La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


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fuera capaz de salir del bosque: las niñas iban a hacer fila para ganárselo.

      Luego en la noche dejaba el azadón, iba a lavarse, se ponía la ropa limpia y era como cambiar de piel.

      Cenaba, se perdía desganadamente en algún pensamiento estúpido y acariciaba al gato hasta que los ojos se le cerraban solos.

      EXCLENTE TRABAJO, GRACIAS.

      PLANTAR, POR FAVOR.

      ¿Hacía cuánto estaba el nuevo cartel ahí? Imposible decirlo. Daniel salió de la casa seguido por Minino.

      Detrás de la cabaña encontró una serie de cajas plásticas con plantas. No tenía idea de qué cosa fueran. Había también un dibujo, explicando cómo se hacía este trabajo: tenía que cavar y plantar distanciando las plantas de un palmo y medio. “Me hacen un dibujo porque dan por descontado que soy un imbécil que no sabe hacer un hoyo en la tierra y poner una planta dentro”, pensó.

      A estas alturas, se sorprendió, ya se le hacía natural seguir las ordenes sin preguntar ni el cómo ni el porqué. Tanto más porque no había nadie ahí a quien hacer preguntas ni con quien pelear. No sabía cómo volver a su casa, y en cualquier caso era evidente que a nadie le importaba él: ¿a qué iba a volver? Estar ahí o en cualquier lado era lo mismo, después de todo, con la diferencia de que donde se encontraba ahora, paradójicamente, era menos agotador que su casa, con el colegio, las peleas con sus viejos y el trabajo de mantener alta la reputación en el grupo de amigos y entre los extraños. La vida era una larga y extenuante guerra y cada día había que sostener muchas batallas. En cambio, en el bosque, Daniel sentía una especie de tregua y concordó consigo mismo que cada tanto era necesario hacer una pausa.

      Le tiró un pedazo de hígado a Minino, que lo devoró de esa forma suya tan graciosa y después fue a agradecerle, restregándose contra sus zapatos embarrados. Daniel miró el que estaba roto, que actualmente se mantenía cerrado con un pedazo de madera y cuerda que había encontrado en la cabaña. Estaba muy orgulloso de esa reparación. Minino se limpió las patas con la lengua y lo miró agradecido. Daniel sonrió: era un gato educado.

      –Bien, Minino.

      –Miau –respondió el otro.

      –De nada.

      Magdalena

      Entreabrió los ojos, echó un vistazo al cielo raso y los volvió a cerrar. Se dijo que probablemente estaba todavía soñando. Se concentró en los ruidos y no sintió lo que se hubiera esperado. Abrió de nuevo los ojos para verificar. Sí, lo que tenía sobre la cabeza era decididamente un horrible cielo de tablas de madera. Insólito. Con dificultad se sentó y miró a su alrededor con el ceño fruncido; la única señal de vida era una estufa encendida que calentaba esa pieza demasiado chica, y nada más. Se tumbó de nuevo, distendida, con la frente arrugada por el esfuerzo de recordar cómo había ido a terminar ahí. Recolectó en su memoria los últimos recuerdos que tenía.

      Como cada jueves les había dicho a sus padres que se iba a dormir donde Elisa; en lugar de eso, habían ido donde siempre a bailar hasta las cuatro de la mañana y luego habían tomado la micro hacia el centro. Ahí vagaron por dos horas en el frío, esperando a que abriera algún café para tomar desayuno. Después, estaba segura de haber llegado al colegio: se acordaba perfectamente del comentario de la profe de inglés, que le había dicho que tenía un aspecto terrible. Y de la mirada de desaprobación de sus compañeras de curso. Después, nada más. De lo que sucedió luego no tenía memoria. ¿Entonces por qué se sorprendía de encontrar sobre su cabeza un techo de madera? ¿Qué tenía que haber visto, dónde tenía que estar? De momento memoria y cerebro estaban desconectados. Cerró los ojos una vez más, esforzándose por encontrar otros detalles. Recordaba, pero como en un sueño, el olor y el calor del hospital, y con casi absoluta certeza el bip de las máquinas cerca de ella. Tenía que haber estado ahí, hospitalizada, pero ¿cuándo y por cuánto tiempo? ¿Qué día era y cuántos habían pasado desde el viernes?

