Con la app no podía quitar esa función, pero ya lo haría más tarde con el portátil cuando llegara a casa.

      Justo cuando estaba metiendo el móvil en el bolsillo de la chaqueta, volvieron a sonar las campanillas del árbol de navidad. Otro aviso. Esta vez Olaf abrió el mensaje. Al leerlo, se le pusieron los ojos como platos. La frente se le llenó de arrugas. Su boca se abrió de par en par. Leyó otro mensaje. ¡Todavía más detalles! Karin, que en esos momentos pasaba a su lado con la bandeja en la mano para servir a un cliente, viendo sus muecas, sacudió la cabeza con gesto de desaprobación. Olaf ni siquiera se dio cuenta. Estaba totalmente alucinado con la información que no debía leer pero que eran increíblemente interesante.

      “¿Novedades?”

      Casi no reconoció a ese hombre que estaba inclinado sobre la mesa con una sonrisa burlona como si quisiera registrar las entradas de la pantalla.

      “¿Qué te ha pasado?” Olaf apagó la pantalla del móvil.

      Gottfried movió la mano de forma indiferente y se sentó en la mesa frente a Olaf. Su mano era delgada y huesuda. La cara, por el contrario, era redonda con barba blanca recortada y parecía un globo que se había desinflado. Tenía los ojos tan hundidos en las cavidades oculares que apenas se podían ver.

      “Mañana voy al médico.”

      Olaf hizo desaparecer el móvil en el bolso de la chaqueta.

      “¡Pareces tu abuelo!”

      Gottfried esbozó una desagradable sonrisa cadavérica.

      “Como sigas dando tantas vueltas al mundo, la próxima vez te van a recoger de la clase business con cucharilla”, le dijo Olaf, aunque sabía que Gottfried no le iba a hacer mucho caso.

      “Me han prohibido fumar pero nunca voy a dejar de viajar.”

      Olaf asintió con la cabeza. No podía imaginarse a Gottfried sin sus viajes de negocios. Estaba continuamente de viaje: reunión en Chicago, feria en Singapur, congreso en Roma. Y cuando estaba sentado en el Krummer Hund, en cualquier momento le podía sonar el teléfono y se ponía a hablar en inglés, español o francés dando órdenes de cualquier cosa mientras se tomaba su sidra.

      Karin le puso un vaso de sidra con soda encima de la mesa. Irritada, le miró fijamente. Su saludo sonó dubitativo y desapareció rápidamente tras la barra.

      La mano de Gottfried temblaba visiblemente cuando levantó su vaso para brindar con Olaf.

      “Espero que el doctor te ayude a recuperarte. La verdad es que te necesito para un proyecto.”

      “¿Un proyecto? Yo creía que tenías una vida acomodada con la indemnización.”

      “Cómoda pero no aburrida.”

      “¿No querrás volver a trabajar en informática?”

      Hacía pocas semanas que Olaf había tirado a la basura todo lo que tenía en su mesa del despacho y se había llevado a casa cuatro cositas en una caja de cartón. El arreglo al que había llegado con la empresa le había facilitado una pensión generosa, que le permitía jubilarse con 58 años. A esto había que añadir una indemnización exorbitante. Eso era más que suficiente para no tener que volver a trabajar en


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