A la deriva. Karen Gillece

A la deriva - Karen Gillece


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—la corregí, y después añadí agresivamente—: Se llama así. No está muerto.

      Justo en ese momento, se me quebró la voz y tuve que contener el repentino llanto que me ascendía por la garganta. Me quedé muy quieta y me concentré en la bandeja que había entre nosotras y en el montón de cartas que asomaban tras la tetera.

      —Es un nombre bastante inusual —comentó Sorcha en voz baja y con un tono compasivo al cabo de unos minutos. No pretendía ofenderme. Solo intentaba ayudar. Me acordé de lo bien que nos llevábamos antes—. Hoy en día ya no se oyen esos nombres bíblicos.

      Fue idea de Alejo. Quería llamar a nuestro hijo como su padre.

      «¿Por qué no?», dije por aquel entonces. «Es mejor que llamarlo como el mío».

      —Nunca lo llamábamos así —expliqué con la voz calmada—. Nacio. Así lo llamábamos.

      —Nacio —repitió Sorcha, como si estuviera probando el sonido de aquellas sílabas.

      En momentos como aquel, sentía que algo se retorcía en mi interior; el pesar que se había apostado dentro de mí. Vivía en algún lugar de mi cuerpo, tras las costillas y debajo del corazón. En estas situaciones, notaba como se expandía y se estiraba como un gato, y se me revolvían las entrañas.

      Ninguna de las tres dijo nada durante unos minutos y, entonces, sacudí la cabeza bruscamente.

      —Perdón —dije, y me obligué a sonreír. Hice un enorme esfuerzo por animarme—. Todavía me cuesta hablar de él.

      —Es normal.

      —Y he tenido un día muy largo. Se me hace raro estar aquí otra vez.

      Traté de reírme brevemente para deshacernos de la tensión que reinaba en el ambiente y Sorcha sonrió con amabilidad.

      —Debes de estar agotada. Será mejor que te dejemos descansar.

      Se puso en pie y se alisó la falda con un suave movimiento. Observé como sus tacones repiqueteaban contra el suelo y el dobladillo de la falda se le levantaba mientras se dirigía hacia la puerta principal con Avril. A pesar de su compasión y de su preocupación sincera por mí, sabía que no quería que Sorcha se quedase conmigo en la casa, con su corte de pelo perfecto, su vida respetuosa e impoluta, mientras sentía lástima por mí y me juzgaba en silencio. Parecía muy capaz y responsable, y sabía que nunca habría permitido que le ocurriera a uno de sus hijos algo así. Solo el hecho de pensar en ello me hacía sentir culpable y avergonzada de nuevo. Cerraron la puerta al salir y, entonces, el ruido cesó por completo.

      La casa se sumió en el más absoluto silencio y noté que todos mis antepasados me observaban con detenimiento desde los marcos. Sentía sus miradas frías y acusatorias. Estaban por todas partes; me juzgaban desde la repisa de la chimenea y me escudriñaban desde las viejas paredes de la casa. Me incliné hacia delante y agarré el bolso, decidida a preparar un remedio que me rescatara de mis emociones. La casa era muy antigua. Crujía y se quejaba con cada uno de mis movimientos y con la ráfaga de los vientos procedentes del Atlántico, que golpeaban los costados y el techo de la vivienda. Las puertas se cerraban con delicadeza, las habitaciones susurraban por los rincones y el rumor de los recuerdos se deslizaba por las paredes.

      Encendí el porro, me recosté sobre los cojines y, durante diez maravillosos minutos, me sumí en el olvido. Y durante ese tiempo, dejé de pensar en la casa en la que estaba y no reflexioné sobre si había sido una buena idea regresar al hogar de mi infancia. Olvidé al hombre de ojos ambarinos que vivía en el otro extremo de la playa y toda la historia que había entre nosotros. Y, lo más importante de todo, no pensé en el inmenso océano que se veía desde la ventana y que me separaba de mi hijo. Pasé diez felices minutos con la mente en blanco. La luz entraba por la ventana que había detrás de mí e iluminaba la mesa de café cubierta de tazas a medio beber. Sobre la superficie del té frío estaba formándose una capa turbia. El montón de cartas seguía allí y, desde la distancia, vislumbré una postal colorida que me resultaba familiar. El corazón casi se me sale del pecho cuando la cogí de la pila y le di la vuelta. La postal estaba en blanco: no estaba firmada ni tenía nada escrito, excepto mi nombre, la dirección y el matasellos. Pero no necesitaba ver su firma para saber que era de él. Había vuelto a la carretera y estaba haciendo la misma ruta que habíamos recorrido juntos numerosas veces.

