Días de magia, noches de guerra. Clive Barker
alguno de los espectadores lo oyó, decidió ignorarlo. Ahora todo el mundo había abandonado la carpa. El Hombre Entrecruzado no se molestó en mirar a su alrededor por el auditorio vacío. Tenía toda su atención puesta en Candy.
—Corre… —le susurró Malingo.
Candy sacudió la cabeza y se mantuvo en su sitio. No iba a permitir que Houlihan pensara que tenía miedo. Se negaba a darle esa satisfacción.
—Por favor, mi señora —dijo Malingo—. No dejes que…
—¡Ah! —dijo una voz madura que provenía del escenario.
—¡Fans!
Con un pequeño gruñido de frustración, Houlihan dejó caer las manos, aún a una zancada o dos de Candy. El hombre que acababa de actuar en el papel de Jaspar Codswoddle había aparecido de detrás de los bastidores. No era ni tan gordo ni tan alto como el personaje al que había interpretado. La ilusión la habían creado una barriga falsa, un culo de pega y extensiones en la pierna, de las cuales todavía llevaba algunas. De hecho, era un hombre diminuto y, bajo su maquillaje —la mayoría del cual ya se había retirado—, era de un color verde chillón. La ropa que se había puesto después de la obra era mucho más teatral que nada de lo que hubiera llevado en ella.
Detrás de él iba su séquito de dos personas: una mujer muy musculosa con un vestido florido y lo que parecía un simio de metro y medio vestido con un abrigo y zapatillas de estar por casa.
—¿Quién quiere un autógrafo, pues? —dijo el pequeño actor de color verde—. Soy Legítimo Eddie, por si no me habéis reconocido. Lo sé, lo sé, ¡ha sido una transformación sorprendente! Oh, y esta joven muchacha detrás de mi es Betty Thunder. —La mujer hizo una reverencia poco elegante—. ¿Quizá querríais un autógrafo de Betty? ¿O de mi dramaturgo, Clyde? —El simio también se inclinó hasta el suelo. Candy buscó a Houlihan a su alrededor. Se había alejado uno o dos pasos. Era obvio que no le gustaba la idea de hacer nada violento delante de esos tres testigos.
Especialmente cuando uno de ellos —Betty Thunder— parecía que pudiera partirle la nariz de un puñetazo.
—Me encantaría tener un autógrafo —dijo Candy—. Habéis estado fabulosos.
—¿De verdad lo crees? —contestó Legítimo Eddie—. ¿Fabulosos?
—De verdad.
—Eres demasiado buena —protestó con una leve sonrisa de satisfacción—. Uno hace lo que puede. —Sacó rápidamente un bolígrafo de detrás de las lorzas de la grasa de su estómago—. ¿Tenéis algo para que os firme? —dijo.
Candy se levantó la manga de la chaqueta.
—¡Aquí! —dijo, ofreciéndole el antebrazo desnudo.
—¿Estás segura?
—¡Ni siquiera me lo voy a quitar! —dijo Candy. Llamó la atención de Malingo mientras hablaba y, con un par de miradas fugaces a derecha e izquierda, le dio instrucciones para que buscara una vía de escape.
—¿Qué pongo? —Quiso saber Eddie.
—Déjame ver… —dijo Candy—. ¿Qué tal: «A la Qwandy Tootinfruit auténtica».
—¿Eso es lo que quieres? Bueno, está bien. A la Qwandy… —Apenas había escrito dos palabras cuando comprendió el significado de lo que le habían pedido que escribiera. Alzó la cabeza muy lentamente para mirar a Candy—. No puede ser —suspiró con suavidad.
Candy sonrió.
—Lo es —dijo.
Por el rabillo del ojo pudo ver que Houlihan se acercaba de nuevo. Parecía haberse dado cuenta de que algo iba mal.