      Cayó de nuevo en una suerte de duermevela. No soñó nada. Solo sentía, como adherida, la oscura sensación de que algo no andaba bien en su cuerpo. Le parecía estar en un viaje al interior de sus venas; percibía, como si estuviera en su interior, ruidos singulares de fluidos en movimiento, tubos digestivos, vísceras que se contorsionaban como serpientes. Debían ser los restos de la pastilla que se había tirado en el local, junto con algún vaso de más. La sensación era la misma, conocida y desagradable, de no pertenecerse más, junto con la imposibilidad de poner un fin a todo esto. Con los sentidos potenciados, le parecía que la realidad, revuelta y distorsionada, le bombardeaba los sesos. La cabeza le daba vueltas sin parar, incapaz de elaborar ni comprender. El corazón se le aceleraba fuera de control. Parecía que iba a explotar. Negro.

      Se despertó cubierta de sudor frío. A través de la niebla que le cubría los ojos, vio de nuevo el techo de madera. Entonces no lo había soñado: esta era la realidad. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué le habían hecho? Le dieron ganas de llorar. Le faltaba el aliento y su cuerpo no le respondía; parecía hecho de piedra. No tenía voz en su garganta para llamar, ni un poco de fuerza para levantarse de esa cama horrible e irse. ¿Pero llamar a quién? ¿Y para ir adónde?

      No lograba pensar, estaba agotada, consumida desde dentro. Se adormeció de nuevo y en el duermevela tuvo una especie de sueño, o un nuevo recuerdo que afloraba, finalmente, para dar luz sobre el presente. Estaba de vuelta en el hospital, despierta en la cama; pero tenía los ojos cerrados, porque no quería que nadie se diera cuenta de que estaba escuchando. Tenía terror de las preguntas, que antes o después de seguro llegarían. Los grandes querían saber siempre todo y, por lo general, era ese tipo de “todo” que no podía decirse porque ellos lo consideraban equivocado. No era la mejor mintiendo, por lo menos sobre ciertas cosas y en ciertas situaciones. Le salía súper bien decirle a su madre que se iba a estudiar a la biblioteca y en lugar de eso pasar la tarde en la cama de su pololo; pero, si las cosas se ponían feas, como por ejemplo ahora que estaba débil bajo las sábanas ásperas del hospital, no podía mirar a su padre a la cara y negar que se había tomado una pastilla.

      Ahora también se sentía mal, porque escuchaba a alguien llorar y, aunque no la veía, reconocía el llanto de su madre. Detrás del rincón, ahí donde debía estar la puerta de la pieza, unas personas hablaban. Una era precisamente su madre, que lloraba y punto. Magdalena podía percibir su desesperación en los sollozos sofocados por el pañuelo. El que hablaba era un hombre, probablemente un médico. Tenía una linda voz, joven, pero el tono era muy serio y decididamente le molestaba.

      –¿Están seguros? –preguntó el desconocido en su modo grave.

      –La profesora Esperanza nos ha explicado todo –dijo la voz de su padre.

      Esperanza era su profe de italiano. Magdalena se preguntaba a menudo cómo lo hacía, ella que parecía inteligente, para trabajar por años en esa especie de college exclusivo, donde iban los hijitos de papi con su hermoso futuro ya entero planificado. ¿Pero qué podría haberles dicho Esperanza a sus padres? Sus notas, a pesar de su escaso empeño, eran siempre altas, porque la profe apreciaba una cosa que en el colegio miraban en menos: el sentido crítico. “Magdalena sabe pensar”, decía en las reuniones de apoderados. Aunque ella lo consideraba más un defecto que una virtud. Los que no pensaban, como sus compañeros, parecían vivir mucho mejor. Era una persona gentil, Esperanza, al menos en apariencia, y comprensiva; resultaba hasta simpática, en ocasiones, pero de todas formas era una adulta, y como tal, aliada de sus padres, no suya. Magdalena no se fiaba. ¿Y qué tenía que ver la profe con el médico? ¿De qué estaban hablando? No lograba captar el nexo.

      –Tienen que saber que una vez que se da inicio, no se puede volver atrás –agregó lapidaria la voz.

      –Sí, lo sabemos.

      Esta vez la voz de su padre sonó extraña, como si le costara mantener a raya la emoción. Los sollozos de su madre aumentaron en intensidad. Magdalena sentía vergüenza ajena. Después de todo, su hija estaba viva, ¿qué razón había para chillar de esa forma? ¿Por qué su padre no


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