La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


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estómago. Colgada en el muro notó una honda. Salió de nuevo y buscó algún animalito al que atacar. Estaba lleno de pájaros, pero por lo visto eran mucho más astutos que él y huían apenas se movía medio paso. No se imaginaba que fuera así de difícil disparar una honda. Era el segundo día en completo ayuno: ¿cuánto tiempo se podía resistir sin comer antes de morir? Esa era una cosa interesante que podrían enseñar en el colegio: sobrevivir solo en medio de la nada, sin celular, con una brújula y un encendedor.

      Le costó encender la estufa que, aunque destruida, hacía su trabajo. Luego se tiró sobre el colchón y se durmió de golpe.

      Se despertó por la mañana con un dolor de espalda de récord Guinness: el colchón era todo lo que había prometido en el primer vistazo. La frazada en cambio lo había mantenido abrigado y al final, por el cansancio, había dormido tan profundamente que ni sintió los ruidos de afuera. Después de todo, esas cuatro paredes de madera, aunque delgadas, lo hicieron sentir a salvo. Se estiró como un gato y pegó un salto al ver lo que había junto a él en el suelo. No creía en sus propios ojos: era una lata de garbanzos.

      Los garbanzos eran la comida que más odiaba en el mundo, por su olor y consistencia, pero en su situación no podía andarse con sutilezas: hubiera sido capaz de comerse una serpiente. Abrió la lata y los engulló, pescando los del fondo con los dedos y bebiéndose hasta la última gota de salmuera. Una vez, pensó, había lanzado al piso el plato de garbanzos que le había preparado su mamá; ahora habría entregado a su madre a cambio de una cucharada más. Seguían siendo asquerosos, pero de seguro eran mejor que nada.

      Su estómago estaba más o menos compuesto, pero otro detalle llamó su atención. En el muro había pegado un papel blanco con letras negras, muy claras y bien definidas.

      SACAR LAS PIEDRAS DEL CAMPO,

      POR FAVOR.

      “¿Cuál campo?”, pensó Daniel. Salió de la cabaña con un pésimo presentimiento. Un área más o menos del tamaño de una cancha de fútbol había sido delimitada durante la noche con estacas y una cinta roja y blanca. Parecía la escena de un delito; solo faltaba el cadáver. Dio dos pasos más: apoyado en el muro de la barraca, un azadón. ¿Tenía que usar ese utensilio? ¡¿Y esto era el campo?! “Si pillo al bastardo que me puso aquí”, pensó con una sonrisa torcida para sus adentros, “ya no nos estaría faltando el cadáver”.

      –Y el azadón lo uso para enterrar el cuerpo, más que para sacar piedras. –Hablaba solo, despotricaba y amenazaba, pero la única certeza ahí, era su impotencia.

      Además de maldecir y agarrarse con el hombre invisible, ¿qué más podía hacer? ¡No había una cara a la que agarrar a cachetadas y escupos, no había nada que romper y agarrar a patadas en ese lugar de mierda! De todas maneras, una cosa era cierta: nunca en su vida había obedecido a nadie y no lo iba a hacer tampoco esta vez, encima para complacer a alguien que no se dejaba ver y por una cosa sin sentido como sacar piedras de un campo de fútbol.

      Entró nuevamente en la cabaña, miró alrededor y luego, felicitándose por su perspicacia, tomó un trozo de carbón de la estufa y escribió rabiosamente del otro lado del papel:

      TENGO HAMBRE

      Luego se fue a echar sobre el colchón, decidido a no mover un dedo. Pasaba días enteros durmiendo, despertándose solo para comer. No problem.

      Se metió una mano al bolsillo y ahí tuvo la segunda sorpresa desagradable: mientras dormía, el bastardo le había sacado el encendedor y el tabaco. ¿Cómo diablos hizo para no sentirlo? Seguro se estaba enfrentando con un espíritu, como en una película de terror. Se estremeció.

      En ese lugar olvidado, hasta las cosas más absurdas podían ocurrir de verdad. No le gustaba nada tener miedo: por el contrario, era él quien siempre se lo había infundido a los demás.

      Siguió maldiciendo. Y otro poco más. Se sentía impotente y colmado de rabia. Hubiera querido tener a alguien ahí para agarrar a golpes, sacudiendo las manos para descargar los nervios. Como si no bastara, empezaba a hacer frío; se fijó en la estufa y había solo una brasa minúscula aún encendida. Pasó casi una hora intentando revivir el fuego. Salió a recoger más leña y la desparramó en el suelo para que se secara un poco. Al final, el fuego se encendió de nuevo.

