La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


Скачать книгу
arrastró hasta la cabaña con la intención de dormir dos días de corrido: no había trabajado tanto en toda su vida. En el suelo, junto a la estufa, estaba la conocida lata de garbanzos, con la botella de agua, siempre insuficiente, y un pedazo de pan viejo. Al lado, un balde con agua y un overol azul. Le sorprendía, más que nada, que el hombre se hubiera acercado tanto a él sin hacerse escuchar o ver de forma alguna. ¿Cómo lo hizo para transportar ese balde sin dejar rastro de su paso? Dejó en un rincón la ropa sucia, se lavó las manos, la cara y el cuerpo, secándose, tiritando, al calor tibio de la estufa. Sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo, consumió aquella cena frugal, que pocos días antes hubiera lanzado a la cara a quien se la hubiera ofrecido. Mojaba el pan en el agua de los garbanzos, para no romperse un diente y darle algo de sabor. Estaba malísimo, pero no se dejaría doblegar por la situación. Aunque afuera todavía había luz, decidió que por ese día había trabajado suficiente. Se sentía como un estropajo y no tardó más de tres segundos en dormirse.

      Esa noche, su seguridad empezó a vacilar. Desde la tarde había comenzado a sentirse extraño. Había comido poco y mal y se había deslomado decididamente mucho. Además, todo ese sudor que se le había enfriado encima y el haberse sacado la hediondez con esa agua fría, delante de una estufa medio apagada… Se sentía afiebrado. Al principio fue un leve malestar, la cabeza pesada, las piernas débiles. Luego empezó a tiritar y a castañetear los dientes. No era médico y no tenía un termómetro, pero no necesitaba ni uno ni otro para saber que la cabeza le iba a explotar y que tenía la frente hirviendo. “La última vez que estuve enfermo estaba en la básica”, pensó. Se había agarrado un virus y hasta se había desmayado en el baño. Su madre lo había atendido como a un príncipe oriental, hasta le había dado de comer y él la había agarrado a garabatos, primero porque no se sentía bien, y después porque se había mejorado y sus atenciones le crispaban los nervios. Sí, su madre era decididamente demasiado pegote. Pero en ese momento habría querido tenerla ahí, porque se sentía pésimo y tenía terror de desmayarse, quedar tirado en el piso frío y morir congelado sin que nadie lo supiera. Ahí no había remedios y seguro que el bastardo ni siquiera se había dado cuenta de que estaba enfermo.

      Aunque estaba al borde de sus fuerzas, se obligó a salir a buscar leña para la estufa. Luego, tuvo que ceder entrar el balde del pipí: no iba a poder salir como lo había hecho los otros días. Cuando sintió que estaba a punto de desmayarse, cerró la puerta y se tiró en el colchón con la chaqueta y los zapatos puestos. La frazada no le bastaba para mantenerse caliente.

      Se despertó en medio de la noche gritando por una pesadilla. Había hecho un hoyo enorme con el azadón y había terminado dentro, después la tierra había comenzado a desmoronarse sobre él, y él gritaba, pero no había nadie que pudiera escucharlo. Entonces la tierra había empezado a entrarle en la boca y él había sentido que se ahogaba. Con esa sensación, de no tener más aire y de estar sepultado, se encontró sentado sobre el colchón. Abrió y cerró los ojos y esperó a que la pieza dejara de girar: el fuego en la estufa había sido atizado y en el suelo había una caja de metal, junto a una cuchara y una pastilla redonda. La pastilla resaltaba sobre el negro del suelo como un botón. Daniel estiró la mano y vio que temblaba. Luego tomó el contenedor de metal, que estaba caliente. Se calentó las manos gélidas sobre él; se sacó los zapatos y se calentó también los pies. Luego sacó la tapa y un olor a hospital le invadió la nariz. Sopa de fideos. Sin embargo, le pareció que era la cosa más deseable y buena en aquel momento. Se la tomó, lentamente, con dificultad, todavía con la sensación de tener un saco de tierra en la garganta. El caldo le alivió el estómago y lo relajó. Con el concho del caldo se tomó la pastilla. “No creas que te voy a dar las gracias”, le dijo mentalmente al bastardo: “es tu culpa que esté así”. Se echó de nuevo a dormir sin lograr controlar los tiritones de la fiebre.

      En la mañana se despertó tarde, completamente sudado. Pensaba que iba a encontrar otra cosa caliente para el desayuno, pero no había nada de nada. Sin saber por qué, le dieron ganas de llorar. ¡Se sentía mal, por la cresta! ¿Por qué no venía nadie a ayudarlo? Hubiese apostado que era ilegal tratar a la gente así. Se fue a sentar sobre el colchón; se sentía hecho pedazos. El cartel seguía ahí, siempre el mismo, dándole órdenes. Decidió que ese día no iba a mover un dedo. No era justo, y quienquiera que lo hubiera puesto ahí tenía que darle otra comida, porque él no tenía fuerzas para hacer nada. Se puso de nuevo a dormir. Para el almuerzo, ojalá, habría aparecido algo de comer.

