La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


Скачать книгу
par de manos robustas y seguras. ¿Cómo lo hacía, quien quiera que fuera, para poder levantarla, con lo pesada que era?

      Debía ser casi de noche, porque a través de sus párpados cerrados no se filtraba luz. No abrió los ojos, porque no podía; además, era una sensación placentera, sentirse llevada de esa forma, como suspendida en el aire, pero a salvo. El desconocido que la llevaba de manera tan firme olía bien y emanaba calor. Debía ser bello, además de fuerte, imaginó, aún no queriendo mirar. Solo sabía que en su cuerpo no había ni un gramo de energía que invertir en abrir los ojos. Se dejó acunar por todo el tiempo que duró. Casi dormía, agotada, segura como en brazos de la mamá cuando era chica. El desconocido debía ser muy fuerte, para lograr caminar todo ese rato con ella en brazos. Sentía en su rostro el calor de su respiración, que comenzaba a hacerse ligeramente sofocada. Por el cambio de los sonidos que llegaban a sus oídos, comprendió que habían llegado a algún lugar cerrado. Sintió unos brazos que la acomodaban sobre la cama. Solo entonces, mediante un increíble esfuerzo de su voluntad, obligó a sus párpados a abrirse.

      Estaba oscuro. En la oscuridad intuyó una silueta. Un rostro blanco por sobre ella, que la miraba sin expresión. No tuvo miedo ni por un instante. El hombre se quedó todavía un rato junto a la cama, con los brazos a los lados de su cuerpo y el aliento recobrando un ritmo regular. Magdalena cerró los ojos lo que dura un pestañeo y al abrirlos nuevamente, él ya no estaba. Si había estado verdaderamente ahí, ahora se había ido, sin el más mínimo ruido.

      Al día siguiente, Magdalena se despertó trastornada. Por un momento tuvo miedo de habérselo imaginado todo: la carrera en el bosque, la criatura peluda e invisible en el hoyo, los pájaros que querían comerle los ojos, el desmayo y el tipo que la trajo de vuelta en sus brazos. Cuando abrió los ojos, tuvo la sensación de un déja vu: estaba sobre la cama, en la cabaña de techo bajo de madera, y el pastel con crema y chocolate estaba de nuevo sobre el plato, mirándola inmóvil. Por mucho que Magdalena se esforzaba, no lograba poner en orden los hechos ni distinguir el sueño de la realidad. Y era exactamente eso lo que necesitaba. Para convencerse de que el día anterior había sucedido lo que había sucedido, salió de la cabaña. Se tranquilizó: su vómito, ahora seco, estaba todavía ahí. Algo de verdad había, entonces.

      Miró a su alrededor en busca del hombre misterioso, aunque estaba segura, sin saber por qué, de que no iba a volver a dejarse ver. Pensar en él le aceleró el corazón. No recordaba su olor, pero sabía que era bueno. No lo había visto bien, pero estaba segura de que era hermoso. La cuidaba y eso le daba una emoción. Le dejaba comida y, aunque no se dejara ver, la observaba desde no muy lejos. Asaltó el pastel. Estaba rico, indudablemente, pero no lo soportaba. Lo dejó después del segundo mordisco, apenas sintió la náusea. Muy dulce. Muy grande como para terminarlo.

      El resto del día fue interminable. No tener nada que hacer era lo peor que podía pasarle: en estos momentos de pausa forzada corría el riesgo de que su mente comenzara a vagar peligrosamente. Los pensamientos salían de los rincones oscuros en los que los había relegado y la asaltaban desde todos lados. Por eso le gustaba la música a todo volumen, el caos de las discos, los días que pasaba hablando de nada con los amigos o flirteando con los cabros. Todo con tal de no pensar. ¿Pero qué se podía hacer en un lugar donde no había nada? Le dio una vuelta a la cabaña y sus ojos se posaron sobre el establo. Había un rastrillo y una escoba apoyados en el marco de la puertecita. Ok, como idea no era lo máximo, se dijo, pero la alternativa de quedarse sola con sus pensamientos era peor que la de ponerse a recoger caca. Sin pensarlo mucho, se amarró el pelo en un tomate, se puso la capucha del polerón, agarró los utensilios y entró.

      El establo estaba oscuro, pero por los sutiles recuadros de luz que se dibujaban en la pared del fondo, Magdalena intuyó que tenía ventanas. Fue rápidamente a abrirlas para que entrara algo de aire fresco. Luego, con paciencia y como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, empezó a rastrillar hacia un lado la paja sucia y el estiércol. No paró hasta ver aparecer la tierra. Lentamente, dedicando todo el tiempo necesario, arregló ese espacio abandonado. Su cabeza, se sorprendió, no pensaba en nada: el experimento había funcionado. De tanto en tanto canturreaba alguna melodía de cuando era chica, que quizá cómo le volvía a la cabeza. Sin experimentar el asco que se hubiera esperado, puso el estiércol dentro del balde que había encontrado en un rincón; luego lo llevó afuera del establo, vaciando el contenido en un único montón.

