La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


Скачать книгу
quien nunca hubiera experimentado lo que sentía Magdalena frente a la comida, esa orden podía parecer simple; pero no para ella. Ahora, sin embargo, era el hombre misterioso el que le pedía que comiera; él quería que comiera. Lo haría por él, por el desconocido que cuidaba de ella.

      Fue a sentarse a la mesa y tomó el pan con circunspección, como si fuese un objeto desconocido que pudiera explotar de un momento a otro. No le cabía en las manos de lo alto que era, y de seguro que no le entraba en la boca. Lo observó por todos lados y le pareció que el pan la miraba a ella. Comenzó a roerlo lentamente, un poco a la vez, de a pequeños mordiscos. El pan estaba fresco y crujía exquisitamente entre los dedos y bajo los dientes; el queso tenía un olor tan invitante que le llenaba la nariz; el placer se propagó por ondas sucesivas por todo su cuerpo. Comió con los ojos cerrados, saboreando cada mordisco con la boca y la nariz, tomándose un montón de tiempo. ¿Qué apuro había? No tenía nada más que hacer y pretendía hacer que su benefactor se sintiera contento de ella. Además, tenía una especie de hambre acumulada y tenía entre los dedos el mejor pan del universo. “Hace una vida que no como de verdad”, se dio cuenta.

      Al terminar la comida, Magdalena se quedó un rato escuchando su estómago. De a poco lo había desacostumbrado a las grandes cantidades y esperaba oírlo revolverse adentro, para luego devolver todo el contenido. En cambio, cada cosa permaneció en donde estaba, como si lo que hubiera necesitado todo ese tiempo fuese aquel desmesurado pan con queso. Más tranquila, se puso de pie y salió al aire libre. Respiró el aire fresco y limpio, impregnado de bosque, y pensó que también el aire podía ser bueno o malo: en su casa siempre olía a encierro, el del colegio tenía un olor muy propio, indescriptible, de mucha gente apiñada. El de la calle olía a nubes tóxicas, fierro mojado y desagüe. Pero ahí, en medio de la nada… este debía ser el olor original del aire. Ni siquiera la nota punzante que provenía del establo desentonaba con el resto.

      Se puso a pasear; esperaba ardientemente que el hombre misterioso le encontrara algo que hacer o, mejor todavía, se dejara ver. Hubiera sido hermoso vivir ahí, los dos solos. Era reconfortante saber que había alguien que la cuidaba de esa forma. Su mente, por otro lado, corrió hacia el mundo de fuera de ahí. Esta vez Magdalena no buscó detenerla.

      Repasó los rostros de los que frecuentaba y sintió su corazón ponerse triste y gélido. Con sus compañeros no había tenido nunca nada en común, y no podría haber sido distinto. En el curso no había hecho amistad con nadie; se sentía siempre juzgada por ellos y a su vez, ella los juzgaba implacablemente de pobres idiotas. Solo pensaban en estudiar y planificar la vida de los siglos a venir y no sabían divertirse. Después estaba Elisa, con quien compartía el shopping y la disco, pero sacando eso, entre ellas no quedaba nada. Y después estaban Lucas, Rex, Chago... Se le cerró el estómago. Ellos eran siempre gentiles, pero era probablemente porque querían de ella esa cosa… Con ese pensamiento, que había incubado dentro de sí por años sin jamás darle realmente espacio, Magdalena se desplomó en el suelo entre lágrimas. Había mentido a sus padres tantas veces, y también a sí misma. Se había desperdiciado haciendo callar esa parte de sí que trataba de rebelarse, diciendo que la felicidad era otra cosa. ¿Cuándo había empezado todo este enredo?

      Lloró largamente, sin conseguir parar. Pensaba en las veces que había terminado en el hospital y en los rostros lívidos de sus padres. Y en ese video que habían compartido a sus espaldas, solo para burlarse: cuando se había visto, no se había reconocido y se había asustado, de verse humillada de esa forma. Sin embargo, se había reído para ocultar que el ver a esa otra Magdalena, que ella no recordaba ni conocía, la hacía horrorizarse. Las lágrimas ya no querían parar de salir, junto con los feos recuerdos de las experiencias que la habían llevado a ser lo que era ahora. Gemía: quería quererse bien, quería tratarse bien, porque la vida que había elegido los últimos dos años, ahora lo entendía, casi la había matado.