      –¡Daniel 1, Bastardo 0! –gritó al cielo esperando que alguien lo escuchara.

      En la puerta de entrada, mientras el sol se ponía, miró a su alrededor para ver si había alguna cosa para masticar. No encontró nada de nada y se fue a dormir furioso. Si hubiese podido, habría trancado la puerta para impedir que el bastardo entrara, pero no había con qué, a no ser que pusiera el colchón atravesado en la puerta, exponiéndose a los chiflones. En el suelo no volvía a dormir. “Muérete”, fue lo último que pensó antes de dormirse.

      A la mañana siguiente, abrió los ojos cuando el sol estaba saliendo: jamás en su vida se había despertado tan temprano. Estaba congelado y se arrastró hasta la estufa para atizar una vez más el fuego. Sentía que le faltaban las fuerzas: tenía que comer cuanto antes. Con la vista vagamente nublada, notó que mientras dormía el papel de la pared había sido sustituido. “Tengo hambre”, había escrito él. Y ahora el papel decía:

      QUIEN NO TRABAJA, NO COME.

      SACAR LAS PIEDRAS DEL CAMPO,

      POR FAVOR.

      Daniel se sintió montar en cólera. Esto era chantaje liso y llano: no se puede obligar a la gente a hacer algo matándola de hambre. Salió a ver si al menos el campo había sido reducido. Quizá, al ver que no podía hacerlo…

      Todo estaba tal cual. Junto al azadón, había una botella de agua y una especie de ensalada roja. Daniel no comía verduras nunca, pero esa mañana no se hizo el regodeón. Sin siquiera lavarla, para no desperdiciar agua y tiempo, se comió media ensalada. Crujía bajo los dientes y era amarguísima, pero al menos era comestible. El bastardo debía tener una pérfida ironía, aprovechándose de su hambre para darle todo lo que más odiaba. Por cierto, se había informado bien sobre él, sobre sus gustos; lo que entre otras cosas quería decir que la próxima vez iba a tocar pescado, la segunda comida que más odiaba después de los garbanzos.

      Tomó el azadón y con desgano se puso a trabajar. La tierra era dura y llena de piedras, por lo que estaba claro que la petición de removerla era una provocación. Siguió adelante con flojera por unos veinte minutos, luego el mango de madera comenzó a dolerle en las manos: le estaban saliendo ampollas del porte de una nuez y no había cubierto ni un metro cuadrado de tierra. Cuando sacaba una piedra, siempre había otra debajo. “Es un trabajo totalmente inútil, no se puede hacer”, se justificó renunciando.

      Dejó pasar inerte el resto de la tarde. Practicó un rato unos disparos con la honda, apuntando a los troncos de los árboles. Recogió otro poco de leña y se terminó ese asco de ensalada. Le costó quedarse dormido, por el hambre y por el rencor; se hacía mala sangre y seguía maldiciendo a su padre y a ese bastardo. De momento no tenía ni idea de cómo salir de ahí, pero de seguro, una vez fuera de esa pesadilla, se la iba a hacer pagar, a cada uno. Los iba a denunciar y hacer meter a la cárcel, como mínimo. Se adormeció con el estómago medio vacío, pero degustando al menos el sabor de aquella vendetta imaginaria.

      A la mañana siguiente cuando se despertó, Daniel se apuró en mirar la pared. El papel no había sido cambiado, ahí seguían las mismas palabras del día anterior. Salió para ver qué le había dejado de comer esta vez el bastardo. Junto al azadón no había nada, ni agua ni comida. Casi se desmaya; lo había dado por sentado. Sin embargo, el mensaje era claro: sin trabajo, no hay comida. Imaginó a su carcelero observándolo a escondidas, muerto de la risa. Masticando la rabia, agarró el azadón y retomó esa empresa sin sentido. Con cada golpe, un garabato. Estaba como embriagado de frustración y trabajó un buen rato, con la cabeza gacha, casi sin sentir el hambre o la fatiga. Con cada golpe se imaginaba estar golpeando al bastardo, que se burlaba de él en complicidad con su padre.

      Luego de varias horas de aquella labor inútil, se sentó en el suelo sin aliento. Observó el montón de piedras que había arrancado del campo y se sorprendió


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