Días de magia, noches de guerra. Clive Barker
cierta ligera modernidad en sus vestimentas. Muchos vestían pequeños collares que proyectaban imágenes en movimiento alrededor de sus máscaras coloridas y luminosas. La mayoría de las veces eran las aventuras del Niño de Commexo las que aparecían en las pantallas de esas mascaras.
Finalmente, por supuesto, estaban esas criaturas, y eran muchas, las que, igual que Malingo, no necesitaban pinturas ni luces para ser parte de ese prodigioso Carnaval.
Criaturas que habían nacido con hocico, colas, escamas y cuernos, cuya forma y voz y comportamiento constituían un espectáculo fantástico en sí mismo.
¿Y qué habían ido a ver todos esos asistentes al Carnaval?
Lo que fuera, en realidad, que desearan sus corazones y espíritus entusiastas.
Había Lucha de Insectos mycassianos en una tienda, danza de cuerpo sutil en otra; un circo con siete anillos, completado con una compañía de dinosaurios albinos, en una tercera tienda. Había una bestia llamada Finoos que te atravesaba la cabeza con el hocico para poder leer tu mente. En la puerta de al lado, un coro de mil pájaros mungualameeza cantaban fragmentos de Los Moscardones, de Fofum.
Miraras donde miraras había diversión en todas partes.
El Bebé Eléctrico, que tenía la cabeza llena de luces de colores, estaba expuesto allí, al igual que un poeta llamado Thebidus, quien recitaba poemas épicos con velas posadas sobre su coronilla, y una cosa llamada frayd, que describían como una bestia que tenía que verse para poder creérselo: no solo una, sino muchas, cada una de ellas devorando a otra para «¡atestiguar en vida los horrores del apetito!»
Naturalmente, si no querías entrar en las carpas había mucho que hacer al aire libre. Había un dinosaurio expuesto «que había sido capturado recientemente por Rojo Pixler en una zona salvaje de las Islas Periféricas» y una bestia angulosa del tamaño de un toro caminando con delicadeza por encima de una cuerda floja, y, por descontado, las inevitables montañas rusas, cada una asegurando ser más vertiginosa que las de la competencia.
El aire estaba cargado con el olor mezclado de miles de cosas: tartas, caramelos, serrín, gasolina, sudor, aliento de perro, humo dulce, humo ácido, frutas prácticamente podridas, rutas más que podridas, cerveza, plumas, fuego. Y si la felicidad oliera, ese olor también estaba en el aire de Babilonium. De hecho, era la fragancia que se cernía detrás de todas las otras fragancias. Y la isla tampoco parecía agotar nunca sus sorpresas.
Siempre había algo nuevo a la vuelta de la siguiente esquina, en la siguiente carpa, en el siguiente circo. Por supuesto, en cualquier lugar que despierta semejante alegría y admiración nunca falta su parte de oscuridad. En un momento dado, el grupo se desvió de la calle principal y se encontraron en un lugar donde la música no estaba tan alta ni las luces eran tan claras. Había una magia más siniestra y serpenteante por allí. Había colores en el aire que creaban formas medio visibles antes de deshacerse de nuevo; y una música proveniente de algún lugar que sonaba como si la cantara un coro de bebés furiosos. La gente les espiaba desde detrás de las cortinas de las casetas a derecha y a izquierda, o volaban hacia ellos, cambiando de forma mientras daban volteretas en el aire.
Pero habían ido al lugar indicado, de eso no había duda. Justo enfrente había un letrero de tela donde se leía espectáculo de bichos raros, y debajo de este, una fila de carteles de colores llamativos con una variedad de criaturas extravagantes pintadas toscamente. Una criatura con una ristra de brazos y tentáculos alrededor de su enorme cabeza; un chico con el cuerpo de reptil; una bestia con un compendio disparatado de piezas amontonadas de forma desordenada.
Al ver todo esto, Methis el zethek se dio cuenta rápidamente de qué le esperaba. Empezó a balancearse de un lado a otro de la jaula, maldiciendo obscenidades. La jaula rudimentaria tenía pinta de ir a romperse con sus ataques, pero demostró ser más fuerte que la furia de la criatura.
