La Red. Sara Allegrini

La Red - Sara Allegrini


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pasado todo ese tiempo en apnea; su corazón volvió a su pulso normal y Daniel se obligó a controlar el temblor.

      Después de lo que le pareció una noche eterna, con alivio notó que el cielo comenzaba a aclararse. Las formas de los árboles se recompusieron frente a sus ojos, al principio surreales, luego cada vez más nítidas y tranquilizantes. A medida que la luz volvía, los miedos se disolvían y se presentaban en toda su absurdidad. Cuchillos, ratones, locura, muerte: ¡qué imbécil había sido!

      Buscó en su bolsillo el tabaco y con dificultad enroló un cigarrillo, con los dedos tiritones y congelados. Lo encendió para calentarse y sentir que aún estaba vivo. Al tomar el encendedor, estalló en una carcajada histérica, burlándose de sí mismo. ¿Por qué no lo había usado para prender un fuego? ¡Ni siquiera se le pasó por la cabeza, si sería idiota! La verdad es que nunca había usado un encendedor para nada. Para los puchos, obvio, y una vez en que había incendiado un control en clase: “muy difícil”, le había dicho al profesor que lo miraba atónito. “Soy realmente un estúpido”, concluyó. Si sus amigos lo hubieran visto así, en esas condiciones, se habrían reído de él por el resto de sus días.

      Después bajó los ojos y quedó estupefacto.

      A los pies de la roca contra la que había estrellado el teléfono había un papel doblado. Se estremeció. En ese momento entendió: alguien, durante la noche, se había acercado a él lo suficiente como para dejar esa cosa ahí bajo sus narices.

      Miró a su alrededor, luego se agachó y lo recogió. Era un mapa. Dio vueltas el papel en sus manos sin saber bien qué hacer con él. Estaba claro que alguien, que no quería darse a conocer, le pedía dirigirse a algún lugar. Y además ese alguien estaba coludido con su padre. Esto no podía ser casualidad. Era todo tan extraño que podría haber sido un sueño, si no hubiera sido por el hambre, la sed y el frío, que eran demasiado reales. ¿Hace cuántas horas no comía nada? Él, que en el colegio estaba siempre masticando algo y había coleccionado una cantidad notable de anotaciones al respecto. Papas fritas, sándwiches, medialunas, bebidas… la boca se le llenó de saliva.

      Escupió al suelo y volvió a mirar el mapa. Por la flecha roja estaba claro que tenía que dirigirse al norte, si solo hubiera sabido dónde diablos se encontraba. Recordaba vagamente haber oído hablar de esto en el colegio. No por nada era la tercera vez que repetía primero. Pero en serio nunca pensó que algo que le enseñaran en el colegio podía servirle en la vida. Vagó por un rato en el bosque, sintiéndose un completo idiota. Entonces agarró un árbol a patadas por la exasperación, pero solo se hizo daño y rompió uno de sus zapatos, que se abrió como el pico de un ganso. ¡Era ridículo! ¿Qué cresta estaba sucediendo? ¿Por qué su padre lo había dejado ahí? Y, además, ¿dónde era “ahí”? Dobló el mapa y se lo metió al bolsillo. No se la iba a hacer tan fácil ni a su padre, ni a quienquiera que fuese el bastardo que se estaba burlando de él.

      La jornada fue infinita. Al principio llena de rabia y frustración, luego, cuando el sol comenzó de nuevo a ponerse, de miedo por la noche inminente. Había dado vueltas sin sentido por el bosque, desganado, teniendo cuidado de no alejarse demasiado de la roca cerca de la que su padre lo había dejado.

      Después, otro cuento del jardín infantil había reflotado en su memoria: la del niñito que sembraba piedritas en el camino para encontrar el rumbo de vuelta a casa. Y eso es lo que hizo él, regando el bosque de señales para poder volver. Aunque comenzaba a perder la esperanza de que su padre volviera a buscarlo. También había tratado de subirse a un árbol; quizá desde lo alto pudiera encontrar la forma de salir de aquella situación demencial. En lugar de eso, se había rasguñado las manos, rajado los pantalones y dado cuenta de que sus brazos no eran lo suficientemente fuertes. Especialmente porque tenía un hambre maldita que le retorcía el estómago y una sed que daba miedo. Por primera vez en su vida sentía ganas de llorar, pero no le habría dado esa satisfacción a quien fuera que lo estaba observando. Porque, aunque no lo veía, sí sentía encima su mirada fría.

