La Red. Sara Allegrini
absurdo, pero le pasó por la mente que había incluso algo bello en estar ahí, mirando el fuego, masticando un pan fresco, vestido con ropa limpia, y el cuerpo, molido por el cansancio, que finalmente reposaba. No era una vida que pudiera llevarse para siempre, pero, se dijo, él nunca había sido de los que hacen planes para el futuro. Que durara lo que tenía que durar. No lograba irse de ahí, pero al final, después de todo, lo importante era tener algo decente que echarse a la boca, porque el hambre era la peor cosa que había probado hasta ese momento.
Se tumbó sobre la cama y durmió profundamente como no recordaba haberlo hecho en su vida.
Durante otra semana siguió sacando piedras de la mañana a la noche, comiendo garbanzos insípidos y tibios dos veces al día y haciendo en un balde. Había vuelto a intentar atrapar in fraganti al hombre misterioso, pero no lo había logrado y ya ni siquiera le importaba, después de todo. Echaba de menos los cigarros y la presencia reconfortante del celular, pero después de los primeros días de abstinencia, casi lo encontraba razonable. Más que nada, ¿cómo hacían lo suyos para estar tanto tiempo sin saber nada de él, si realmente lo querían tanto como decían? ¿Y sus amigos? ¿El Chepa no sospechaba nada, sin verlo ni oír de él en días? Quizá ya lo había reemplazado. Quizá qué diablos estaba sucediendo afuera de ese bosque. De contarlo, nadie habría creído su historia: “mi viejo me abandonó en un bosque, dormí dos noches afuera, después encontré una cabaña y saqué piedras de la tierra por semanas, comiendo cosas que salían de la nada y meando en un balde”.
Era la cosa más estúpida que alguien pudiera oír.
Cuando el terreno estuvo por completo vacío de piedras, apareció un nuevo cartel.
GRACIAS, ÓPTIMA LABOR.
ARAR EL TERRENO, POR FAVOR.
Daniel no tenía idea de qué cosa quería decir la palabra “arar”, pero más que nada lo sorprendió la primera frase. En diecisiete años, nadie le había dicho que había hecho una óptima labor. Se sintió satisfecho consigo mismo, aunque no supiera quién era el desconocido que le asignaba esas estúpidas tareas ni cuál era su finalidad. Para él era un trabajo sin sentido: equivalente a estudiar historia o gramática. La geografía no, se había medio convencido; por experiencia había entendido que esa, por lo menos, de algo servía. “Y, además, ¿qué me puede importar lo que dice alguien que ni conozco?”, se repetía. Por eso, le mandó todas las desgracias posibles, lo apostrofó con las peores palabras que conocía y finalmente le auguró la muerte más dolorosa. Era una cuestión de orgullo: no podía admitir ni siquiera por un segundo que sí le importaba un poco su opinión; que leyendo aquellas palabras había sentido una especie de placer.
Con el pasar de los días, la comida también cambió. Con frecuencia, junto a la estufa había pescado, como previsto. Pero no era para nada como el que ponía en la mesa su madre. No tenía forma de bastoncito. Este era pescado-pescado, casi vivo, digamos, o apenas muerto, que al final es lo mismo. La primera vez, estremeciéndose de asco, había tratado de cocerlo sobre la estufa así tal cual, tocándolo lo menos posible. Era desagradable: los interiores eran amargos y habían vuelto incomible todo el resto. Entonces, por necesidad, se había armado de valor: con una piedra afilada, le había abierto el vientre y lo había vaciado por completo. Una operación vomitiva, pero esa vez por lo menos el resultado había sido comestible, aunque el pescado seguía sin gustarle y seguía siendo demasiado hediondo, en la boca y en los dedos.
No tenía idea de qué podía significar “arar”, pero no tenía intención alguna de preguntar. Preguntar era admitir que necesitaba ayuda, y eso, ni hablar: una cosa era aceptar trabajar para poder sobrevivir y comer, otra era someterse a preguntar. “Solo los débiles preguntan”, se dijo; “los fuertes toman sin preguntar”. Entonces se puso a reflexionar y al final juntó dos más dos: había despejado un rectángulo de tierra de piedras y no había recibido otras herramientas además del azadón. No podía ser cierto, pero al parecer el tipo tenía la intención de hacerse un huerto privado en el bosque, en esa miseria de tierra. Hay gente bien rara. Tomó el azadón y se puso a asesinar el terreno, rompiéndolo y revolviendo el suelo. Era un buen modo de evitar asfixiarse con la rabia que a ratos lo devoraba por dentro.
