El oficio del sociólogo en Uruguay en tiempos de cambio. Miguel Serna
diario que sigue resulta, en buena parte, de la comparación de lo que observé en 2018 con lo que había escrito luego de una observación realizada más de veinte años antes, prácticamente en el mismo lugar.
La esquina de Punta de Rieles ha sido renovada. Hasta tal punto que resulta irreconocible para quien no haya estado por allí en los últimos quince años. Es ahora el punto más colorido que puede verse desde que nace la avenida 8 de Octubre hasta que la ruta 8 termina de salir del departamento para entrar a Canelones. Es hoy un centro de transporte y de comercio que irriga una de las zonas más pobres de la ciudad. Sobre el costado sur de la esquina con Camino Maldonado se recuesta un conjunto de instituciones culturales. La escuela, un jardín de infantes, una biblioteca popular y un centro cultural. Murales y agentes culturales sembrando vida junto a la severa presencia del Guayubá [principal –y única– empresa estatal de refinería de petróleo y afines] en bronce de Blanes que vigila el conjunto. También una importante estación de servicio ANCAP [Administración Nacional de Combustibles, Alcohol y Portland], un bar, varios comercios. ¡Uruguay y Montevideo se han transformado tanto en estos últimos años! Y no solo sobre la costa, y no solo como efecto de la inversión inmobiliaria que privilegia las torres de cristal con vista al río.
Quienes pueblan la zona de Punta de Rieles no son quienes miran ahogarse en el mar al sol desde las ventanas y los balcones de sus apartamentos. Sin embargo, unos y otros viven engarzados por múltiples relaciones sociales. Algunos cuantos albañiles de estos barrios han levantado las torres de aquellos y otros cuantos vecinos de aquí van a trabajar cuarenta horas semanales allí. Fredi es portero en uno de esos edificios de Pocitos. Vive en La Chancha, el nombre que en la zona de Punta de Rieles se le da a una parte del asentamiento Nueva España –aunque algunos los consideren dos barrios distintos, si bien contiguos–. En un día soleado de mayo de 2018 nos dio cita, al mediodía, en la puerta de la escuela, cuando venía a buscar a uno de sus hijos, a un nieto y al hijo de unos vecinos.
Desde la escuela en Punta de Rieles lo acompañamos hasta el local de la junta vecinal del barrio, cerquita de su casa. En el camino nos encontramos con María, la mayor de sus hijas, que se llevó a su hijo, el nieto de Fredi que venía con nosotros. El sociólogo quiere aprender. Observa la vida y toma notas de las relaciones sociales. Relaciones de vecinazgo, lazos de parentesco.
Fredi llegó a Nueva España en 1995, poco después de la ocupación que le había dado origen al barrio dos años antes. Corrían los duros años del neoliberalismo en el que tantos obreros fueron desclasados y desplazados por la pobreza. Empujado por ese vendaval llegó Fredi desde Paysandú, obrero de la construcción, cuando allá no había más trabajo y él todavía no tenía treinta años. En Nueva España ha crecido junto con él y su compañera una familia de cinco hijos y tres nietos, once personas y tres generaciones sólidamente ligadas en la trama de relaciones locales que estructura el espacio social del barrio. Pero otras relaciones sociales modelan la vida de quienes viven allí. Fredi es hoy portero de un edificio en Pocitos, recordemos. Cotidianamente se ocupa de volver más limpia, más segura, más presentable la vida de aquellos otros que no son sus vecinos sino sus patrones. Gracias a este otro lazo social, el del trabajo, Fredi está mucho mejor que la mayoría de sus vecinos de Nueva España. Él tiene un empleo estable, formal, con protecciones sociales y un ingreso regular, con un tiempo de trabajo limitado por la ley que le deja resto para participar en la junta vecinal y llevar y traer a los gurises de la escuela. Realiza una tarea importante en la vida cotidiana de aquellos niños que no crecen así tan solos como otros del barrio. Pero más de treinta años de trabajo y un empleo estable condenan todavía a Fredi y a las dos generaciones que lo siguen a batallar la vida en un asentamiento irregular, a un kilómetro y medio de tierra de la linda esquina de Punta de Rieles. A 1.500 metros del transporte, de la escuela, de los colores de la cultura. Mucho le queda por progresar al asalariado en Uruguay. Mucho para que el trabajo, todos los trabajos, vuelvan a ser garantía de integración social y de dignidad ciudadana (a la igualdad ciudadana mantengámosla entre paréntesis).