      “¡El sol se pone por el oeste!”, se acordó de pronto, cuando ya ni pensaba en eso. Por un momento se sintió inteligente. Pero entonces, ¿el norte estaba delante o detrás de él?, y así de rápido volvió a sentirse tonto. Aun así, por seguridad, amontonó unas piedritas para acordarse a la mañana siguiente, por lo menos, de cuál era el oeste. Entretanto, el sol se había puesto. La desesperación cayó sobre su espalda como un saco de cemento. Se acuclilló a los pies de la roca y se aprestó a afrontar la segunda noche.

      Había recogido toda la leña que pudo e intentó prenderla con el encendedor, pero no funcionó: estaba muy húmeda y podrida. Probó con unas hojas y rápidamente el humo lo envolvió por completo, quemándole la garganta, aumentando aún más su sed. Luego de media hora de tentativas, un fueguito enano lo complació. Se sintió confortado por aquel mísero suceso. Hubiera tirado ahí incluso el mapa, pero probablemente era su única posibilidad de salvación. Rezó con todas las blasfemias que conocía y, sin darse cuenta, con la noche ya bien entrada, se durmió.

      Había extrañas criaturas dando vueltas a su alrededor y se arrastraban y extendían sus largos cuellos para verlo mejor. Sus rostros no tenían expresión. Y susurraban. Y se reían de él, porque era un inútil.

      Se despertó con el corazón latiendo como loco. El fuego se había apagado. Prendió el encendedor: no había nadie. Se congeló: a su lado había dos objetos, una botella de agua y una brújula. Se tomó toda el agua de un sorbo. Se acabó demasiado rápido; Daniel arrugó la botella y la tiró lejos. El frío se le metía por la rotura del zapato; le parecía que también este se reía de él. Tenía el pie prácticamente congelado; ahora sí que se lo podría haber comido un ratón y él no se hubiera dado ni cuenta. Metió unas hojas secas en el hueco, luego sopló las brasas, agregó unas ramas y esperó el día castañeteando los dientes.

      Al llegar el alba, luminosa y cálida, Daniel se sentía como fuera de sí, casi como si fuera otra persona. Aunque estaba allí hacía menos de dos días, el mundo de antes le parecía muy lejano, en el tiempo y el espacio. Seguro había terminado en una película o en un estúpido reality, porque esta historia era increíble. ¿Qué había pasado con su familia? ¿Y por qué nadie venía a buscarlo? ¿Cuánto más iba a poder resistir en esas condiciones?

      El agua se zarandeaba en su estómago vacío. Se sentía invadido por una languidez sin nombre. Además, hedía, le dolía todo y era como si el hielo se le hubiera metido dentro, tomando el lugar de sus huesos. También le parecía haber olvidado cómo se hablaba. De hecho, empezó a hacerlo solo, en voz alta, como los locos.

      –Entonces, Daniel. –Abrió el mapa–. Tratemos de entender alguna cosa.

      Comenzó a caminar en la dirección señalada, mirando la brújula. Le hizo falta toda la mañana para lograrlo, pero a medida que avanzaba, reconocía los puntos de referencia y se sentía orgulloso de sí. Era la primera vez en su vida que afrontaba solo una situación difícil. Garabateaba entre dientes, con la lengua pegada al paladar. “El bastardo ese que me dejó la botella de agua, ¿no podía dejarme aunque fuera un pancito?”. Al pensar en comida sintió las piernas de lana y la boca seca. El punto de llegada señalado en el mapa estaba acercándose: ¿qué era lo que iba a encontrar?

      Casi se desmayó cuando entre los troncos descubrió una cabaña. Era una casucha en ruinas, pero para alguien que venía durmiendo desde hacía dos noches a la intemperie era como una suite del Hilton. Aceleró el paso, abrió de golpe y entró.

      El interior no era mejor: un cuchitril sucio y hediondo. Una cueva buena para un vagabundo, no para él. El piso estaba despegado y rechinaba terroríficamente con cada movimiento. Probablemente, pensó, de un momento a otro se abriría como un abismo bajo sus pies. Le dio un puñetazo a la pared de madera, pero esta no se movió: por lo menos parecía sólida, aunque las tablas tenían rendijas y de seguro dejaban pasar el aire gélido y los ruidos del bosque. Había un colchón horrible tirado en el suelo, con manchas amarillas y lleno de bultos. Una frazada remendada era lo mejor que lograron hacer los que lo dejaron ahí. En el lado opuesto había una especie de estufa oxidada y rota; por su aspecto, se diría que ya había quemado varias hectáreas de bosque. En una esquina habían dejado


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