      La postal era de Cuzco, un pueblo pequeño de Perú, en el corazón de los Andes. Lo llamaban «el ombligo del mundo». Eché un vistazo a las fotografías cuadradas de sus calles: puertas de madera pintadas con colores vivos; una mujer mestiza con bombín, una falda colorida y ancha, y el pelo largo y negro recogido en dos trenzas; la tosca catedral iluminada por la noche; una gran masa de nieve que cubría las cimas de los Andes, tan majestuosos y benévolos. Recorrí la postal con los dedos e imaginé que estaba allí, de vuelta en el lugar en el que nos habíamos conocido hacía tantos años…

      Estaba sentada con las piernas cruzadas en una esquina de la Plaza de Armas, a la sombra del Balcón de Cuzco. Delante de mí, había una caja abierta con bisutería de cuero hecha a mano y con cuentas de colores. Solo atraía algunas miradas curiosas y vendí cuatro cosas a unas chicas suecas. Seguía un poco mareada y tenía náuseas de vez en cuando. Mi cuerpo aún no se había acostumbrado a la falta de oxígeno y la altitud. Desde mi posición estratégica en el lateral de la plaza, observaba los majestuosos edificios coloniales; parecían muy sólidos en comparación con las barriadas por las que había pasado desde Lima. El sol brillaba con fuerza aquel día, y la luz iluminaba el agua que brotaba de la fuente y aportaba un aspecto limpio a los adoquines. Más allá de la ciudad, se erigían los Andes, tan imponentes y cercanos que parecían un brazo protector que rodeaba Cuzco.

      Había llegado el día anterior y, por fin, me había quitado de encima a Stan, el hombre con el que me había enrollado en Caracas. Era un exmarine de Estados Unidos y tenía una ristra de carreras empezadas a sus espaldas. Durante dos años, había sido aprendiz de soplador de vidrio en Texas; había estado a punto de obtener la licencia de piloto de avionetas; había intentado meterse en los negocios de internet cuando estaban en alza, pero le habían aconsejado mal y había invertido en la empresa equivocada. Era lo que mi madre habría llamado un perdedor. Cuando lo conocí en Venezuela, tenía una bolsa entera llena de cannabis y una cámara Instamatic. Compartió su botín conmigo y satisfizo sus ansias de fotografiar. No me importaba posar cuando estaba colocada y me convencía a mí misma diciendo que era lo mismo que hacer topless en la playa.

      Pero, al cabo de un tiempo, empezó a aburrirme y a serme indiferente. Sentía que las sesiones fotográficas me arrancaban pedazos del alma, y había algo en el peso de sus inquietantes silencios que me hizo sospechar de Stan, así que, cuando llegué a Cuzco, tras escabullirme de Lima en mitad de la noche, me sentía demasiado cansada y sucia como para seguir adelante.

      Alejo no me dijo hasta mucho más tarde que me había observado durante todo aquel día, sentado al otro lado de la calle en el puesto que tenía delante de la fuente, en la plaza. Estaba demasiado cansada como para fijarme en alguien, abrumada por el intenso aroma de la comida y la humareda, e impresionada por el ruido y el ajetreo del lugar, con bocinazos cargados de ira, las exclamaciones de los vendedores ambulantes y las estruendosas pisadas de las hordas de personas que pasaban por Cuzco antes de adentrarse en el Valle Sagrado y tomar el Camino Inca. Y, además, estaba nerviosa. Temía descubrir que Stan me había seguido al percatarse de que los doscientos dólares que guardaba en el fondo de su petate habían desaparecido. Pero no lo vi en ningún momento. Cuando el sol comenzó a esconderse tras las montañas, Alejo dejó su puesto y se acercó a mí. Levanté la vista y posé los ojos en los suyos, pequeños y oscuros, y en su amplia sonrisa fanfarrona de dientes cuadrados, tan blancos que hacían que su boca pareciera demasiado grande en comparación con su cara. Tenía las manos en los bolsillos y llevaba el pelo, negro y largo, colocado detrás de las orejas. Por debajo de la gorra de béisbol, asomaba la sombra de un flequillo y mascaba hojas de coca lentamente.

      —¿De dónde eres? —preguntó con un movimiento rápido de cabeza. Leí el mensaje de su camiseta: «Intégrate o pírate».

      —De Irlanda


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