      Solo cuando comenzó a caer la noche le pareció que se le terminaban las lágrimas. Estaba rendida y con la cara hinchada y entró en la cabaña para lavarse.

      Se sobresaltó: sobre la mesa, en una esquina había un plato de estofado y al centro, un cuaderno azul con una pluma. Magdalena corrió a la puerta: quería ver al desconocido a cualquier costo.

      No había nadie.

      –¡Oye! ¿Dónde estás? –gritó dándose valor, con la voz ronca de tanto llorar.

      Le respondió solo un grupo de pájaros que volaron desde los árboles más cercanos. Volvió a entrar y se sentó a la mesa. Leyó de nuevo el cartel.

      COMER, POR FAVOR.

      Nunca le había gustado la carne y ya con el queso había hecho una excepción. Con la punta del tenedor tocó un pedazo; tenía cara de estar blanda, y sin que ella pudiera evitarlo, la saliva se le juntó en la boca. Se sonrió de esa reacción y dejó el tenedor.

      “En un momento”, se dijo. Antes tenía otra cosa que hacer.

      Abrió el cuaderno y miró las páginas de un blanco resplandeciente. Se pasó el brazo sobre los ojos, que sentía hinchados y con las pestañas pegadas por las lágrimas. Le sacó la tapa a la pluma y comenzó.

      Yo sé cuándo empezó todo. Sé cuál es el primer paso que di, la primera mentira verdadera que me ha traído aquí. La culpa es solo mía. Sola y exclusivamente mía. No puedo culpar a nadie más.

      Tenía trece años y hacía de todo por parecer mayor. Marco era mi entrenador de gimnasia rítmica. Él tenía veinticinco. A mí me parecía increíble que un cabro grande y lindo como él estuviera interesado en mí. Mis compañeras habrían dado quizá qué por estar en mi lugar. Pero él me quería a mí. Me lo había dicho: “Te quiero Magdalena”. Así mismo. “Te quiero”, mirándome a los ojos de un modo que no dejaba escapatoria.

      Magdalena se estremeció con el recuerdo de esa tarde en que él, al final del entrenamiento, la había esperado en la puerta cuando las demás ya se habían ido, y con el aliento en su cuello le había susurrado esas palabras al oído. Después la había mirado de esa forma penetrante que tenía, en espera de una respuesta que, por cierto, ya conocía. Ella había tragado saliva intimidada y había asentido con la cabeza. Y entonces él había sonreído, hermoso. Magdalena hubiera dado cualquier cosa por olvidar ese momento que, por el contrario, se le presentaba perfecta y nítidamente delante de los ojos, aún ahora, y que se le había repetido como una pesadilla por meses, después de haber acontecido. Junto con todo el resto. Su mano temblorosa apretó la pluma.

      Él había organizado todo; yo solo tenía que decirles una chiva a mis papás. Lo hice sin pensarlo demasiado: dije que tenía un paseo de gimnasia con quedarse a dormir y resultó. Después del entrenamiento, me quedé dando vueltas sola por un rato. Me sentía grande y libre. Incluso entré en un local y sin saber bien por qué pedí un café. Yo, que me carga el café por lo demás. El garzón me miró de arriba abajo (“Eres más del tipo leche con chocolate”, decía su cara) y todavía tengo grabada en la mente la ridiculez de mi mochila rosada, con algunas cosas sueltas dentro y encima la cara de Hello Kitty. Con el corazón estremecido, al final tomé la micro y después de veinte minutos me bajé delante del hotel que él me había indicado. Cuando pienso en lo emocionada que estaba… ¡qué idiota! Sabía perfectamente lo que él quería de mí y creía que yo también lo quería.

      Конец ознакомительного фрагмента.

      Текст предоставлен ООО «ЛитРес».

      Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.

      Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или


Скачать книгу