      Quizá qué habrían pensado sus “amigos” aristócratas del colegio o sus compañeros de carrete viéndola trabajar de esa forma entre un montón de caca de animal… se habrían reído de ella, todos. Pero lo hermoso fue descubrir que en ese momento no le importaba nada. Que pensaran lo que quisieran. Hacía un montón de tiempo que no se sentía así. Relajada y casi ligera.

      Cuando volvió a entrar en la cabaña, encontró un balde de agua limpia; se emocionó al pensar que el desconocido había estado de nuevo tan cerca: se le hacía como que estaban jugando una especie de excitante escondida. Se restregó bien la cara y las manos. La suciedad se había impregnado en sus dedos. A pesar del esfuerzo, no logró sacarse el olor a establo del pelo y la tierra de debajo de las uñas, de las cuales el esmalte se había descascarado casi completamente. No había espejo, pero no lo necesitaba para saber que tenía un aspecto horrible. Dejó intacto el plato de fideos que había encontrado junto al agua que el desconocido le había traído. No había comido fideos en años.

      Por la tarde se concedió un paseo y terminó de arreglar el establo. Cuando volvió a la cabaña la esperaba una sorpresa: los fideos habían desaparecido, pero sobre la estufa habían puesto a asar un choclo. Dónde fueron a encontrarlo en esta época del año, era un misterio. Y sobre todo, ¿cómo había hecho el desconocido para saber que ella adoraba el choclo? La pieza estaba saturada del olor delicioso del maíz.

      Se sentó con las piernas cruzadas delante de la estufa y tomó el choclo quemándose los dedos. Tomándolo con el polerón, se lo acercó al rostro y se llenó la nariz de su perfume cálido. Despegó el primer grano y lo saboreó lentamente, haciéndolo girar en su boca. Lo aplastó con la lengua contra el paladar y el sabor le estalló en el cerebro trayendo consigo el recuerdo de veranos enteros de piqueros y asados nocturnos. La última vez que se había comido un choclo había sido con su familia, en la playa, bajo un cielo estrellado. Lo recordaba perfectamente: tenía doce años. Se sacudió ese pensamiento que se había colado en su cabeza, pero no logró contener la lágrima que había liberado. Picoteó uno a uno los granos de la mazorca, comiéndola así, lentamente, hasta que se acabaron. Después se fue a la cama con un peso extraño en el corazón.

      Cuando Magdalena abrió los ojos, a la mañana siguiente, se sentía extrañamente bien. Un pensamiento se había abierto camino durante la noche, ayudado por el rico sabor del choclo, y ella lo había encontrado allí al despertar y no se lo había sacudido, porque era un pensamiento lindo. Tenía la sensación de que un nudo en alguna parte dentro suyo se había soltado. No sabía quién la había traído aquí ni por qué motivo, sin embargo, esta era sin duda una ocasión única, que alguien había querido darle y que no se iba a repetir. Exactamente aquello que deseaba desde hacía tiempo, aunque no se hubiera dado cuenta hasta esa mañana. Salir del personaje que representaba desde hacía mucho y en el que ya no se hallaba, e iniciar un nuevo libreto, con otros vestuarios, escenografías y personajes. Estaba cansada de mentir, de simular ser otra, de reír cuando las cosas no eran en realidad tan divertidas y de tener siempre que elevar un poco más la vara del límite para liberarse del aburrimiento. Quizá no era capaz de cambiar, o quizá para hacerlo solo tenía que enfrentar un día a la vez, como los granos del choclo que había comido la noche anterior, saboreándolos de a uno.

      Se dio vuelta y en la estufa crepitaba un fueguito alegre; el hombre misterioso debía haberlo reavivado para ella, y pensar que él había estado ahí mientras dormía la emocionó de nuevo. Con la estufa prendida la pieza ya parecía menos escuálida. Magdalena tuvo la absurda impresión de que la boca de la estufa le estaba sonriendo. No se resistió y le devolvió la sonrisa.

      No tenía ni un poco de ganas de levantarse. Era una sensación placentera estar calentita, con el cuerpo relajado y sin tener nada que hacer, sin estar obligada a llenar el silencio. Se esforzó por recordar el rostro del hombre, pero se le apareció vago como en un sueño.


Скачать книгу