“Me parece que he acertado”, se dijo envalentonado después de algunos días: el desconocido evidentemente no había encontrado nada que decir y había seguido proveyéndolo de comida, incluso un poco más abundante que de costumbre.
¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Había perdido la cuenta hacía rato. ¿Entonces qué sentido tenía seguir preguntándoselo? Estaba claro que nadie vendría a buscarlo. Al menos no por el momento. Parecía que todos se habían olvidado de él. A veces la soledad se volvía insostenible, sobre todo por la noche, cuando se sentía sobrepasado por el silencio misterioso del bosque y se sentía la última persona sobre la tierra. Una mañana, sin embargo, sucedió algo hermoso. Una criatura vino a llenar su soledad.
Sobre el techo de su refugio, andaba un gato. No era un animal bonito: le faltaba un ojo, tenía una oreja hecha pedazos y el pelaje rojo y ralo. Era probablemente el gato más feo y pulgoso del universo.
–Minino… –lo llamó despacio, por miedo a que se escapara.
Pero no huyó y Daniel logró incluso acariciarlo. El calor del pelaje bajo los dedos y el movimiento de los huesitos le dieron una sensación extraña, que nunca había experimentado. Nunca había tenido un animal doméstico; en realidad, nunca lo deseó siquiera. Habría tenido que ocuparse de él y no hubiera tenido tiempo, con todo lo que tenía que hacer. Pero en la vastedad infinita y silenciosa de ese lugar, ese gato le pareció lo más bello que podría haberle pasado y lo hizo sentir menos solo. Al final, le puso Minino; nunca tuvo mucha imaginación.
Minino era un buen amigo; lo miraba trabajar, pero no con la expresión altanera que tienen de costumbre los gatos. Daniel sentía que entendía su fatiga. Lo acompañaba mientras él comía y se restregaba para recibir su parte. Aunque era feo y medio pelado, era muy preocupado por la higiene y se lamía con cuidado hasta excesivo las patas y se arreglaba las orejas. Lo ponía de buen humor, ese despojo de gato. Cierto, nunca lo habrían elegido para hacer el comercial de croquetas, pensaba riéndose Daniel, pero para él era el bicho más lindo del mundo. Lo hacía reír y, a su manera, sentirse amado, como solo puede hacerlo un animal que te considera su amo. Sin embargo, Minino era una bestia independiente; a Daniel le parecía el animal perfecto para él. De un modo imposible y misterioso, se parecían.
Le hizo cariño en la cabeza con la mano áspera y el gato cerró los ojos y lo siguió restregándosele. En la cama, esa noche, fue a acurrucarse sobre su vientre y Daniel se durmió observándolo subir y bajar con su respiración.
En arar la cancha de fútbol, como la llamaba él, se demoró probablemente un siglo. Sin embargo, su cuerpo había agarrado el ritmo del sol: abría los ojos apenas el cielo estaba claro, con calma se daba una lavada y se calentaba la leche en una taza de metal, una placentera novedad que había sido agregada cuando comenzó a arar. Cruzaba dos palabras con Minino y después salía a trabajar. Proseguía con la cabeza gacha hasta que el sol ya no le llegaba directo sobre la cabeza, entonces paraba, porque sabía que debía haber aparecido el almuerzo. Seguía sin entender cómo lo hacía el desconocido para no dejarse ver nunca, pero había dejado de intentar atraparlo, porque las dos o tres veces que lo intentó, se había quedado sin comer. Al final, se decía, ¿qué le importaba verle o no la cara?
Después de almuerzo se concedía una pausa, tumbado sobre el colchón o jugando con Minino. El bosque empezaba a hacérsele familiar, a pesar de estar lejos de gustarle. Tenía la impresión de que escondía algo amenazante, aunque en el día lograba ser casi bello, con sus colores y los pájaros que revoloteaban sobre su cabeza. Había dejado la honda colgada en el clavo: había concluido que, aun si lograba darle a alguno, después no habría tenido el valor de desplumarlo ni de cocinarlo. Ya era duro con los pescados; con los pajaritos hubiera sido aún peor.
En la tarde retomaba el arado, pero con menos ímpetu; su cuerpo ya estaba cansado. Cuando el cielo empezaba a ponerse rosado y naranjo, Daniel empezaba a sentirse ligero, pero seguía otro poco, porque había hecho una especie de desafío consigo mismo: cada día llevaba un poco