A la deriva. Karen Gillece
has guardado en la maleta…
Continué explicando más cosas sobre el tema en un esfuerzo por parecer alegre, hasta que oí los nervios que se reflejaban en mi voz. Entonces, vi como Sorcha me observaba discretamente y la consternación que emanaba su mirada. Esa sensación de entusiasmo era nueva para mí. Supongo que se debía a que estaba cerca de casa y a la creciente sensación de que me dirigía hacia una vida diferente, lo cual suponía un descanso del ciclo de días y noches oscuros. Tener tantas posibilidades a mi alcance me aturdía. Pero sabía que debía controlar mi entusiasmo y mis caprichosas emociones.
—Verás cuando lleguemos al pueblo, Lara. Estoy segura de que ni lo reconocerás.
Sorcha se aferraba al volante. La alianza brillaba bajo la luz del sol y me percaté de que sus manos habían envejecido: eran ásperas y la piel que le cubría los nudillos estaba tirante. No paraba de mirarme de reojo. Trataba de asimilar que su prima, a la que no había visto desde hacía más de quince años, había vuelto. Una ligera decepción se apoderó de su rostro. Era evidente que Sorcha esperaba que compartiese mi dolor en mayor medida. Al ver su expresión mientras me esperaba en el andén me había quedado claro que estaba preparada para recibir a una mujer que seguía rota de dolor, desesperada y sumida en la tristeza y el llanto. Y sí, desde luego que pasé una temporada así, pero había aprendido que vivir en esas condiciones te dejaba sin energía y te consumía el alma. Tarde o temprano debes tomar una decisión: sucumbir a la tristeza eterna o recomponerte, armarte de valor y tratar de cambiar la situación. Y, de acuerdo, algunos días ser valiente era más difícil que otros, pero hacía dos años desde que lo había perdido y, en ese tiempo, había aprendido unos cuantos trucos.
Sorcha no era mi persona preferida del mundo, y puede que aquella tarde no fuese justa con ella, dada la historia que había entre nosotras. Pero algunas heridas se infectan. Supongo que todavía me molestaba el modo en que había utilizado su útero para sabotear nuestros planes, los míos y los de él, hacía muchos años. Mientras miraba por el rabillo del ojo a mi prima, que era el familiar vivo más cercano que tenía, observé cuánto había cambiado, de la manera en que lo hacen las mujeres. Solo era dos años mayor que yo, así que tenía treinta y seis. Había ganado un poco de peso, lo cual es inevitable después de tener hijos, pero, aun así, me sorprendió. Aún tenía los ojos del azul más claro que jamás había visto, eran grandes y estaban rodeados por unas pestañas largas cubiertas de una máscara de pestañas pegajosa que le dotaba de una expresión de asombro. Me pregunté si se habría maquillado por mí. Sus rizos rubios se habían convertido en bucles pequeños e hirsutos a lo largo de los años, como si la tensión en su cuerpo hubiese afectado a su cabello. Tuve que aguantarme las ganas de inclinarme hacia ella y estirárselos. Pero sus delicadas facciones, como las de una muñeca, eran lo que más había cambiado. Tenía una expresión seria y cansada en el rostro a pesar de su buen humor resuelto. La repentina sensación de calidez que sentí por ella me sorprendió y el paso del tiempo restó importancia a todos aquellos duros recuerdos. Me planteé un nuevo propósito: dejar que el pasado quedara en el pasado. Casi oí el sonido que hacía el papel al pasar página en mi interior.
—Me alegro de verte —dije de repente.
—Yo también me alegro de verte, Lara —contestó al cabo de unos segundos a causa de su sorpresa inicial—. Estábamos preocupados por ti. Después de todo lo que ha pasado… Me alegro de que hayas vuelto a casa.
«Casa». La palabra resonó en el silencio mientras pasábamos por Killorglan y Glenbeigh. La carretera serpenteaba a través de un valle antes de emerger y revelar la vasta extensión del mar. La luz brillaba sobre la superficie del agua, una gran masa de agua que llegaba desde el Atlántico abrigada por dos penínsulas que adquiría un color azul oscuro cuando el sol vespertino lo bañaba con su esplendor. Había olvidado lo hermoso que era y, de repente, me sentí emocionada mientras observaba por la ventanilla, me mordía una uña y el sol me calentaba la mejilla. La calidez de las posibilidades que se extendían delante de mí me invadió de nuevo, como si estuviese a punto de empezar otra vez, como si ya hubiera pasado lo peor.
