A la deriva. Karen Gillece

A la deriva - Karen Gillece


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Christy. ¡Les encantarás! ¡Y, madre mía, si no es así, es que les pasa algo grave, o que están mal de la cabeza!

      Christy continuó sonriendo y asintiendo mientras esperaba a que dejara el tema. Stella poseía una cálida vivacidad que podía resultar agotadora. A veces, Christy se sentía un poco cansado después de hablar con ella y escuchar su risa estridente y su aguda voz. La verdad es que también le asombraba el hecho de que lograra respirar con lo mucho que le debían de pesar los pechos. Siempre había sido una defensora acérrima de su trabajo, algo por lo que se había sentido agradecido al principio. Pero, ahora, empezaba a sentir que el gran entusiasmo de Stella era una carga muy pesada.

      Habían pasado dos años desde la publicación de su libro. Lo cierto es que «libro» era un término muy generoso para describirlo, ya que eran veintitrés poemas, impresos y encuadernados, y lo había pagado todo de su bolsillo. Llevado por el optimismo, había pedido trescientos ejemplares. La mayoría seguían en el cajón de su escritorio y desprendían en silencio un aroma a fracaso que impregnaba todo su despacho. Aquel episodio de su vida parecía envuelto por una nube de humillación: su impaciencia y entusiasmo, avivados por el eufórico apoyo de Stella; el hecho de que había permitido que lo convencieran para publicarlo; y la humillación provocada por el fracaso de su proyecto en público. Todavía recordaba el silencio ensordecedor que lo había recibido en la sala de profesores de la escuela. Las miserables felicitaciones que murmuraron algunos de sus colegas apenas lo consolaron.

      En un momento de la agradable velada, Christy y Guy salieron al porche a fumar. En mitad de aquella apacible noche, los aromas del jardín les daban la bienvenida. Olió las lilas y la dulce fragancia de la madreselva antes de que Guy encendiera el cigarro y el aroma a tabaco lo inundara todo. A la altura de sus ojos, había un árbol cuyas ramas crujían con el peso de manzanas agridulces. Parecía que una parte de su buen humor, de su alegría, se había desvanecido. Había sido por culpa de la mención del concurso de poesía, que le había hecho recordar sus fracasos. Deseaba que todo el mundo olvidara el pasado.

      —Sorcha nos ha contado que tienes una vecina nueva.

      —Sí. Bueno, no exactamente.

      —¿Y eso?

      —Vivió aquí hace muchos años. Es la prima de Sorcha. Digamos que los tres crecimos juntos.

      —Vaya. Por lo que sé, ha vivido una experiencia trágica —comentó Guy mientras exhalaba el humo del cigarro.

      —Sí.

      A Christy se le hizo un nudo en la garganta. No sabía si podía confiar en Guy, un hombre que llevaba su prematuro pelo canoso y largo recogido en una coleta. Era un hombre lento que le daba muchas vueltas a las cosas, y a Christy le daba la impresión de que, tras sus pequeños ojos azules, se escondía una persona fría y calculadora. También se preguntaba qué les había contado Sorcha de Lara y su historia.

      —Dime, Christy —dijo Guy, que se quedó con el cigarro a medio camino de la boca. El hombre bajó el tono de la voz y añadió con complicidad—: Esta tal Lara, ¿es atractiva?

      Christy se sonrojó. A su espalda, la risa de Stella resonaba en el interior de la casa.

      —No lo sé. Todavía no la he visto. A ver, sí que lo era, pero… han pasado muchos años —tartamudeó Christy. La repentina lascivia que había aparecido en el rostro curtido de Guy lo sorprendió.

      —Hay algo en las tragedias que hacen que las personas adquieran una belleza característica, ¿no crees?

      Guy le dio una fuerte calada a su cigarro antes de apagarlo en la barandilla y tirar la colilla al jardín, un gesto que sorprendió a Christy y que reforzó sus sospechas de que aquel hombre era un farsante.

      —Una mujer joven y afligida resulta muy sexy. No sé. Quizá sea el reto de consolarla. Las posibilidades que brinda una situación como esa. ¿Sabes a qué me refiero?

      Christy lo sabía. Una mujer rota, pensó. Hablaba de la vulnerabilidad. Ninguno de los dos pronunció palabra alguna durante unos minutos y, en el silencio, sintió que la imaginación de Guy despegaba y sus propias defensas bajaban. Le rondaban la mente todas las preguntas que no había hecho a Sorcha, las que se moría por plantear. «¿Ha preguntado por mí?». «¿Me ha mencionado?». Había cierta desesperación en ambas. Llevaba todo el día pensando en ella.

