La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


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escuchado antes. No creo que haya una tercera. El cielo no va a esperar más, lo puedo sentir.

      Qué exageración. “¿Por qué no la cortan?”, pensó Magdalena. Su padre le parecía sinceramente demasiado dramático. Y cómo lloriqueaba su mamá… En cualquier momento le daba algo: no podía seguir así.

      Después hubo un momento larguísimo de silencio. Pensó que su mamá se había sentido mal de verdad. O se habían ido todos.

      –Está bien –se oyó de pronto la voz del médico–. Intentémoslo.

      Magdalena se estremeció y se despertó de golpe. Ahora estaba segura de que no había soñado: estaba ciertamente en una cabaña. Se sentía completamente privada de sus fuerzas, pero por lo menos había vuelto en sí. Seguro había estado de verdad en el hospital y revivir esos momentos le había quitado toda la energía. Los sollozos de su madre retumbaban aún en sus oídos. “Intentémoslo”, había dicho el médico. ¿Qué había querido decir? No lograba entender.

      Se miró las manos y estaban pálidas, pero no tenía agujas ni curitas. Se tocó la cara, el cuello, los brazos. Le parecía que sí estaba despierta. Por las tablas de la pared se filtraban una luz y unos sonidos insólitos: como un rumor de hojas y pájaros. Se sentó en la cama y tuvo la desagradable sensación de tener un hoyo negro en lugar de estómago. Además de la estufa, notó, había una fea mesita y una silla. Y sobre la mesita, fuera de lugar como la mujer desnuda en ese cuadro de Manet, sobresalía un plato, con un pastel lleno de crema y chocolate que parecía observarla intensamente. Creyó que alucinaba: era seductor y perfecto, en completo contraste con la miseria y el abandono de aquel lugar. Por un momento pensó incluso en comer un pedazo. En lugar de eso, como hacía a menudo, se dio vuelta para el otro lado, hacia la pared.

      Dio vueltas y vueltas en la cama dura e incómoda durante lo que le pareció una eternidad. Sentía la presencia maligna y opresora de la comida a sus espaldas.

      –¡Ya, bueno ya! –le gritó de pronto al pastel, sentándose en la cama. Lo agarró con la mano y lo devoró en pocos segundos, engulléndolo, masticando apenas–. ¿Estás contenta ahora? –rugió.

      Luego, con fuerzas residuales sacadas quizá de dónde, saltó de la cama, salió de la cabaña, se metió dos dedos a la garganta y vomitó todo.

      Se puso a llorar sobre los peldaños de madera delante de la puerta. Lloró un montón, primero en silencio, después –¿qué le importaba?, no había nadie– a los gritos como una niña chica. Fue una verdadera liberación. Hacía un siglo que quería llorar así y quizá por qué no lo había hecho nunca, se preguntaba ahora. Se sacudía presa de los sollozos y ya no podía parar, pero se sentía indudablemente mejor. Tanto, que estalló en risa. También necesitaba reírse así, sin un motivo y a mandíbula batiente.

      Cuando aquel largo momento de locura terminó, Magdalena quedó como atontada, mirándose los pies y luego a su alrededor. Estaba en un bosque y eso la sorprendió. Debía haber un montón de pájaros ocultos entre las ramas, porque hacían un barullo increíble. Era sorprendentemente bello y relajante. Su vómito, ahí en el suelo, disonaba con toda esa alegría. Se puso de pie y le dio la vuelta a la cabaña, siguiendo el olor intenso que por un momento había golpeado su nariz.

      Había una construcción de madera, larga y estrecha, con el techo tan bajo que Magdalena tuvo que agachar la cabeza cuando quiso entrar. Estaba vacío, pero en el suelo había paja esparcida mezclada con excrementos. “Alguien debería limpiar esto”, pensó con asco.

      Salió de nuevo al aire libre y el sol, por un rato largo, la encegueció. Se protegió con la mano hasta que se volvió a acostumbrar a la luz. No quería estar ahí. Se metió la mano al bolsillo y se dio cuenta de que faltaba la presencia tranquilizadora del celular.

      Volvió a la cabaña a buscarlo, pero no encontró nada. El fuego en la estufa se estaba apagando; en un rincón había un balde fétido abandonado. En general, ahí dentro reinaba una miseria deprimente. “No quiero estar aquí”, pensó una vez más.

      –Debo huir –esta vez en voz alta.