—¿Deberíamos compadecernos de él? —preguntó Candy.
—¿Después de lo que ha hecho? —dijo Galatea—. Creo que no. Nos hubiera matado a sangre fría si hubiera tenido la oportunidad.
—Supongo que tienes razón.
—Y arruinar el pescado de ese modo —dijo Malingo—. Pura malicia.
El zethek sabía que hablaban de él y guardó silencio, con la vista saltando de uno a otro, con miradas llenas de odio.
—Si las miradas mataran —murmuró Candy.
—Dejaremos que tú te encargues de la venta —le dijo Malingo a Skebble cuando se encontraron a pocos metros del espectáculo de bichos raros.
—Deberíais quedaros con algunas monedas para vosotros —dijo Mizzel—. Nunca podríamos haber capturado a la criatura de no ser por vosotros. Especialmente por Candy. ¡Dios mío! ¡Qué valor!
—No necesitamos dinero —dijo Candy—. Malingo tiene razón. Deberíamos dejar que vendierais la criatura vosotros.
Se detuvieron a pocos metros de la entrada del espectáculo de bichos raros para despedirse. No hacía mucho que se conocían, pero habían luchado por sus vidas codo con codo, de modo que había una intensidad en esa despedida que no hubiera habido si simplemente hubieran navegado juntos.
—Acercaros a la isla de Efreet una noche —dijo Skebble—. Nunca vemos el sol por allí, naturalmente, pero siempre seréis bien recibidos.
—Por supuesto, tenemos unas cuantas bestias viviendo por allí —dijo Mizzel—. Pero generalmente se quedan en la parte sur de la isla. Nuestra aldea está en el norte. Se llama Pigea.
—Lo recordaremos —dijo Candy.
—No, no lo haréis —dijo Galatea dibujando media sonrisa—. Solo seremos unos pescadores que conocisteis durante vuestras aventuras. Ni siquiera recordaréis nuestros nombres.
—Oh, ella se acuerda —dijo Malingo, mirando a Candy—. Más y más, ella se acuerda.
Era curioso decir algo así, sin duda, de modo que todos ignoraron su comentario, sonrieron y se fueron. La última vez que Candy miró atrás, el cuarteto estaba metiendo la jaula de Methis entre las cortinas del espectáculo de bichos raros.
—¿Crees que lo venderán? —dijo Candy.
—Estoy seguro de ello —contestó Malingo—. Es horrorosa, esa cosa. Y la gente paga dinero para ver cosas horrorosas, ¿no?
—Supongo que sí. ¿A qué te referías cuando has dicho eso de que yo me acuerdo?
Malingo miró sus pies y se mordió la lengua durante un rato. Finalmente dijo:
—No lo sé muy bien. Pero algo estás recordando, ¿no es así?
Candy asintió.
—Sí —dijo—. Solo que no sé qué.
Capítulo 8
Una vida en el teatro
Era la primera vez durante su viaje juntos que Candy y Malingo se daban cuenta de que tenían gustos diferentes. Hasta entonces habían viajado en sincronía, más o menos. Pero al enfrentarse a las aparentemente ilimitadas distracciones y entretenimientos de Babilonium se dieron cuenta de que no hacían tan buena pareja. Cuando Malingo quería ver al hombre lobo malabarista estrella de color verde, Candy deseaba montarse en el Profeta de la Destrucción. Cuando Candy había sido Destruida seis veces y quería sentarse tranquilamente para recuperar el aliento, Malingo estaba preparado para subirse a dar una vuelta en el Tren de los Espíritus Viaje al Infierno.
Así que decidieron separarse para satisfacer sus propios caprichos. Ocasionalmente, a pesar de la increíble densidad de la multitud, se volvían a encontrar, como hacen los amigos. Se tomaban un minuto o dos para intercambiar unas pocas palabras emocionadas sobre lo que habían visto o hecho, y después volvían a separarse para encontrar algún juego nuevo.
La tercera vez que sucedió, sin embargo, Malingo