Días de magia, noches de guerra. Clive Barker
Una manada de monos azules en miniatura del tamaño de colibríes revoloteó por su cara y subió hacia el cielo, trepando por cuerdas invisibles que desaparecían en una nube de humo violeta. Una docena de globos pasaron flotando por su lado, perseguidos por una aljaba llena de agujas, que alcanzaron a su presa y se clavaron en ella, liberando un cantarín coro de voces. Un pez de proporciones gigantescas con ojos saltones que parecían dos lunas gemelas pasó volando, dejando tras de sí un aroma a humo viejo.
Entre esta confusión de maravillas, Candy había perdido hacía mucho cualquier sentido de dirección, naturalmente. Así que se llevó una gran sorpresa cuando dobló la esquina y se encontró en el mismo remanso al que habían bajado con el zethek enjaulado. Justo delante de ella se encontraba el espectáculo de bichos raros, con sus carteles de colores llamativos representando el reparto de monstruos que se podían ver dentro.
Volvió la vista hacia el callejón, justo a tiempo para ver a Houlihan aparecer. Deseaba haber evitado su mirada; volvió encogida a las penumbras y, por un momento, pensó que tendría suerte.
Pero entonces, justo cuando estaba a punto de desaparecer entre la multitud otra vez, al parecer debió de olerla, y con una certeza escalofriante giró la cabeza en dirección a ella y echó un vistazo por el callejón en penumbras.
A Candy no le quedaba más oscuridad en la que agazaparse. Solo podía contener la respiración y esperar.
Entrecerrando los ojos como si intentara agujerear las sombras, el Hombre Entrecruzado empezó a abrirse paso entre la gente hacia el callejón. Una diminuta sonrisa había aparecido en su rostro. Sabía dónde se encontraba ella.
Candy no tenía elección. No había duda de que la había visto. Debía retirarse.
Y solo había un lugar al que ir: el espectáculo de bichos raros.
Surgió de entre las sombras y se echó a correr. No se molestó en mirar por encima de su hombro. Podía oír lo cerca que estaba Houlihan en ese momento: el sonido de sus pies chocando y levantándose del suelo cubierto de basura, el bruto carraspeo de su aliento.
Separó las cortinas de lona y se escabulló hasta el área de bastidores del espectáculo de bichos raros. El olor que la recibió fue casi penetrante: el hedor de la mezcla de heno podrido y un perfume empalagosamente dulce que quizá había sido esparcido por doquier para tapar los otros olores. Había tres jaulas grandes cerca, la más grande contenía algo que parecía una babosa del tamaño de un poni. Soltó un gimoteo lastimero cuando vio a Candy y empujó sus ojos en cuernos carnosos entre los barrotes de su jaula. Escudriñaron a Candy durante un largo rato. Entonces la cosa habló, con una voz suave y educada.
—Por favor, sácame de aquí —dijo.
En cuanto la criatura hubo pronunciado estas palabras, se escucharon ecos desde las otras dos jaulas —una de las cuales contenía lo que parecía una mujer puercoespín de ciento ochenta quilos; la otra, una de las criaturas que Candy había visto anunciadas en las pancartas de la entrada del espectáculo: un chico híbrido, de piel escamosa y cola puntiaguda.
El mismo llanto, o una variación aproximada de este, se les escapó a ambos.
—¡Sácanos de aquí!
Ahora se alzaba en varias direcciones también. Algunas de las voces eran chillidos agudos, algunos, suaves murmullos, algunos simplemente garabatos de sonidos.
Justo cuando pensaba que la cacofonía no podía ser más ruidosa, oyó a Houlihan en el callejón, silbando para ella como un hombre que hubiera perdido su chucho entre la gente.
Maldiciéndole en voz baja, se alejó. En cualquier momento, supuso, el Hombre Entrecruzado aparecería delante de sus ojos. Cuanto antes saliera de allí mejor…
Mientras tanto, sonó un redoble de tambores del propio espectáculo, seguido de la declaración de una mujer, que se las arreglaba para ser basta y pomposa al mismo tiempo.
