El oficio del sociólogo en Uruguay en tiempos de cambio. Miguel Serna
capacidad para “combatir la pobreza”. Esto es así porque ese fue el espíritu con el que fue creado el Mides frente a la terrible urgencia social en la que vastos sectores de la ciudadanía se encontraban en el comienzo de siglo. Así fue presentada su misión en el espacio público, respondiendo a una de las grandes promesas con las que la izquierda llegaba al poder: reducir la indigencia, combatir la pobreza, achicar el desempleo… atacar la cuestión social, preferimos nosotros. Pero no fueron así las cosas. La expresión “cuestión social” no estaba presente en el discurso público y había caído en el olvido de una izquierda que actuó, debe decirse, con cierta distracción adoptando las categorías que, no debemos ocultárnoslo, habían elaborado sus enemigos.
En la década de 1980, el modo en que las sociedades latinoamericanas tenían de enfrentar la cuestión social sufrió un vuelco de ciento ochenta grados. Hasta entonces, en el centro de la cuestión social estaba la figura del trabajador y todas las preguntas giraban en torno a la problemática del trabajo. En esos años, como consecuencia de una serie de artilugios sobre los que hemos escrito mucho, se dejó de prestar atención al trabajador para no mirar sino al pobre.3 Este cambio no se produjo porque se tratase de personas diferentes, porque el pobre fuese otro que el trabajador, y tampoco porque las actividades o las prácticas hubiesen cambiado, sino porque las ciencias sociales comenzaron a considerar el problema de modo diferente y le dieron al Estado una nueva categoría y una nueva problemática resumidas en el término “pobreza”. Esta nueva problematización se sintetiza básicamente a través de la “curva de la pobreza” con la que se representa gráficamente la evolución del número de personas o de hogares que están por encima o por debajo de la famosa “línea de la pobreza”, a su vez determinada por un valor de referencia del ingreso de las personas y los hogares. Unos años después, cuando comenzó a hacer agua el proyecto político que en la década de 1990 algunos llamaban “del Consenso de Washington”, apareció otra curva junto con la de la pobreza. La curva del desempleo permitió recuperar una parte del terreno perdido por aquel cambio tan radical que llevó del trabajador al pobre. Muchos comenzaron así a hacer sonar la alarma y se atrevieron a decir que el trabajo no había desaparecido de la faz de la Tierra como algunos tan imprudentes como irresponsables se atrevían a afirmar alegremente, e incluso se atrevieron a recordar que el trabajo constituía el primordial principio organizador de nuestras sociedades y de los individuos que las componen.4 Se pudo así observar que había una estrecha pero no por ello menos compleja relación entre la evolución de las curvas de la pobreza y del desempleo. Hacia el final de los años 90 esas dos curvas aumentaban simultáneamente, lo que daba razón al pensamiento de izquierda que así podía denunciar al neoliberalismo con el apoyo de pruebas estadísticas. Pero el resultado de ello fue que en lugar de volver a su primigenia concepción de una cuestión social basada en el trabajo que se dedicara a observar y a permitir actuar sobre las relaciones sociales, la izquierda mantuvo, adoptó e hizo propia la curva de la pobreza como prisma de observación de la cuestión social, pero sumándole la curva del desempleo.
Las curvas proveyeron a la izquierda de un arma muy eficaz. Y así llegaron al poder, con las curvas en la mano. Y a poco de andar, esas curvas tuvieron un comportamiento virtuoso. Las políticas económicas y sociales implementadas por los gobiernos de izquierda en América Latina produjeron un descenso de la curva de la pobreza y junto con ella la del desempleo. De ningún modo se observó críticamente a estos indicadores pues brindaban al mismo tiempo la posibilidad de una crítica del modelo anterior y la convicción de que los cursos de acción elegidos eran los correctos. Medidas la derecha y la izquierda con la misma vara, se hacía evidente que la opción de izquierda daba mejores resultados.
Fue por ello que los gobiernos progresistas no cambiaron ese modo de mirar la cuestión social producido y elaborado bajo el neoliberalismo, porque esos indicadores los reconfortaban, les daban razón. Lo que ellos ponían en práctica resultaba eficaz a la luz de los mismos criterios que habían utilizado para evaluar a los gobiernos neoliberales de los años 90 y que eran sus principales enemigos. Allí se encuentra una de las razones por las que la llegada de la izquierda al poder no se tradujo por un cambio en el enfoque neoliberal de la cuestión social.
