La historia de nuestra muerte. Sheila Almontes

La historia de nuestra muerte - Sheila Almontes


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juzgado, que diga que me conoces y que nunca te he hecho nada, que soy un compañero de trabajo honesto y que soy buena persona. La necesito presentar pasado mañana y quería ver si pudieras ayudarme.

      Me sentí verdaderamente conmovida al escuchar su historia. Dicen que este mundo se mueve por lástima y manipulación, pero yo no perdía absolutamente nada en darte la carta que necesitabas, al contrario. Te ayudaría si lo que me decías era verdad. Mis hermanas siempre me han dicho que soy demasiado confiada, que creo mucho en la gente; y sé que tienen razón, pero pienso que no se puede vivir desconfiando y pensando mal. Mientras no conozcas a la persona, no tengo por qué desconfiar y esta vez no me equivoqué.

      Cuando terminamos la cena, nos dirigimos a un café Internet, en el cual yo misma redacté la carta, la firmé y te dije:

      —Toma, aquí está y espero que sea de ayuda.

      —Muchas gracias en verdad me ayudas mucho, eres muy linda.

      —Para eso estamos, amigo.

      —Bueno, pues. Te dejo en tu casa y me retiro.

      —Sí, claro.

      Como vivo sola, soy muy selectiva en las personas que invito a mi casa, por eso sólo te permití dejarme en la puerta del fraccionamiento. Ahí me despedí y me fui caminando.

      LA CONQUISTA

      Durante las siguientes semanas seguimos escribiéndonos, viéndonos, saliendo; conocerte, para mí, era cada vez más interesante. Me platicabas que te encantaba arreglar autos y que hacerlo te hacía olvidar el estrés; los comprabas viejos y maltratados para restaurarlos completamente hasta dejarlos como un auto de colección. Compartías conmigo fotografías de aquellos que habían pasado por tus manos.

      Me contabas tus próximos planes –como retomar el atletismo por las mañanas–. Me platicabas detalles de ti, como que no fumabas y que tomabas con medida en fiestas, que te gustaba, como a mí, saborear un buen vino con queso o quizá con jamón serrano. Estudiaste para ser chef, igual que yo. Te encantaba viajar. Escuchabas música de todo tipo –cada vez que salíamos, encendías el autoestéreo con un ritmo diferente y eso era algo que me gustaba; siempre estabas escuchando música–. Entonces cambió mi visión de ti: ya no eras el señor seriedad, ahora eras siempre alegre. Siempre tú.

      Había cosas en las que éramos muy parecidos, muchas diría yo, y otras en las que no coincidíamos en absoluto. Después de haber tenido relaciones sentimentales fallidas con varios alcohólicos, el hecho de que tú tomaras moderadamente era encantador para mí.

      Un día, caída la tarde, estaba terminando una guardia cuando mis amigos –Lorena y Emilio, quien no ocultaba sus preferencias sexuales ante nosotras– y yo empezamos a platicar sobre quiénes eran los más guapos de la oficina. No suelo demostrar cuando alguien me gusta, pero en ese momento pasaste caminando. Los tres te miramos, y mi amigo dijo sin bacilar:

      —A mí me gusta él.

      —¡A quién no le va a gustar! Él es muy varonil. —contestó mi compañera.

      Yo, para no hacer un gran chisme, sólo repliqué:

      —Sí, a mí también.

      Entonces, siguiendo la plática, me dijeron que tú eras el padre del hijo de nuestra compañera de trabajo, Arely. Me quedé sorprendida. Pregunté para confirmar si lo que había escuchado era verdad. Me hablabas de tu pequeño y de cuánto lo amabas, pero no sabía que su mamá fuera ella. A veces mencionabas su nombre, pero era un nombre común y no pensé que fuera la misma persona que trabajaba con nosotros. Realmente me causó asombro, pero yo me llevaba bien con ella en ese entonces y no pasó de la sorpresa.

      —¡Vaya! No sabía que ella era.

      —Así es, amiga, pero la verdad es que no me los imagino juntos. —contestó la chica.