—Bienvenidos, damas y caballeros, al Emporio de los Malformados de Scattamun. Son invitados en la mayor colección de bichos raros, engendros, invertidos, errores de la creación, mutantes, monstruos, cuatro ojos y demonios de Abarat; ¡además, por supuesto, de el sin par Ojo en la Caja!
¡Prepárense para quedar consternados por los horrores que la Creación ha hecho en nombre de la Vida; y los Horrores que la Evolución en toda su Crueldad ha llevado a cabo! ¡Los hicieron para nuestro entretenimiento! ¡No duden en burlarse de ellos! ¡Escúpanlos! ¡Empújenlos un poco si se atreven! ¡Y den gracias de no encontrarse en su situación!
—Por favor —sollozó la babosa gigante—. Déjame salir.
Después de oír el horrendo discurso de la señora Scattamun, a Candy no le quedó ninguna duda sobre lo que debía hacer. Tiró del cerrojo de la jaula de la criatura para abrirla. La babosa apoyó su peso contra la puerta, que se abrió con un chirrido por falta de aceite. Mientras la babosa se escapaba, Candy pasó a liberar a la mujer puercoespín, seguida del chico híbrido. Ninguno de ellos se entretuvo. En cuanto la joven quitaba el cerrojo, ellos salían chillando y gritando con alegría por haber sido liberados.
Los bichos raros que había cerca oyeron el escándalo de alegría, por supuesto, y empezaron a alzarse en un coro propio. Poco después la plataforma de madera sobre la que se asentaba el espectáculo de bichos raros temblaba con exigencias de libertad.
Candy debería de haber ido a encontrarlos y liberarlos, pero en ese momento las cortinas se abrieron, y Otto Houlihan apareció entre ellas, regodeándose.
—¡Aquí estás! —dijo, avanzando hacia Candy—. Sabía que no podrías huir de mí para siempre.
Antes de que pudiera agarrarla, la mujer puercoespín se interpuso, tropezando entre ellos en su ambición de ser libre. Al hacer eso, obstaculizó el camino del Hombre Entrecruzado durante unos pocos segundos vitales y evitó que pudiera atrapar a Candy. Ella apartó una segunda lona podrida y llegó a una zona mucho más iluminada. Allí había veinte jaulas y cuadros dispuestos para el deleite visual de los clientes de pago, de los cuales había varias docenas.
Todo el mundo parecía haber pasado un buen rato viendo las pobres presas de los Scattamun sacudiendo las jaulas. Cuanto más alto lloraban y se quejaban los engendros, más reían ellos.
A Candy le revolvía el estómago todo ese espectáculo y sintió un espasmo de culpabilidad cuando vio a Methis, quien había sido rápidamente ascendido a la categoría de «El bicho raro más aterrador en cautividad». No parecía especialmente aterrador. Estaba sentado al fondo de su jaula con la cabeza entre las manos, con la mirada baja. Un niño con algodón de azúcar alrededor de su boca estaba pateando los barrotes de la jaula de Methis, intentando obtener alguna respuesta de él. Como no lo conseguía, optó por escupir al zethek.
—¿Esa ha pagado, señora Scattamun? —dijo un hombre alto y escuálido, señalando a Candy.
La señora Scattamun se arrastró, y su vestido gris levantó una pequeña nube de polvo. Tenía las pestañas peinadas en punta y unos labios angelicales. Su nariz y sus mejillas mostraban el inconfundible rubor de un bebedor empedernido.
—No, a esa no le he vendido ninguna entrada, señor Scattamun.
—¿No lo has hecho, señora Scattamun?
—No lo he hecho.
Ambos llevaban sombrero, que eran variaciones morbosas de los sombreros acuario que aparentemente eran el último grito en Babilonium.
En vez de contener peces vivos, sin embargo, los sombreros se los Scattamun estaban llenos de criaturas muertas y atrofiadas.
—¿Ha venido a ver a los bichos raros? —dijo la señora Scattamun.
—Sí… —contestó Candy.
—Pero no ha pagado para verlos.
—He llegado aquí por error —dijo Candy.
La señora Scattamun tendió la palma de su mano vacía.