      Salió como poseída, miró alrededor y cayó en cuenta de que en verdad no tenía ni idea de dónde estaba. Todas las direcciones eran iguales. Corrió a la derecha, en dirección del sol, como seguida por una horda de espíritus. Corrió hasta que sus pulmones ya no dieron más, zigzagueando entre los troncos. Se paró a recobrar el aliento, doblada en dos; la vista se le nublaba. Se puso nuevamente en marcha, pero sentía que las fuerzas la abandonaban cada vez más. Su cuerpo, Magdalena lo sabía, necesitaba combustible. Pensaba en el pastel transformado en una baba repulsiva en el suelo y casi se arrepintió de haberlo desperdiciado de esa forma. Sacudió la cabeza para sacarse ese pensamiento: estaba segura de que su voluntad era más fuerte y determinada que su estómago, y que como siempre, iba a lograr dominarlo.

      Caminó obligando a sus piernas a seguir, arrastrando los pies por el suelo y apoyándose en los árboles. Debía mantener el sol delante suyo, se decía, así no perdería el rumbo, desperdiciando energías que no tenía. Cuando reconoció un árbol por el cual ya había pasado, se dio cuenta de que no es fácil orientarse. “Los árboles se parecen entre sí”, se dijo. Este, sin embargo, tenía un tronco extraño. Se acercó a mirarlo; sí, claro que era el mismo de antes, porque en serio parecía tener un rostro. Como en la película de Blanca Nieves, que de chica miraba con el alma en un hilo. Y el árbol la estaba mirando fijo, de una manera que revelaba cuán decepcionado estaba de ella. Parecía ceñudo, enojado, a punto de agarrarla con una de sus ramas.

      Por un momento sintió una especie de miedo, no del árbol, sino de tener que quedarse ahí, sola, por mucho rato. Quien la hubiera llevado a ese lugar, lo había hecho por un motivo. Aunque ella no pudiera entender claramente cuál era.

      Un silbido salió de la boca del árbol, sobresaltándola: por un momento le pareció oírlo pronunciar su nombre. Los bosques eran lugares ambiguos, pensó; bellos y amenazantes a la vez. Y en el silencio los árboles tomaban formas extrañas, casi humanas. Se sacó esa idea estúpida de la cabeza; tenía dieciséis años, desde hacía un rato ya no creía en cuentos. Para sacarse cualquier miedo de encima y demostrarse a sí misma que no había motivo para temer, se dirigió hacia el árbol y metió la mano en el hoyo. “¿Ves?”, se tranquilizó a sí misma, “no hay nada aterrador aquí”.

      Pero algo peludo se movió en el hoyo rozándole la mano y Magdalena la sacó con un grito. El grito resonó por sobre los troncos y algunos pájaros ocultos entre las ramas volaron lejos en un rumor de alas. Magdalena se replegó sobre sí misma, instintivamente, protegiendo su cabeza, como si los pájaros pudieran volar hacia ella y picotearle los ojos. Con el corazón latiéndole como loco, se dijo que tenía que irse cuanto antes.

      Se puso en marcha, pero ahora no podía dejar de pensar en esa cosa que le había rozado la mano. ¿Qué era? Se estremeció de asco. No podía percatarse bien de dónde estaba el sol ahora, había perdido lucidez. Los árboles parecían más altos, muy altos, y el cielo estaba lejos y casi invisible. Mirando hacia lo alto le vino una especie de vértigo. El cuerpo retomó la delantera sobre la voluntad y Magdalena cayó a tierra desmayada.

      Tuvo un sueño.

      Quizá era un sueño. Quizá no.

      Lo que sí, era insólito, extraño, sin embargo, muy real. Estaba tirada en el suelo, esto podía percibirlo; sentía el olor a humedad de la tierra a través de la piel, bajo los dedos. Estaba segura de que habían transcurrido horas desde el inicio de la fuga. Un animal, quizá una ardilla, en un momento se le acercó; Magdalena sintió claramente su nariz estremecerse muy cerca de su mejilla. Esperó que no hubiera sido un ratón. Los ratones le daban demasiado asco. Una sensación de terror la estaba inundando; solo quería escapar de ahí antes de que esa bestia llamara a otras y todas juntas comenzaran a roerle la nariz y los dedos, pero era absolutamente incapaz de moverse. Por fortuna, después, el animal se alejó de su cara; Magdalena percibió las vibraciones en el suelo provocadas por sus saltitos. Después vino un rato largo de nada.

      Un ruido de pasos avecinándose, seguros, sin prisa, reactivaron sus sentidos. Los pasos


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