Virus-Cop: Muerte en el Nidda. Robert Maier
suspiró. “¿Es tu jefe tan malo como parece?”
Tobías se encogió de hombros. “Holger es el que me envió allí”
“¿Dónde el chulo?”
Por primera vez, desde que Olaf entró en la cocina, Tobías le miró. “Me envió a ese puticlub del barrio de la estación para recabar información.”
Olaf comprendió todo. Su compañero de trabajo le envió solo a los bajos fondos del barrio chino. ¿Pero cómo es posible que se mande a un chico joven sin protección a investigar a tipos tan peligrosos? Seguramente se trataba de una especie de humillación, para dejarle bien claro de una manera dolorosa que no se le había perdido nada en la brigada de investigación criminal. Si su hijo fuera menor de edad, le habría cantado las cuarenta a ese Holger y se habría ocupado de montar un gran follón. Pero hace tiempo que Tobías ya no era un niño, ni la Policía era el colegio. Tenía que hacerse valer en su trabajo él solo. Necesitaba tener algún éxito, de esa manera sus compañeros de trabajo le aceptarían y podría empezar a confiar en sus propias capacidades. Y justo en ese punto le podía echar una mano su papá. Olaf, Gottfried y el virus: aclararían el asesinato, reunirían pruebas que incriminaran al asesino y se lo enviarían discretamente a Tobías. Tobías sería el policía que tendría la información decisiva, el hombre que probaría la culpabilidad del asesino. Él completamente solo. Sus compañeros se morirían de envidia y por fin sería reconocido como un funcionario de investigación criminal competente.
Apenas había salido Tobías por la puerta de la casa, cuando Olaf ya estaba marcando el teléfono de Gottfried.
“¿Has visto las fotos de la escena del crimen?”
“Se podría pensar que alguien dejó al muerto en el camino de forma intencionada.”
Olaf tendría que acostumbrarse a que la voz de Gottfried sonara un tono más alto que antes. Le hizo un breve resumen de lo que había descubierto en las fotos y a qué conclusiones había llegado.
“Suena bastante verosímil” dijo Gottfried “y no tiene ninguna pinta de que sea un caso de ajuste de cuentas por deudas.”
“Con lo cual tenemos un indicio más de que la policía está equivocada con su teoría de cobro de deudas” concluyó Olaf.
“Creo que se trata de alguien que nunca había matado a nadie.”
“Pero con un instinto asesino lo suficientemente desarrollado como para tenderle una trampa al chaval y darle deliberadamente con un palo en la cabeza.”
“Tengo que colgar” – dijo Gottfried de repente – “Mi vuelo sale a las doce y todavía no he hecho la maleta.”
Del viaje de negocios a San Francisco, Olaf no se había vuelto a acordar. Hacer un viaje tan largo en esas circunstancias. Pero Gottfried no sería Gottfried si se quedara en casa, en la cama por un cáncer. Seguro que había planificado todo un tour por los restaurantes gourmets con Phil, con el que casi siempre quedaba cuando viajaba.
“¿Seguro que resolveremos el caso juntos, Mister Stringer?”
“¡Descarado, Miss Marple!” La respuesta fue inmediata y tajante “Te llamo cuando esté en la puerta de embarque.”
7
La cola en la zona de control no era larga. Gottfried tendría tiempo después de tomar alguna cosita. Sonrió cuando se acordó de Olaf. ¡Vaya cencerro que estaba hecho! Olaf era el único padre en el mundo entero que le había colocado un virus al teléfono de su hijo ¡y además siendo un antiguo experto en ciberseguridad de un consorcio internacional! Podría citar todas las leyes que se había saltado, aunque fuera el móvil de su hijo. O precisamente por eso. A Gottfried no se le ocurriría jamás cometer tal abuso de confianza.
Se quitó el cinturón de las trabillas. Ya estaba en la cola del control de seguridad. El hecho de que el móvil fuera de un policía, al que lo estuviera espiando, hacía que el asunto fuera más delicado. ¿Qué consecuencias tendría si le pillaran?
