La historia de nuestra muerte. Sheila Almontes

La historia de nuestra muerte - Sheila Almontes


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que sonriera. Me platicabas, como niño, que estabas emocionado. No es que yo no lo estuviera, pero para mí es más fácil expresarme por escrito.

      Esa noche dormí emocionada. No podía dejar de pensar en lo que pasaría al día siguiente. Me parecías una muy buena persona y no me equivoqué. Desde el primer momento que nos vimos, hubo un click entre nosotros, muy extraño para ambos. No sólo porque compartíamos gustos y metas, sino porque vernos nos emocionaba, nos ponía nerviosos y la atracción era bastante. Me divertía mucho estar contigo y platicar de lo que fuera. Estaba a punto de enterarme de que eras el hombre perfecto para mí y de que en poco tiempo te convertirías en el amor más grande de toda mi vida hasta hoy.

      —Hola, preciosa. ¿Dónde andas?

      —¡Hola! Ando aquí en el negocio de mi papá. ¿Y tú?

      —Saliendo de ver un carro que tengo en el taller. ¿Te parece si paso por ti a tu casa en media hora?

      —Sí, claro. Ahí te veo.

      Salí contenta del negocio de mi papá. Manejé hasta mi casa y cuando llegué ya estabas en la entrada del fraccionamiento. La misma entrada en la que me dejaste el día de aquella carta de recomendación que te di. Te hice señas para indicarte que en unos momentos saldría. Metí mi carro y en seguida, sin siquiera entrar a la casa, salí corriendo a encontrarme contigo, emocionada pero tratando de disimular. Me daba pena. Tú, todo un caballero como siempre, al verme te bajaste del auto para abrirme la puerta y me recibiste con un beso en la mejilla.

      —Hola, hermosa, buenas tardes. ¿Cómo estás? ¿Cómo estuvo tu día? —dijiste, muy nervioso y a la vez muy contento de verme.

      Después del saludo y de acordar el lugar en el que comeríamos, comenzamos el camino a la Ciudad de México, donde viviste tu infancia Lo primero que hiciste después de subir al auto fue estirarte para sacar algo de tu mochila, la cual estaba atrás de mi asiento. Me dijiste "el pretexto para acercarme, ¿verdad?", lo cual me causó bastante gracia. Sacaste del interior de dicha mochila una bolsa llena de gomitas rojas y me dijiste: "Mira, en lo que llegamos, para que no te enojes; con eso de que te enojas cuando no comes..." Pude notar tu felicidad al saber que eras tú quien me sacaba una estruendosa carcajada con tus bromas. Se veía como disfrutabas hacerme feliz en esos momentos.

      Todo el camino me contaste tu vida. Me repetiste la historia de tus ex parejas, de tu infancia y de todo lo que te gustaba o te molestaba; de tu vida en Estados Unidos y de por qué te regresaste. Todo para asegurarte de que yo recibiera toda la información posible de ti y te aceptara con todo. Querías ser completamente sincero. Cualquier pregunta la contestabas sin titubear, sin adornos. Dabas respuestas rápidas y crudas. Nunca eras "el bueno", ni "el malo". En tus respuestas no te defendías ni atacabas a nadie. Sólo fluía lo que viviste, lo que sentiste y lo que pensaste. Eso me enamoró.

      En general, a lo largo de nuestra relación, me decías las cosas que te habían pasado, pero sin hacer quedar mal a nadie. A pesar del daño que te hicieron no hablabas mal de tus ex parejas, sólo decías que las situaciones llevan a cosas malas. Tampoco te hacías la víctima; siempre reconocías tus errores. Nunca las insultaste, o te expresaste de ellas de una forma grosera, ni "te colgabas flores". Me decías que creías que tu parte de culpa era por tu carácter fuerte y porque exponías tus disgustos, lo cual provocaba que no te aguantaran.

      Al ver tu sinceridad, decidí que era justo corresponder con lo mismo: contarte mi historia. Así que te platiqué todas las malas y terribles experiencias que viví con mis ex novios alcohólicos; con mis problemas anímicos; con ciertos problemas mentales, con los cuales luchaba; con otros físicos, como mi prescrita hiperexitabilidad neuronal y lo hice siendo 100% sincera también. Te dije por qué hacía las cosas, cómo empezó todo y cómo es que todo se transformó; cómo pude evolucionar en algunas cosas y como otras me seguían causando mucho conflicto.

