La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


Скачать книгу
de más que esta vez se le había pasado la mano. Nunca lo había hecho antes, es que en serio no se pudo controlar. Y no midió su fuerza. Estaba acostumbrado a agarrarse a combos con gente mucho más grande que él. En cambio, su madre se fue al suelo de una, como un muñeco.

      Su madre era una apestosa. Hinchabolas, latera, pegote. Prácticamente se lo estaba pidiendo. Y su padre, como siempre, se había quedado mudo, sin saber qué hacer. Es decir, había llamado a la ambulancia, pero luego ella había recuperado la conciencia, nada grave.

      Daniel se encogió de hombros: el que busca, encuentra. Por cierto, ahora su mamá la iba a cortar de una vez por todas con la historia de portarse bien en el colegio, de no salir todas las noches, de volver a la casa temprano, de dejar las malas juntas, como las llamaba ella.

      Fue a recoger el celular del pasto. Maldijo con los dientes apretados: la pantalla estaba completamente trizada y ya no encendía. Había pagado una fortuna por él, con la plata de las cosas que les vendía a los tontos del liceo. El Chepa se lo había pelado a uno de ellos y se lo revendió. Ahora estaba inservible, y con rabia Daniel lo tiró de nuevo contra la roca, para terminar de matarlo, como un caballo cojo.

      Miró a su alrededor: estaba en un bosque. Hacía siglos que no estaba en uno; la primera vez, tenía unos cuatro años: habían ido a recoger castañas y por diez minutos enteros, largos como una vida, había perdido de vista a sus padres y se había quedado solo, petrificado. Fueron instantes de terror puro; estaba convencido de que lo habían abandonado ahí. Luego había gritado, había llamado a su mamá y su voz había retumbado en el silencio angustiante.

      Ella había aparecido de pronto, sonriente, como si nada. El recuerdo de ese día, con la distancia de los años, le dio un escalofrío y por un momento Daniel se sintió exactamente como entonces. Odiaba los bosques, concluyó. Eran un lugar horrible: él era un animal de la selva, sí, pero de asfalto.

      Se sentó sobre la piedra con las piernas cruzadas, calándose el gorro sobre los ojos. No le quedaba otra que esperar a que su padre volviera a buscarlo. No dudaba ni por un segundo que lo haría. Solo tenía que mantener el control, quedarse tranquilo. Sacó la bolsita del tabaco y los papelillos y se puso a enrolar un cigarrillo. Fumó relajado, con los ojos cerrados, disfrutando del silencio desconocido de aquel lugar. Era bello, a fin de cuentas, ahora que ya no era un niño y que ya no le asustaban ciertas cosas. Jamás en su vida había estado así: solo en el silencio, sin el celular en la mano ni nada que hacer.

      Esperó. Y esperó. Paraba las orejas esperando oír, a lo lejos, el motor destartalado del auto de su padre avecinarse. El comportamiento de hace un rato no era propio de él. Era un débil, un gallina. No sabía cuánto tiempo había pasado, el teléfono estaba roto y había dejado el reloj en su casa. Lo había tomado prestado, digamos, a un compañero de curso menor que él, que se había cagado de miedo y no había opuesto resistencia. Seguro una hora, quizá dos; en ese lugar el tiempo parecía correr de manera distinta. Esto lo ponía muy nervioso. El cielo estaba cambiando de color; no levantaba a menudo los ojos, pero le parecía haber notado, al salir de la casa, un cielo más claro que el de ahora.

      Se estaba acercando la noche y de su padre, ni la sombra. Se levantó de la roca y dio algunos pasos alrededor. Aun si lo hubiera deseado, se dio cuenta, jamás habría podido volver a su casa: no había prestado atención al trayecto, no tenía idea de dónde estaba y los árboles en todas las direcciones, a sus ojos, eran todos iguales. Ni siquiera lograba distinguir las huellas de los neumáticos en el suelo. Si al menos hubiera habido un camino, lo habría tomado y habría caminado hacia cualquier lado. Pero así…, pensó. Alejarse de ese lugar podía resultar una pésima idea: si se iba de ahí, su padre no lo iba a encontrar, cuando volviera a buscarlo. Porque estaba seguro de que iba a hacerlo, al día siguiente.

      Le volvió a la mente un cuento que le había contado una tía del jardín, de dos hermanos abandonados en el bosque por sus padres. En ese entonces, la desventura de las castañas ya había ocurrido y escuchar hablar de eso a la profesora literalmente lo había aterrorizado.

      –Los padres no abandonan a sus hijos en el bosque –lo había tranquilizado ella, notando su expresión.