La llegada a la estricta cinta del control de seguridad acabó con las cavilaciones de Gottfried. Lo que seguía ahora era el rígido ritual, gracias al cual la aviación se presuponía que era más segura: el control de seguridad. Gottfried dejó encima de la cinta, dentro de una bandeja de plástico, todo lo que pudiera ser metálico. Y la ceremonia seguía: poner el equipaje de mano encima de la cinta, abrir la cremallera para sacar el portátil. La mayoría de las veces ya estaba listo, antes de que el empleado de seguridad le dijera “¿lleva algún portátil?” No había abierto todavía la cremallera cuando escuchó “Do you have a laptop?”. El tono sajón no sonaba muy “sajón”, por así decirlo.
No hacía mucho, unos periodistas habían logrado pasar armas por los controles, cosa que había levantado cierto revuelo. Estaba claro que las personas inteligentes podían lograrlo. Así que los controles de seguridad atraparían solo a terroristas estúpidos.
Gottfried colocó en la cinta la bolsa transparente con la crema de dientes y la loción de afeitado. Después tenía que pasar por el control del escáner corporal: los brazos extendidos con humildad hacia el cielo hasta que se abriera la puerta de plástico para depositarlo de nuevo en este mundo. Hoy le había agotado más mantener los brazos hacia arriba. Una persona del servicio de control le indicó que no se moviera constantemente, primero en alemán y después en un balbuceante inglés. Le temblaban los brazos y parecía que pesaban toneladas. Finalmente se abrió la puerta y un controlador, con una expresión de pocos amigos, le pidió que le acompañara para someterle a otro control. Cacheado por delante, cacheado por detrás, zapatos fuera y esperar a que los zapatos pasaran por el escáner.
No podía disimularlo: el cáncer había conseguido colarse en el día a día de Gottfried. Cada vez se sentía más débil y agotado. Muchas de las cosas que hacía, a las que hasta ahora no había dado ninguna importancia, tenía que acometerlas actualmente con mucha más lentitud que hace unas pocas semanas. La quimioterapia tenía que arreglarlo. La próxima semana empezaría con las sesiones. Si la terapia no conseguía eliminar el cáncer de su cuerpo, tendría que aceptarlo. A Martina y a los chicos no les faltaría de nada, ya se había preocupado de comprar acciones y hacerse un seguro de vida.
Por fin le devolvieron los zapatos. Parece que no le encontraron ninguna sustancia sospechosa. Ahora era el momento para la siguiente y ¡ojalá! última fase en el control de seguridad. Estaba al final de la cinta, esperando a que salieran sus cosas, que en esos momentos estaban pasando por el escáner, en busca de explosivos, drogas y botellas grandes de enjuague bucal.
Se asustó cuando vio que el personal de seguridad, alarmado, se daba la vuelta. Varios hombres uniformados miraban sorprendidos la bandeja de plástico que salía del escáner.
“He´s crazy like a fool.” Su móvil. “My my Daddy Cool!” La tensión se transformó en unas carcajadas cuando todos se dieron cuenta de dónde salía ese sonido inesperado. El estribillo de un éxito de los años 70 volvió a sonar hasta que un sonriente empleado de seguridad le pasó la bandeja a Gottfried. Justo cuando Gottfried alcanzó el móvil en la mano, éste dejó de sonar.
Le llamaba Phil Bromley. En Texas, donde vivía el amigo de Gottfried, era de noche y por eso él no esperaba una llamada suya a estas horas. Cuando llegó a la sala de espera marcó el número de Phil.
“I thought you were in Austin.” Se enteró de que Phil ahora estaba en París. Su amigo americano quería recordarle la cita para cenar que tenían hoy con la dirección. Irían a un restaurante en la zona de Little Italy. Además a los abogados les preocupaban ciertos aspectos. Tenían que darle una vuelta más de lo esperado para que el contrato estuviera listo para su firma. Pero no habían aplazado la excursión a Napa Valley por eso.
Cuando acabó de hablar por teléfono, Gottfried miró a una de las pantallas de información de vuelos: ya