      Así se fue nuestro largo camino a comer. Entonces bajamos, por fin, con mucha hambre –a pesar de las gomitas–. Me llevaste a un simpático lugar en el que servían carnes. Tenía sitios al aire libre y decidimos sentarnos adentro, ya que ninguno de los dos fumaba. Pedimos cosas al centro de la mesa para compartir y nuestros respectivos platillos. Pasaron cerca de dos horas entre comida, plática, risas y un momento de paz y de mucha emoción al mismo tiempo.

      Terminamos de comer, pagaste la cuenta, no me aceptaste ni un solo peso para la comida y propusiste ir por un helado, el cual me ofrecí pagar porque era mi turno de consentirte. Camino a la heladería me fuiste enseñando todos los lugares que frecuentabas en tu infancia: me enseñaste tus escuelas, dónde corrías de niño, los lugares en los que te juntabas a jugar un poco con tus amigos y en los que practicabas deportes. Tanto se iluminaban tus ojos al platicarme, que pude reconocer que aquellos fueron muy buenos tiempos para ti.

      Como todo un caballero, no dudaste en bajar del carro y abrirme la puerta para que yo descendiera. Siempre tuviste esos pequeños detalles. Caminamos a la heladería que estaba justo frente a nosotros. El clima era perfecto no hacía frío ni calor. Era tarde, pero aún había bastante luz.

      Al llegar a la heladería comencé a ver todos los sabores. Tú me diste una deliciosa opción de zarzamora y pediste una prueba para mí. Definitivamente fue la mejor, ya que tenía un delicioso y fresco sabor. Pediste el tuyo de lo mismo y acordamos comerlos sentados cómodamente en el carro. Mientras saboreábamos nuestro postre, me dijiste:

      —Entonces, platícame: ¿qué pensaste de ayer a hoy, de la plática que hemos tenido estos últimos días sobre nosotros?

      —Como te comenté, me gustas —dije para ser clara— me gusta platicar contigo, me das confianza; me agrada que tengamos muchas metas en común; y me siento contenta cuando nos vemos.

      —Quiero decirte que también disfruto mucho platicar contigo; que me gustas mucho; y que quiero intentar algo serio y bien contigo. He cometido el error de buscar durante años una chica, pero tú llegaste de la nada. No te tuve que buscar y quiero conocerte más, quiero conocer todo de ti, así que… —Me sentí nerviosa, sabía lo que me pedirías y sin dudarlo diría que sí— ¿Quieres ser mi novia?

      Cuando escuché estas palabras dentro de mi mente se oyó un grito de emoción que dijo "¡Sí!". Claro que, como todo ser humano, tiendo a disimular mis pensamientos y sonreí Me miraste ansioso de saber la respuesta. Estoy segura que sabías que diría que sí, pero querías escucharlo para creerlo.

      "Sí". Lo dije con una gran sonrisa, sin titubear y sin dudar. Tu primera reacción fue darme un abrazo. Todavía tengo ese día presente en mi mente: me abrazaste fuerte y, naturalmente, te correspondí. No me soltabas, así que recargué mi cabeza en tu hombro y estuvimos así un rato largo, abrazados sin decir nada; luego, cuando comenzaste a separarte de mí, pusiste tu cara frente a la mía y me dijiste: "¿Me das un beso?". Me pareció tan particular que me dijeras eso, tan extraño que en estas épocas alguien te pidiera permiso para besarte. Es el 2016, pero en verdad me agradó, me indicó respeto, y lo que hice fue acercarme a ti hasta quedar casi pegados. Sin dudarlo, nuevamente salió de mi boca un "sí". Así fue nuestro primer beso. Hace mucho que no sentía esa sensación tan linda: tus manos rodeando mi cara me derretían, y el beso tierno y lento que me diste provocó en mí los primeros indicios del amor eterno que pronto nacería en mí ser y mi alma.

      Durante todo el camino de regreso seguimos platicando de lo contentos que estábamos, de lo bien que nos sentíamos. Platicábamos también de lo que nos gustaba y de lo que no para que pudiéramos llevar una relación lo más sana posible. Sabías mis historias tristes con mis ex y yo sabía las tuyas, por lo que los dos nos teníamos tanto la postura como el entendimiento de que en una relación es necesario dar y también ceder, respetar y, sobre todo, amar. Teníamos la convicción de que esta sería la mejor relación de nuestras vidas.

      Estábamos cerca de mi casa y te pedí que me acompañaras a comprar alimento para mis perros. Caminamos por el centro comercial como si fuéramos novios de hace muchos años; la sincronía y la conexión eran inexplicables, muy fuertes. Cuando fuimos a la caja a pagar, te vi parado a mi lado y te tomé entre mis brazos como niña a un muñeco suave, con cariño de verdad. No puedo mentir, no lo hice con amor era muy pronto para


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