No es cierto que ningún cambio se haya producido. Aparecieron otros tópicos. Pero si uno recuerda el miedo presente entre las filas de la izquierda de perder las elecciones en octubre de 2019 –como efectivamente sucedió–, lo que se escuchaba decir era: “Pero, miren, el coeficiente de Gini, la curva de la pobreza y de la indigencia, todos los indicadores han bajado. No puede decirse que nos fue mal”. Seguían remitiéndose a ese mismo referencial teórico y político.
Pero se olvida que esta manera de pensar condujo a la reorganización de las políticas sociales. Antiguamente, cuando la figura que orientaba la acción social era la del trabajador, las políticas sociales determinaban muy precisamente el modo en que el Estado alcanzaba a las clases populares, que en esa época se llamaban clases trabajadoras o clase obrera. Los dos canales principales a través de los cuales el Estado actuaba eran la protección del trabajo y la de la familia. El corrimiento hacia la idea de la pobreza remplazó estos canales por un complejo panel de políticas específicas dentro del cual, tardíamente, entra íntegramente el Mides con sus programas y sus políticas. A las políticas que componían ese panel se las pensó a través de las ideas de descentralización y focalización. En lugar de generalistas, debían ser específicas (para tratar cada problema), y el territorio se convirtió en el canal privilegiado por el Estado para acceder a las clases populares. Lo que se procura desde entonces es estar cerca del pobre. La idea de pobreza que subyace a esta concepción del Estado social tiene una característica muy particular. La pobreza ya no es concebida como empobrecimiento, como un proceso, sino como un estado en el que se encuentran las personas; de ahí expresiones del tipo “situación de pobreza”. Para combatir la pobreza es necesario sacar a los pobres de la pobreza. Pero el triunfo político de la concepción neoliberal comienza cuando se separa la pobreza del empobrecimiento, cuando se observa la situación de pobreza más que los procesos que conducen a ella. Es entonces cuando la política social se concentra más sobre el pobre para sacarlo de la pobreza que sobre las dinámicas que conducen al empobrecimiento.
Esto tiene consecuencias muy profundas y se expresa de muchos modos. Uno de los terrenos en los que se observan sus consecuencias es en la distinción que realizan los economistas, a partir de un criterio contable entre transferencias “contributivas” y “no contributivas”. Las primeras son aquellas en las que el beneficiario contribuye, por ejemplo, la jubilación. Quien se beneficia con ella ha contribuido ya al financiamiento del sistema pagando la jubilación de la generación que lo precede. En cambio las segundas, como un subsidio a un discapacitado, no lo son porque se supone que el beneficiario no contribuye o no contribuyó al sistema en cuestión. En las primeras, antes cotizo o contribuyo, luego me beneficio. En las segundas, el beneficiario recibe sin haber dado nada a cambio. Esta idea reposa en un razonamiento puramente contable. Porque si pensamos como pensábamos antes, que no era una mala manera de pensar, la protección de los riesgos sociales como la enfermedad, el accidente o la vejez era legitimada por el hecho de que la participación en la vida social conlleva riesgos y que la sociedad debe proteger a sus miembros de ellos. Por ejemplo, cuando una mujer queda embarazada corre una cantidad de riesgos provocados por su condición, y por ello la protegemos con una licencia que la dispensa de la obligación de trabajar y a esto le sumamos toda una serie de protecciones. Tales economistas dirían que eso no es contributivo porque no consideran el embarazo como una contribución a la vida social. Si no contribuye financieramente al sistema, no contribuye. Lógica de contador.
Lo mismo ocurre con las transferencias destinadas a combatir la pobreza. Se piensa que los pobres no hacen nada para contribuir al bien público, al bienestar colectivo o a la vida en sociedad. Esto es más o menos lo mismo que decir que “se le da plata a unos vagos que la reciben de arriba”, solo que se lo dice con un vocabulario técnico: “No contribuyen”. Esta idea de que el pobre “no contribuye” es políticamente nefasta, pero el lenguaje técnico la vuelve aceptable. Porque despojamos al pensamiento social del pensamiento político, de la sensibilidad política. Lo convertimos en un procedimiento técnico de observación que como tal es exacto, es decir, los beneficiarios de esos programas no contribuyen monetariamente y directamente (porque sí contribuyen a través de los impuestos