La historia de nuestra muerte. Sheila Almontes

La historia de nuestra muerte - Sheila Almontes


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antes… ¿Podrías darme tu teléfono? Digo, por si algo se ofrece.

      —Sí. Claro.

      Te di mi número telefónico y fuimos a levantar nuestro material. Esa tarde cambió todo mi panorama sobre ti. Me di cuenta de que no eras tan serio. Hacías bromas, te reías y, amablemente, hasta me invitaste un snack. Reitero: ese fue un gran día.

      TRABAJANDO EN LAS OFICINAS

      Pasaban los días y yo me angustiaba cada día más por mi situación económica. El hecho de no tener un salario fijo era difícil, pues no estaba habituada a no recibir dinero constante. Hacía mi mejor esfuerzo por vender: iba a exposiciones, salía a plazas comerciales, promocionaba con todos mis conocidos mi nuevo trabajo, pero cada día se tornaba más complicado. Era una situación general: hasta los mejores vendedores estaban pasando por lo mismo.

      Mi lado mediocre se consolaba pensando que si los mejores tampoco vendían era porque el problema no estaba en mí, sino en la situación económica tan dura que se vivía en el país: el alza de los créditos hipotecarios, la crisis, el aumento de la gasolina que, en esos días, era un tema de verdadera preocupación. Todo esto hacía la labor de venta realmente difícil, aunado a que el desarrollo urbano para el que trabajaba era demasiado caro –desde mi punto de vista– y la población con el poder adquisitivo para una casa de ese nivel se reducía al 10 % del total del estado.

      Los vendedores estábamos pasando por una época de crisis –monetariamente hablando– y nos encontrábamos desesperados porque mes con mes teníamos gastos que cubrir. Uno puede dejar de ganar, pero nunca de comer. Ese era el principal problema. Vi a muchos compañeros abandonar su empleo en el desarrollo, pero yo permanecí porque no podía salir sin vender algo más, lo tomé como un reto personal.

      A mediados de septiembre, poco después de mi cumpleaños, nos volvió a tocar una guardia juntos, pero esta vez fue en las instalaciones en las que se encuentran las casas. La guardia duraba todo el día y teníamos una hora libre para comer. Llegué temprano, pero tú ya estabas en la casa de muestra, en la cual había una zona de oficinas con cubículos y escritorios para que los asesores de venta pudieran trabajar con sus computadoras. Recuerdo muy bien que entré a las oficinas y te vi sentado en la parte de atrás, yo me senté en los cubículos de enfrente. Ese día en especial me arregle más que otros, pues quería tener la mejor presentación posible para reflejar mis ganas de trabajar.

      Las guardias comenzaban a las nueve de la mañana y, en teoría, terminaban a las siete de la tarde; digo "en teoría", porque era posible retirarse antes. Se hacía un sorteo en cada guardia para establecer en qué orden nos tocaría dar la atención a los clientes. Ese día, un poco antes de que la suerte decidiera quién sería el primero en atender a los posibles compradores, me senté en los cubículos como siempre y tú me observaste. No dudaste en poner de pretexto que el sol estaba pegando muy fuerte por la ventana y que mejor te cambiarías de lugar. Te levantaste con tu computadora en las manos y te sentaste junto a mí.

      Fue una guardia muy agradable. Todo el día estuvimos platicando de nuestras vidas, de cosas interesantes, de nuestros trabajos y nos reímos mucho. La verdad es que para verte tan serio nunca pensé que fueras tan gracioso. A la hora de la comida recuerdo que ya teníamos hambre y me invitaste a comer a un lugar cerca de ahí:

      —Oye, Shei, tengo hambre.

      —Sí, ya sé. Yo también muero de hambre.

      —¿Qué pase te tocó?

      —El 3, ¿a ti?

      —El 2.

      —Pues no ha pasado ni el uno. Ya ves que estas ventas están demasiado bajas.

      —Pues sí deberíamos ir a comer.

      Me propusiste ir a un lugar conocido por su buena comida. Yo, un poco dudosa, acepté con la condición de que fuéramos en mi auto.

      Capítulo II

      La historia de tu vida

      EMPEZANDO A CONOCERTE

      La mañana estaba tranquila, aún no había tenido oportunidad de atender a ningún cliente en la guardia; sin embargo me sentía bien. Yo manejaba con la esperanza de llegar pronto a nuestro destino para calmar el hambre. De pronto hablaste:

      —Pareces una chica muy linda; pensé que eras más ruda.

      —Pues soy ambas —contesté entre risas.

      –Bueno, así parece. Pero ya conociéndote no es así. Me siento raro —dijiste con cierto matiz de incomodidad.

      —¿Por qué?

      —Pues porque tú eres quien maneja —dijiste riendo—. No estoy acostumbrado.

      —Para la siguiente ocasión manejas tú. —Seguí el juego.

      —Por cierto, ¿dónde vives?

      —Aquí en San Antonio. ¿Y tú?

      —Yo vivo en Villas Campestres.

      —¿En serio? ¡Qué bien! Vives justo donde trabajas.

      —¿Por qué crees que llego tan temprano?

      —Ahora lo sé.

      —Pues mira, tú tampoco vives tan lejos. ¿Con quién vives?

      —Vivo sola.

      —¿En serio?

      —No es fácil, pero así vivo desde hace algunos años.

      —Qué bien. También es bueno tener tu espacio.

      Llegamos al lugar y ordenamos. Para mí era muy curioso ver "de reojo" como todo el tiempo me mirabas y con mucho interés. El mismo interés con el que analizabas cada cosa que yo decía, cada movimiento que hacía, cada reacción que tenía. No sabía qué pensabas en ese momento, pero sí sabía que te llamaba la atención. Eras muy obvio. No sabías disimular tu interés, y la verdad es que eso me hacía sentir bien, me hacía sentir especial, pues tu energía reflejaba un interés puro y natural.

      Había hombres que me seguían, pero nadie me gustaba como tú. Después de mi última relación, me había mantenido soltera porque nadie llenaba mis expectativas; había quienes se acercaban, pero algo les faltaba. No sabía bien qué era. Unos me fastidiaban; otros parecían desesperados; otros simplemente no me demostraban interés, pero tú cubrías todo.

      Al regresar a la oficina volvió a surgir el tema de las parejas, como en la guardia del colegio. Entonces llegó mi pregunta:

      —¿Por qué eres divorciado? ¿Qué es lo que ha hecho que no funcionen tus relaciones?

      —Pues mira, no te niego que me he enamorado, pero nunca he sentido lo que es verdaderamente el amor. Ese amor que te hace dar todo por una persona y pues he aguantado cosas por mis hijos, pero no he sentido que ame intensamente a ninguna mujer.

      —¡Dios mío! ¿A tus 41 años no has amado? —dije, burlona.

      —No te rías. —Reíste mientras lo decías—. Es en serio. No te digo que no he querido, sí lo he hecho. Y mucho, pero siento que "amado", no.

      —¿Y eso por qué?

      —Pues no sé. Quizá no ha llegado la indicada, o no he sabido elegir bien; y pues también tengo mi carácter.

      —¿Cómo?

      —Sí, soy muy enojón y todo termina en pelear, pelear y pelear.

      —Muy mal amigo, eso no debería ser.

      —No, pero tú me vas a ayudar.

      —¿Yo? Okey… claro.

      —Sí, se ve que eres una chica muy tranquila. Bueno, claro, si tú quieres. —En ese momento se sonrojó.

      —Claro —Reí—, para eso somos los amigos.

      De momento pensé: "Este hombre me lo dice para


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