      «Es ridículo», se dijo a sí mismo. «Estás siendo ridículo. Patético». Había pasado mucho tiempo; ya era agua pasada. Y después de lo que había vivido, la relación que habían tenido debía de parecerle a Lara algo completamente insignificante.

      El camino de regreso a casa transcurrió en silencio. Jim estaba dormido en el asiento trasero del coche y Sorcha miraba por la ventanilla, con la vista fija en la oscuridad. Christy sentía que le pesaba la cabeza después de beber tanto vino, por lo que conducía lentamente y con cuidado mientras los faros del coche iluminaban la estrecha y sinuosa carretera. Sorcha movió la mano y comenzó a acariciarle el muslo con delicadeza. Era una señal de que quería que Christy le hiciera el amor cuando llegaran a casa. Se le encogió el corazón. Recordó una serie de noches de viernes, apoyado sobre los antebrazos y moviéndose sobre el cuerpo de su mujer con la cara girada hacia un lado de la almohada mientras ella lo agarraba por los hombros. Christy se movía en su interior y fantaseaba. Últimamente no dejaba de pensar que quizá ese acto era algo que los dos debían soportar en lugar de disfrutar.

      Mientras conducía por delante de unos viejos barracones a lo largo de la carretera que cruzaba el río y por el terraplén, recordó la palabra que Sorcha había dicho antes: «Rota». Le sorprendió la súbita punzada de dolor que le había provocado. Aquella era una palabra que jamás habría asociado a Lara. Incluso la última vez que la había visto, cuando lo miró con los ojos llenos de dolor, resentimiento e incredulidad, aún había algo de rebeldía, terquedad y fuerza en ella. Sintió que los nervios le erizaban la piel de la nuca y de los hombros cuando evocó aquella mirada. Puede que quisiera ver aquella mirada, para no sentirse tan culpable.

      Habían pasado casi dieciséis años, pero recordaba los detalles de aquel día con intensidad: el empalagoso aroma de la repostería que se adhería a las paredes de la casa, el calor que hacía en aquella habitación, el siseo y los chisporroteos de la turba en la chimenea, todos los familiares que se apretujaban en aquel pequeño espacio, los besos en las mejillas, la cantidad de veces que había dado la mano, las felicitaciones que le resonaban en los oídos… No quería que le organizaran una fiesta; se había opuesto completamente a ello. Pero, por aquel entonces, empezaba a descubrir que nadie daba mucho valor a lo que él quería. Oía el frufrú de las faldas de las mujeres, que se paseaban con tazas de té y platos de comida, y el sonido agudo de sus voces mientras los hombres permanecían sentados, malhumorados, comiendo sándwiches, bebiendo whisky y haciendo comentarios en voz baja. Sorcha estaba sentada en el centro, con las mejillas sonrojadas a causa de la emoción y con un semblante satisfecho y —¿era verdad lo que veían sus ojos?— ¿triunfal? Sintió que un aire cálido le llenaba los pulmones, se le hizo un nudo en la garganta y, de repente, supo que tenía que salir de ahí.

      Aquel día, el cielo estaba cubierto de nubes iracundas, que se deslizaban por el cielo sobre un mar de peltre. Cuando escapó de la casa, una salada brisa le azotó la corbata y el cabello. Estaba confuso e incluso le faltaba el aliento. Tenía las ideas desordenadas. Era como si la vida hubiera cambiado de marcha de repente y lo hubiese pillado desprevenido. Tan solo tenía veintiún años, sin embargo parecía que la juventud ya era una cosa del pasado y que sus nuevas responsabilidades lo perseguían. La cadena de acontecimientos que él mismo había puesto en marcha empezaba a cobrar vida propia. En ese momento era imparable, y lo abrumaba y desconcertaba. En medio de la confusión de sus pensamientos, olvidó por un momento las rocas que flanqueaban el camino a ambos lados. Se tropezó, cayó al suelo y se raspó las manos y las rodillas con la gravilla. Sintió cómo se le desgarraba la piel cuando las piedrecitas se le clavaron en la mano.

      —¡Joder! —exclamó. Se levantó rápidamente y se giró hacia la casa.

      Esperaba que nadie lo hubiese escuchado. No estaba seguro de poder soportar


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