Así se organiza uno de los ejes de la pobreza y el mal trabajo en Montevideo, alrededor de ese largo eje que parte desde el corazón de la capital con el nombre 8 de Octubre para devenir luego Camino Maldonado y perderse más allá de Canelones bajo el asfalto de la ruta 8. Cuando se deja de contar la longitud de la sinuosa semirrecta con números y se la comienza a medir en kilómetros, han desaparecido ya las veredas. Allí, la extensión de la ciudad deja de obedecer a las normas de la clase obrera que se estructuró bajo el Uruguay batllista y comienzan los “asentamientos irregulares”, barrios así llamados aunque obedezcan a la regularidad implacable de una serie de normas. La de la propiedad ilegal del suelo, la de un asalariado quebrado por esos dos gigantescos golpes que fueron la dictadura de las décadas de 1970 y 1980, y el neoliberalismo de los años en que terminaba el siglo XX para joderle la vida al XXI. Ese nuevo espacio de trabajadores pobres está lejos del Cerro y de la Teja, también del Cerrito de la Victoria, un poco más allá de la Vuelta de Maroñas.
Violada y apaleada, la clase obrera parió un desparramo de hijos que se agrupan como pueden en esa heterogénea familia que conviene llamar “clases populares”. Como un intento de recordar su filiación con la unificada clase obrera y la heterogeneidad de aquellas astillas que se desprendieron de su tronco sin que quede lugar para actuar concertadamente, pero sin cederle, tampoco, un tranco a esa fuerza centrífuga que busca siempre el desparramo. Allí vive la población objeto de las políticas de proximidad operadas por el Mides y así se definen su espacialidad y su historicidad, en la casa más pobre de esa familia de herederos desparramados que no se juntan nunca a comer un gran asado, que pasan largos períodos sin compartir los tallarines del domingo en la misma mesa.7
He aquí por qué la sociología que proponemos no puede ser sometida a la síntesis; como mucho, puede aceptar la lectura de un fragmento a modo de ejemplificación. En este estudio sobre la vida en los barrios populares y sobre la experiencia del Estado social, con una atención particular puesta en las políticas sociales implementadas por el Mides, partimos naturalmente con un conjunto de hipótesis. Una de ellas es que el Estado no interviene solo sobre individuos y familias, unidades a las que el Mides dirige su acción explícitamente, sino que lo hace también sobre el barrio. Y un barrio popular no es solo un conjunto de personas y de familias habitando contiguamente un mismo espacio. El barrio es un conjunto de relaciones sociales. Las relaciones territorializadas, que transcurren en la copresencia, y las que no lo son, que ligan agentes sociales que no interaccionan cara a cara, que no se conocen y que son relaciones sociales que no suponen interacciones entre las personas. Esas otras relaciones sociales salen del radar de la evaluación, de la planificación, del conteo de la política social. Esta acción del Estado que observamos en su lucha contra la pobreza a través de lo que el Mides llama “políticas de proximidad”, y que actúan sobre el territorio, modifica algunas relaciones sociales, perturba otras, refuerza algunas e incluso intenta crear nuevos vínculos sociales.
La presencia del Mides en estos espacios sociales probablemente no hace sino mellar un poco el filo de la pobreza, pero tiene un valor positivo muy importante. Porque esos “operadores”, esos trabajadores sociales se acercan a las familias para acompañar a realizar un trámite, para acercar bienes y servicios, para acercar a las personas y a las familias a las instituciones del Estado social como el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU), el Banco de Previsión Social (BPS), la escuela, el juzgado, los trámites… que dan acceso a ciertas transferencias monetarias. En la medida en que esa presencia se institucionaliza, se integra a la realidad local y se vuelve estable, puede constituir lo que deberíamos llamar, acercándonos a la sociología de Robert Castel, un “soporte” de integración social. Aunque no corresponda exactamente con su concepto, porque Castel pensaba en “soportes de individuación”, mientras que nosotros vemos soportes para la solidaridad y para la integración social, traicionándolo un poco. Nosotros pensamos que esos soportes hacen la vida más fácil, más livianita, más llevadera. Tienen un valor incalculable, pero no van a provocar ninguna inflexión en la curva de la pobreza y, si lo hacen, lo harán marginalmente.
Estas políticas sociales no actúan sobre la pobreza sino en otro terreno de la cuestión social. El problema es que miramos la cuestión social con los instrumentos conceptuales de los años 80. Y hasta que no nos quitemos de la cabeza