      Y pensándolo bien, yo tampoco.

      Esa misma semana, por casualidad, te encontré cuando me dirigía a mostrarle unas casas a un familiar. Al verme, exclamaste:

      —¡Te ves muy hermosha! —Como si fueras un niño cuya pronunciación aún es imperfecta.

      —Muchas gracias. Vine con un primo. Ahorita que regrese de mostrarle las casas, te veo.

      —Está bien. ¡Éxito!

      No regresé, pues me fui con mi familia a pasar la tarde, pero al caer la noche recibí un mensaje tuyo:

      —¿Cómo te fue con tu primo?

      —Pues le gustaron las casas, pero me comenta que quiere ver más opciones.

      —¡Qué bueno! Verás que saldrá bien todo. Oye, me encanta como te ves hoy.

      —Muchas gracias. De vez en cuando, un baño no afecta. —dije en broma.

      —Yo no he dejado de trabajar toda la semana.

      —¡Qué trabajador eres!

      —¡Claro! Si no trabajo, ¿con qué te invito a salir? Ya me apartaron una casa.

      —¡Qué bien! Eso me da mucho gusto por ti.

       Y, sin titubear, lanzaste la pregunta:

      —¿Yo te gusto?

      En un primer instante me quedé pasmada. Claro que me gustabas, pero no esperaba esa pregunta.

      —¡Qué bonita pregunta! —dije verdaderamente admirada—Para serte, sincera sí.

      —Me halaga que me lo digas… y me pones nervioso. Te voy a confesar que tú a mí me gustas desde el primer día que te vi en Lerma. ¿Recuerdas? Platícame, ¿qué te gusta de mí?

      —Me gustan tus ojos, tus manos, tu voz. Que me haces reír mucho, tus ideas…

      —Levantaste mi ego. Gracias.

      Cambié el tema abruptamente. En esas situaciones de completa sinceridad la incomodidad te obliga a realizar acciones evasivas para frenar el avance del asunto y sentir algo de alivio.

      —Dime qué te gusta hacer, Gerardo.

      —Como ya te había comentado, me gusta mucho la mecánica automotriz. No soy un profesional, pero me encanta. Me gusta hacer ejercicio. Me gusta bailar. Me gusta cocinar. Me encanta hacer carne asada –no tiene que ser fin de semana, sólo se me antoja y la hago–. Soy hogareño. Ah, y soy muy besucón.

      —¿Te estás promocionando?

      —Sí, nada más para ti. Tú decides. —Añadiste un emoji sonriente.

      —Pues primero te digo como soy yo, porque estoy medio loca. Tengo un carácter feo. —dije a modo de broma; sin embargo, quise hablar de mis características particulares y dejar de lado lo negativo.

      —Ah, ¿también tú? —Bromeaste.

      —Me gusta bailar; me encanta probar comida diferente; me gusta dormir; me encanta escribir; de ejercicio, sólo me gusta nadar; me gusta escuchar a las personas y, si está en mis manos, ayudarlas. También disfruto eso. Soy cariñosa, servicial y cuido a las personas que quiero. Tengo amistades de todo tipo: gordos, flacos, ricos, pobres. Digo lo que me molesta y, aparte, se me nota en la cara lo que estoy sintiendo o pensando. Me molesta no comer a mis horas o no dormir bien. Como todos, también tengo problemas y cosas que duelen, pero trato de crecer y de superarme. Básicamente esa soy yo. Ah, lo olvidaba, mi risa es muy fea.

      —Ya me estoy enamorando de ti. ¡Róbame! Lo que te quiero decir es que –tal vez ya te has dado cuenta– te veo con ojos de enamorado. —confesaste sin titubear.

      —Noté que te interesaba, pero no creí que tanto.

      —Pues ahora ya lo sabes. Fijé una meta de ahorro, y podré viajar del 5 al 10 de julio a Playa del Carmen. Ayer coticé vuelo y hospedaje con todo y auto. ¿Vamos juntos?

      —¡Me encantaría! —contesté entusiasmada—. Ya se acabó el 2016, pero tenemos poco más de medio año


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