      Su estómago le decía que la hora de la comida ya tenía que haber pasado: primero empezó a hacer ruidos, luego a retorcerse como una serpiente. En el suelo no había nada. Por lo menos se sentía algo mejor. Se levantó del colchón y echó un vistazo afuera, para ver si a lo mejor había alguna cosa junto a la cabaña. ¡Pero cómo! Tendría que habérselo esperado. Lívido de rabia, tomó el azadón y volvió a cavar. “No es posible”, se decía mordiéndose los labios. “No es posible”, pero entretanto, cavaba.

      Volvió a la cabaña hecho un trapo. Hedía, pero no tenía ganas de sacarse el overol sucio y lavarse. Delante de la estufa apagada, la habitual lata de garbanzos. “Este tipo no tiene imaginación”, pensó. Y ni un poco de compasión. Aunque él, después de todo, nunca había querido la compasión de nadie. De hecho, una vez le había puesto el puño en la cara a una profe que lo había mirado de una forma que no le había gustado nada. De cualquier modo, pensó abatido, si hubiera estado en su casa, de seguro su madre le hubiera preparado un bistec de un kilo, a punto, para devolverle las fuerzas después de la fiebre, con un buen acompañamiento de papas fritas y kétchup… Se dio un golpe en la cabeza, porque al pensar en esas cosas su estómago había dado una especie de tirón, pero al mismo tiempo la otra mano soltó la lata, que le cayó sobre el pie. El dolor por un instante le hizo ver todo negro. ¿Por qué diablos se había sacado los zapatos? Se fijó que su dedo estuviera todavía pegado al pie: del dolor pensó que la lata se lo había rebanado. Se quitó el calcetín: el dedo seguía ahí, pulsante. Le había achuntado medio a medio. La uña se iba a poner negra y después se iba a despegar, pensó; una vez le había pasado a su padre. Se estremeció de la impresión. Se agarró el dedo con las manos, como si pudiera alejar el dolor, pero no funcionó ni un poco. Ya se le habían acabado los garabatos. Esta enésima desgracia, aunque en el fondo no era nada, terminó de abatirlo. De nuevo le dieron ganas de llorar. Por el dolor, el hambre, el cansancio y la sensación de encontrarse en una situación sin salida. Tragó un par de veces para mantener dentro las lágrimas. No había nadie que pudiera verlo, era cierto, pero sabía que no debía llorar, porque habría querido decir que tiraba la esponja, que cedía al chantaje del bastardo que lo tenía ahí, que no era capaz de seguir para ver el fin de esta absurda historia.

      –Ya lo decía yo, que los garbanzos hacen mal –se dijo en voz alta, y logró hacerse reír.

      Abrió la lata abollada y se comió esa bazofia lentamente, hasta provocarse arcadas. Eran asquerosos, asquerosos y más asquerosos.

      Había perdido la cuenta de los días. La uña del pie se le había puesto negra, como previsto, y esa había sido la única exaltante novedad en sus jornadas todas idénticas. Lo sentía, aunque no quisiera admitirlo: se estaba desalentando. Quizá hubiera debido al menos intentar, al principio, salir del bosque. Ahora era demasiado tarde, nunca hubiera tenido la fuerza. Desganadamente seguía amontonando piedras, hora tras hora: no tenía sentido, pero tenía que hacerlo si no quería morir de hambre. ¿Qué había sido de sus padres? ¿Era posible que no se preocuparan ni un poco por él? Se sentó en el cúmulo de piedras con la cabeza entre las manos, sin un pensamiento, totalmente vaciado.

      Esa noche en la cabaña, junto a los garbanzos encontró un pedazo de pan. No era el usual mendrugo rompe dientes, viejo y reseco; este estaba fresco y perfumado de harina y horno a leña. Lo tomó en sus manos como si fuera algo único, lo partió y el crujido de la corteza le llenó de saliva la boca. Se acordó de cuando era chico y acompañaba a su mamá a la panadería y ella, en la calle, llevándolo de la mano, sacaba un pedazo de pan recién horneado y se lo daba de comer, guiñándole un ojo cómplice como si estuvieran haciendo algo prohibido. Arrancó de un mordisco el primer pedazo y lo masticó ávidamente. Nunca el pan le había parecido tan bueno; de hecho, le parecía estar saboreándolo de verdad por primera vez. ¿Pero qué


Скачать книгу