A la velocidad de la luz, Candy agarró el bolígrafo de la mano del actor y se colocó detrás de él, con el codo contra su espalda, y le empujó hacia el Hombre Entrecruzado. El relleno le hacía inestable. Avanzó a trompicones y cayó sobre Houlihan, quien también había perdido su estabilidad. Ambos cayeron al suelo, Legítimo Eddie encima.
Houlihan gruñó y gritó:
—¡Sal de encima, imbécil! ¡Deja que me levante! —Pero para cuando se hubo desembarazado de Eddie, Malingo ya había conducido a Candy hasta una salida en la pared de la carpa.
—¡No podrás huir de mí, Quackenbush! —chilló Houlihan mientras Candy se escabullía.
—¿En qué dirección? —preguntó Malingo cuando hubieron salido.
—¿Dónde hay más gente?
Señaló hacia su izquierda.
—Entonces vamos —dijo ella.
Mientras se abrían paso entre la multitud, Candy oyó la voz de Houlihan detrás de ella y miró por encima de su hombro; le vio saliendo de la carpa con una mirada de furia demente en su rostro.
—¡Eres mía, muchacha! —gritó—. Esta vez te he atrapado.
Aunque solo unas seis zancadas separaban al cazador de la presa, era suficiente para darles ventaja a Candy y a Malingo.
Se zambulleron entre la muchedumbre y el desfile de gente y animales los ocultó rápidamente.
—¡Deberíamos separarnos! —le dijo Candy a Malingo mientras se refugiaban tras una fila de cabinas.
—¿Por qué? —preguntó Malingo—. ¡Nunca nos encontrará entre este caos!
—No estés tan seguro —dijo Candy—. Tiene formas de…
Mientras hablaba, la voz de Houlihan se alzó sobre el clamor de los celebrantes.
—¡Te encontraré, Quackenbush!
—Tenemos que confundirlo, Malingo —insistió Candy—. Tú ve por allí. Yo iré por aquí.
—¿Dónde nos encontraremos?
—En el espectáculo de bichos raros. Me reuniré allí contigo en media hora. Mantente entre el gentío, Malingo. Será más seguro.
—Nunca estaremos seguros mientras ese hombre nos pise los talones —dijo Malingo.
—No nos pisará los talones siempre, te lo prometo.
—Espero que tengas razón. Vadu ha, mi señora.
—Vadu ha —dijo Candy, devolviéndole los deseos en abaratiano antiguo.
Con estas palabras se separaron. Para Candy los siguientes pocos minutos fueron borrosos. Se abrió paso a empujones entre la multitud, intentando todo el tiempo quitarse el sonido de la voz de Houlihan de la cabeza, pero le oía a cada paso que daba, repitiendo siempre la misma espantosa palabra.
—¡Mía! ¡Mía! ¡Mía!
Cientos, quizá miles de caras se movían ante ella a medida que avanzaba, como caras de un sueño extraño. Caras enmascaradas con ropas o papel maché o madera pintada; a veces sonrientes, otras estupefactas; a veces llenas de una ansiedad extraña. Podía reconocer algunas caras entre las máscaras. El Niño de Commexo aparecía en cien versiones diferentes; también Rojo Pixler y hasta Kaspar Wolfswinkel. Había otros a quienes no les podía poner nombre y que, sin embargo, llamaron su atención.
Un joven pasó bailando por su lado con una máscara negra de donde colgaban rastas de color rojo vivo. La cara de otro hombre surgía de entre follaje verde luminoso, donde florecían margaritas; otro estaba tatuado de pies a cabeza con su anatomía en color dorado, pero llevaba un ingenioso agujero pintado en el pecho, que parecía mostrarle su corazón mecánico.
Y de vez en cuando, entre esas criaturas extrañas y llamativas, se encontraba un detractor: una serpiente en ese Edén, predicando el Apocalipsis que estaba cercano. Uno de ellos, vestido en una tela raída que dejaba sus piernas como palillos al descubierto, hasta tenía una aureola falsa pegada a la cabeza y señalaba a la gente mientras pasaban,