Días de magia, noches de guerra. Clive Barker
empezó a gritar otra vez.
—¡Salid de en medio! —chilló—. ¡Todos vosotros! Salid de en medio antes de que os rebane el cuello.
Al oír este estruendo, el público empezó a retirarse de forma desordenada, lo cual no gustó a la señora Scattamun.
—Señor Scattamun —dijo—. Haz el favor de averiguar qué está pasando allí atrás. ¡Y detenlo! ¿Y bien? ¡No te quedes mirándome! —Le dio a su marido un empujón nada afectuoso—. ¡Ve!
El señor Scattamun cruzó la cortina de mala gana. Dos segundos después salió disparado por la cortina a gran velocidad. Iba seguido del hombre que lo había empujado: Otto Houlihan.
La señora Scattamun soltó un chillido estridente.
—¡Levántate y saca a ese monstruo amarillo de aquí! —demandó—. ¿Me has oído, señor Scattamun?
De forma obediente, el señor Scattamun se levantó, pero Houlihan le pateó el pecho y volvió a caer, golpeándose contra varias jaulas pequeñas por el camino.
—¿Dónde está la chica? —exigió Houlihan.
Candy se había refugiado tras una jaula que contenía una bestia tres veces más grande que ella y que parecía tener las extremidades de goma. Berreaba como un bebé. Candy le dijo que callara, pero respondió llorando con más fuerza.
El estruendo llamó la atención de la señora Scattamun sobre Candy.
—¡La chica está allí! —le dijo a Houlihan—. ¡Puedo verla desde aquí! ¡Está escondida tras ese encadenado!
—La veo —dijo Otto.
—¡No le haga daño a mis pequeños! —dijo la señora Scattamun—. Son nuestro sustento, ellos.
Houlihan sacó un cuchillo de hoja larga de su cinturón y avanzó hacia la jaula que contenía la criatura llorona. Candy se agachó tanto como pudo y se arrastró por debajo de las jaulas, manteniendo la cabeza baja para ser un blanco lo más pequeño posible.
De repente se oyó un gruñido entre las tinieblas, y miró hacia arriba y se encontró cara a cara con una criatura que conocía.
—¡Methis!
El zethek tenía una expresión terriblemente lamentable, y Candy no pudo evitar sentir otro espasmo de culpabilidad. La criatura sin duda sentía claustrofobia, encerrada en una pequeña jaula.
Después de todo, tenía alas.
Espera: ¡alas! ¡Methis tenía alas!
—Escúchame —le dijo al zethek.
Antes de que pudiera llegar más lejos, alguien la agarró por el cuello y la levantó a rastras.
—¡Deja los engendros solos, niña! —gruñó la señora Scattamun. Apestaba a licor añejo y perfume barato—. ¡Oye, tú! —le gritó al Hombre Entrecruzado—. ¡Tengo a tu chica! ¿Quieres venir y llevártela?
Capítulo 10
¡Los engendros de han escapado!
Candy tenía que pensar con rapidez. Houlihan no estaba a más a diez zancadas de distancia. Esta vez no permitiría que se le escapara de entre sus letales dedos. Le echó un vistazo a Methis, quien tenía la mirada posada en ella con una expresión desolada. El zethek seguía siendo peligroso. Seguía hambriento. ¿Era posible convertirle en un aliado?
Después de todo, ambos querían lo mismo en ese momento, ¿no es cierto?
Salir de ese lugar. Él fuera del alcance de los Scattamun, ella fuera del alcance de Houlihan. ¿Podrían conseguir juntos lo que no podían hacer separados?
Valía la pena intentarlo.
Después de liberarse de la señora Scattamun, consiguió llegar a un lado de la jaula y abrió de un tirón el pesado cerrojo de hierro.
Methis no parecía entender lo que había hecho, porque no se movió, pero la horrenda señora Scattamun lo entendió perfectamente.
—¡Maldita niña! —Se enfureció y volvió a agarrar a Candy y la sacudió violentamente. Al hacerlo, la golpeó contra la jaula y la puerta, que ya no llevaba el pestillo, se abrió.
Methis miró indolentemente por encima del hombro.
—¡Muévete! —le dijo Candy.
La señora Scattamun seguía sacudiéndola y llamando a su marido mientras lo hacía.
—¡Señor Scattamun! ¡Coge tu látigo! ¡Rápido, señor Scattamun! ¡El engendro nuevo está escapando!
—¡Sujete a la chica! —gritó Houlihan a la señora Scattamun—. ¡Sujétela!
Pero Candy ya había tenido suficientes sacudidas, gracias.
Le dio a la mujer Scattamun un buen codazo en las costillas. Esta expulsó un aliento amargo y soltó a Candy. Después se tambaleó hacia atrás.
El Hombre Entrecruzado se encontraba justo en medio de su paso. La mujer cayó sobre él —para su irritación— obstaculizando el camino hacia su víctima.
Candy llegó a los barrotes con rapidez y le dio un empujón a Methis, diciéndole que se pusiera manos a la obra. Esta vez sí que pareció entenderla.
Abrió la puerta de la jaula de un empujón y se escurrió fuera de esta rápidamente.
Antes de que estuviera fuera de su alcance, Candy se lanzó hacia él, agarró una de sus extremidades delanteras y se sujetó a él.
Mientras lo hacía, echó la vista atrás y vio a un Houlihan irritado tirando el sombrero de la señora Scattamun mientras luchaba por ponerse en pie. El sombrero se rompió en cuanto golpeó el suelo. El hedor de formaldehido invadió el aire. La señora Scattamun soltó un gemido.
—¡Mi chitterbee! —chilló—. ¡Neville, este hombre ha destrozado mi chitterbee!
Su marido no estaba de humor para consolarla. Había recogido su látigo para domar bestias y lo había levantado, preparado para golpear a Candy. Methis desplegó sus alas con un sonido cortante. Después corrió por el pasillo que se extendía entre las cajas, batiendo las alas, con Candy aún colgada de él.
—¡Vuela! —le gritó al zethek—. ¡O te volverá a meter en la caja! ¡Vamos, Methis! ¡Vuela!
Entonces se agarró con fuerza a la espalda de Methis como si le fuera la vida en ello.
Candy oyó el chasquido del látigo de Scattamun. Tenía buena puntería. Sintió una punzada de dolor alrededor de su muñeca, miró hacia abajo y vio que el látigo estaba enroscado en torno a ella y su mano tres o cuatro veces.
Dolía horrores, pero lo peor era que la hizo enfurecer. ¿Cómo se había atrevido ese hombre a alzar un látigo contra ella? Volvió a mirar por encima de su hombro.
—¡Tú… tú… engendro! —le gritó. Agarró el látigo con la mano, y por pura suerte, al mismo tiempo las alas batientes de Methis les alzaron a ambos en el aire. El látigo se soltó del agarre de Scattamun de un tirón.
—¡Oh, estúpido, eres un estúpido! —gritó la señora Scattamun, y agarró el mango del látigo que colgaba, mientras Candy se desembarazaba del otro extremo. Mientras Candy y Methis se alzaban en el aire, la señora Scattamun se tambaleó detrás de ellos entre las jaulas, reticente a soltar el látigo. Después de algunos pasos uno de los monstruos le izo la zancadilla con su pie de forma despreocupada y la hizo caer. Cayó con fuerza, y Candy dejó caer el látigo sobre la figura despatarrada. Seguía chillándole a su marido, con insultos que con cada sílaba se volvían más elaborados.
Puesto que el imperio de malformaciones de Scattamun no tenía techo, Candy y Methis pudieron alzarse libremente en un espiral que cada vez se hacía más ancho hasta