—¿Crees que ha cambiado mucho? —preguntó Sorcha.
—No lo sé. Las colinas parecen más pequeñas.
—¡Comparadas con los Andes, seguro que sí!
Su cálida y melódica risa inundó el coche.
—Supongo.
—Espero que tengas fotos. Todos nos morimos de ganas de ver las fotografías de tus viajes, ¿verdad, Avril? —Su hija permaneció en silencio en el asiento de atrás, con el ceño fruncido mientras miraba por la ventanilla—. ¡Seguro que has hecho cientos de fotos! —insistió Sorcha.
—Vale.
No iba a contarle que había tirado todas las fotografías desde lo más alto del Pan de Azúcar, en Río de Janeiro, y que observé cómo las arrastraba el viento por la amplia bahía antes de esparcirlas como si fueran confeti. Fue un acto tan dramático que atrajo público. Me deshice de quince años, los arrojé al viento con un simple movimiento. Fue un impulso que después identifiqué como dramático e indulgente. Recordé que me di la vuelta antes de que cayeran del todo, ya que no quería saber dónde habían aterrizado. Tenía miedo de arrepentirme e ir a buscarlas en el último momento. En su lugar, me marché y me dirigí al teleférico de nuevo con una sensación de entumecimiento que se extendió por todo mi cuerpo.
—Bueno, hemos preparado la casa para tu llegada, ¿verdad, Avril?
La observé por el retrovisor. Era una criatura enfadada con un mohín en el rostro. Tenía los ojos pintados con delineador negro, tan lúgubres como su humor. Avril. La pequeña semilla que plantaron y arraigó antes de que me marchara. Una semilla secreta e infame. Por aquel entonces, solo era una pequeña preocupación que se escondía tras la sonrisa de Sorcha. Pero de eso hacía mucho tiempo. El parecido con su padre se hacía especialmente evidente al contemplar su rostro menudo y delicado. Tenía la misma expresión que él, con los labios y el ceño fruncido, y el mismo tono de piel oscuro. Pensé que era un alivio que no hubiese venido con ellas a buscarme, que Sorcha y Avril hubieran ido solas. No estaba segura de cómo reaccionaría ante él, al ver sus ojos y oír su dulce voz. Avril tenía quince años y era un recordatorio físico y perturbador del tiempo que hacía desde que me había ido. Me costaba mucho dejar de observarla.
—¿Todavía se llama Yankee House? —pregunté, y me giré para ofrecerle una sonrisa alentadora. Avril me devolvió una mirada seria.
—Sí —contestó con brusquedad.
Era evidente que se había enfadado conmigo por haberla obligado a pronunciar aquella sílaba y su rostro adquirió una expresión hostil. No iba a ganármela fácilmente y yo tampoco tenía la intención de ser su amiga, así que me di la vuelta y esperé hasta que alcancé a verla. Yankee House, una casita de campo de madera de color gris azulado con un porche que la rodeaba. No se parecía a las granjas tradicionales, que contaban con ventanas pequeñas y tejados inclinados, ni a los nuevos bungalós que se habían construido, con amplias ventanas y aleros exagerados, sino que recordaba a las casas de verano tradicionales de la costa este de Estados Unidos, con una puerta de malla y maceteros de arcilla con geranios marchitos en el porche y con clemátides viejas trepando por la celosía.
La había visto en mis recuerdos en varias ocasiones a lo largo de los años y recuperaba el recuerdo cuando necesitaba un poco de consuelo. Cuando el coche se detuvo en la entrada principal, cubierta de césped, tuve la sensación de que algo despertaba en mi interior, como si un recuerdo me asaltase. Durante unos segundos, casi esperé ver a mi madre salir al porche cubriéndose los ojos con la mano. Tras la casa, las olas del mar bailaban a un ritmo perezoso y se extendían por la arena húmeda. Los sonidos del mar se oían desde la distancia.
Sorcha trataba de abrir la cerradura mientras decía que más valía maña que fuerza. Sentí una extraña expectación en mi interior, algo similar al entusiasmo; un optimismo por estar en casa de nuevo. Pero después de que la puerta se abriera de golpe y las tres entráramos con mi equipaje, la emoción disminuyó. Me quedé quieta en medio del salón de mi madre y me percaté de lo