      Pero a él le había pasado. Aunque ya no era un niño, claro.

      Fue al caer la noche que Daniel empezó a tener miedo en serio.

      La oscuridad era total. Sin luna, la noche era completa. Daniel tenía los ojos abiertos y no veía nada, como si tuviera los párpados cerrados. Esa no era una oscuridad normal. Era densa, pegajosa, tenía manos gélidas que podían agarrarlo de un momento a otro. Era una oscuridad palpitante, que se acercaba envolviéndolo y se retraía dejándolo cubierto de un sudor glacial. Estaba viva y era malvada. Y lo quería muerto.

      Y luego, estaban los ruidos: en el suelo, bajo la tierra, entre los árboles sobre su cabeza. Crujidos por doquier, chasquidos y rumores entre el follaje, un barullo de pasos desconocidos e invisibles. Gritos casi humanos se alzaban de pronto de entre las sombras y después gruñidos, una respiración ahogada, una bestia acechando en la tiniebla, otra se acercaba furtiva, olfateando ávida y luego se iba. Un poco más allá, demasiado cerca, el rumor sordo de un cuerpo herido de muerte que cae a tierra y algo que lo agarra, lo sacude y lo estrangula y luego se lo come abriéndose paso con las fauces entre las vísceras calientes. Aquellos ruidos llegaban a sus oídos amplificados, como si hubiera desarrollado el oído de Superman; sabía que era el terror que le hacía estas bromas, pero no podía evitarlo. Escuchar todo eso sin poder ver echaba a andar su imaginación y le hacía fantasear las cosas más horribles. Estaba al borde de la locura. Al final, se alzó desde las tinieblas un suspiro terrible, casi humano; en pocos segundos se le ocurrió pensar que por ahí en alguna parte había un cadáver enterrado, que en cualquier momento vendría a buscarlo. Se encogió dentro de su chaqueta, tiritando de miedo.

      Por último, llegó el frío: estaba húmedo y hubo un momento en que Daniel pensó realmente que moriría, de tanto que había bajado la temperatura. Le tiritaban los dientes y trataba de tirar su chaqueta de todas partes, pero si se cubría las piernas, se le congelaba el cuello, y viceversa. Se le había metido en la cabeza la absurda idea de que un ratón le estaba royendo los pies, que habían perdido toda sensibilidad. Entonces, con las manos verificaba cada tanto si aún tenía los zapatos puestos y que no tuvieran hoyos por donde pudiera asomarse algún animal y comérselo. Había oído hablar de niños devorados durante el sueño por ratones, y los padres los encontraban muertos en sus cunas. ¿Pero por qué estas cosas se le venían a la mente justo ahora? ¿Además por qué alguien contaría algo así? Una parte de él sabía que el temor de ser devorado de a pedazos sin darse cuenta era estúpido, pero con esa oscuridad, entre esos ruidos, el miedo hacía que cualquier cosa fuera creíble. Nunca había pensado que la noche pudiera ser así: quería y debía mantenerse despierto, aunque los ojos le lagrimeaban de frío, agotados de mirar la oscuridad.

      Sin embargo, llegado un momento, se le cerraron por lo que, cuando los volvió a abrir sobresaltado, le pareció un instante. Miró a su alrededor, ciego. Estaba seguro, aunque no podía verlo, de que había alguien ahí cerca, muy cerca. Lo percibía. Alguien que lo veía perfectamente, que lo estaba observando, pero que él no lograba distinguir en la oscuridad. Sentía solo su respiración, lenta y controlada, muy cerca de él.

      –¿Quién anda ahí? –gritó, tratando de poner algo de agresividad en su voz, de que no le temblara, pero con la humedad y el silencio prolongado le salió una especie de resuello que solo lo asustó a él. Ni siquiera le parecía su propia voz.

      Nadie respondió. Apretó las manos contra sus orejas y escondió la cabeza entre las piernas. Tenía la sensación de que, de un momento a otro, alguien le iba a dar un hachazo o lo iba a abrir en dos con un cuchillo. Había visto demasiadas películas de terror y ahora se le venían a la mente todas juntas. Quería gritar, pero no tenía voz. ¿Además, quién lo hubiera escuchado? ¿Quién hubiera acudido en su ayuda? Si cualquiera hubiese querido asesinarlo ahí, en la oscuridad, él no hubiera sabido hacer otra cosa que quedarse quieto, esperando sentir de pronto el dolor de la hoja entre sus costillas. Todo era una pesadilla. Tenía que serlo. Pero no conseguía despertar. ¿Qué hacía ahí? Con seguridad era así como la gente se volvía loca.


Скачать книгу