A la deriva. Karen Gillece

A la deriva - Karen Gillece


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un lugar tranquilo y antiséptico en comparación con los mercados que yo recordaba.

      El tiempo pasaba rápidamente. Los días eran muy ajetreados, y me sorprendió que el trabajo me pareciese gratificante. Al tercer día, Alan —o el señor Woodgate, como él insistía en que lo llamáramos— me informó de que en un par de semanas me pondría al frente de una caja registradora.

      —Cuando hayas demostrado que eres digna de mi confianza —dijo.

      Me quedé mirándolo fijamente mientras pronunciaba aquellas palabras. Lo cierto es que me gustaba más ocuparme de los estantes, apilar, ordenar y reponer el stock. Podía perderme en mis propios pensamientos mientras trabajaba. Me sorprendía a mí misma pensando en Alejo cada vez con más frecuencia. No pensaba en dónde estaría o con quién, pero me acordaba del tiempo que habíamos pasado juntos, y repetía los recuerdos una y otra vez en mi mente, como si fueran una película antigua; como si, al hacerlo, los mantuviese vivos. Una parte de mí tenía miedo de olvidarlos para siempre tras haberme marchado de aquel lugar. Se me había pasado por la cabeza ponerlos por escrito, e incluso había tratado de hacerlo en alguna ocasión, pero el resultado había sido un tanto vergonzoso y parecía un híbrido entre una novela romántica, una guía de viajes y las confesiones de una porrera. Era mejor sumergirme en los recuerdos mientras ordenaba latas de fruta en almíbar. Me ayudaba a seguir adelante.

      A veces, Ger me pillaba absorta en mis pensamientos.

      —¿En qué piensas? —preguntaba en un tono escandaloso, como si yo estuviese reflexionando sobre los espeluznantes detalles de algo en concreto.

      Cuando Alan vino y me dijo lo de las cajas registradoras, pensé sobre aquel día en Cuzco, el segundo, en que la lluvia llegó de los Andes. Estaba tan empapada que parecía que el agua me calaba los huesos.

      Me acordaba de cómo, al igual que muchas otras mañanas de aquel año en Perú, me había despertado el ruido que hacían otras personas; los gemidos, los bostezos y la tos; ruidos a los que me había acostumbrado. Aquel hostal era mejor que otros en los que me había quedado, donde el miedo me quitaba el sueño y siempre tenía que estar alerta por la noche. No me había percatado de que llovía hasta que salí fuera. Estaba muy ansiosa por ir de nuevo al lugar donde lo había conocido. Hacía tiempo que no me sentía tan entusiasmada con alguien y, por extraño que fuera, me sentía sobria y embriagada a la vez. Me acordaba de aquellos ojos, del modo en que me habían mirado durante unos segundos y después se habían apartado, y de que sentí que algo me atravesaba el corazón. Pero cuando vi el tiempo que hacía, sentí una presión enorme en el pecho y mis esperanzas se desvanecieron. Algo similar a la desesperación me invadió y se apoderó de mi cuerpo.

      La Plaza de Armas estaba desierta. Los chorros de agua de la fuente apenas se veían a través de la incesante capa de lluvia, que transformó el suelo en una superficie resbaladiza y traicionera. Las personas se cobijaban bajo los balcones y en las tiendas del paseo. Era como si la actividad que había llenado las calles el día anterior hubiese sido un sueño. Los vendedores ambulantes no estaban por ninguna parte. Se habían llevado con ellos las bolsas, los cinturones y la bisutería que exponían en sus mantos étnicos. Solo estaban los trabajadores de los restaurantes que sostenían menús abiertos e intentaban atraer a los turistas para que se refugiaran de la lluvia. Recordaba haber estado en una esquina de la plaza y notar que el agua de las alcantarillas me empapaba los tobillos. Indecisa, empecé a sentir pánico. Estaba desesperada por encontrarlo y sentía que se me escapaba. Fui de pub en pub y pasé por Los Perros, Crosskeys y el African Bar. Pero no estaba en ninguno de ellos. Sabía que era peruano por sus facciones: era bajito y de piel morena. Y cabía la posibilidad de que viviera en Cuzco y que estuviera alterándome por una nimiedad. Pero también sabía qué clase de persona era: de esas que sienten la llamada de la carretera, de las que se ponen nerviosas cuando permanecen demasiado tiempo en un mismo sitio, de esas que se marchan de un lugar simplemente para evitar el mal tiempo, sin mirar atrás.

      Finalmente, me senté a las puertas de la catedral. Estaba encogida junto a la entrada, rechazada, empapada. El frío me calaba hasta los huesos. «¿Qué estoy haciendo?», me pregunté, y sentí la desesperación que se formaba en mis entrañas. Los turistas observaban la lluvia desde el interior de la catedral, pero yo no me atrevía a unirme a ellos por miedo a atraer a la mala suerte; ya me había hartado de eso. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada, pero fue lo bastante como para que parase de llover, el sol se asomara entre los nubarrones e iluminara el agua de los charcos que se habían formado en el suelo, y la plaza cambiara de aspecto. Vi que los turistas salían a recibir la luz del sol y sentí que me entraba sueño. La cabeza me pesaba tanto como las extremidades, empapadas. Y justo cuando estaba cerrando los ojos, oí una voz que provenía de arriba.

      —Hola, irlandesa.

      Me olvidé de inmediato de la ropa mojada y de que tenía el pelo húmedo, y noté que mi corazón se animaba mientras una sensación cálida me invadía por dentro.

      Fuimos a un bar que había detrás de la catedral y, de camino, nos detuvimos en una tienda para turistas, donde me compré una camisa de Inca Kola, me cambié en la tienda y saboreé la sensación de sentir el algodón seco contra la piel. En el bar, nos sentamos en un cubículo que había al final, tomamos chicha y hablamos. Tenía la voz suave y melosa; era un hilo de frases rotas musicales. Había aprendido inglés en la carretera, gracias a los extranjeros que había conocido por el camino. Me contó cosas de su vida y yo le conté algunas de la mía. Pero, por algún motivo, me daba la sensación de que los detalles de mi pasado no le afectaban. No necesitaba saber dónde había estado, a quién había conocido o qué había hecho. Me miró fijamente con sus ojos negros y brillantes; era como si pudiera verme el alma. Nunca me había sentido tan expuesta.

      Aquella noche no regresé al hostal. Uno de sus amigos tenía un apartamento en vía del Piso y le había dejado quedarse en una de sus habitaciones. Después de que acabara de llover, las calles se habían quedado en silencio y seguían vacías, como si el agua hubiese limpiado la ciudad y se hubiera llevado consigo todo el ruido. También había tranquilidad en aquella habitación mientras lo abrazaba, deslizaba los pies por detrás de sus piernas y lo acercaba a mí. Había tanto silencio que lo oía todo: los latidos de su corazón contra el mío y el sonido que hacían nuestras pieles cuando se rozaban.

      Poco a poco, comencé a sentir que algo importante estaba pasando. Sin duda alguna, todo lo que tenía a mi alrededor había adquirido una nueva calidad. Las cosas brillaban más y eran más definidas, y el aire amplificaba el sonido. Me aferré a su cuerpo. Quería perderme en él y sentir cómo nos fundíamos. Después, nos quedamos estirados en medio de la oscuridad, mientras le apartaba el pelo negro azabache de la cara y le pasaba los dedos por la curva de sus redondeadas mejillas; unas diminutas marcas de viruela le cubrían la base de la mandíbula. Su respiración se ralentizó y sentí el peso de su cabeza sobre mi brazo cuando se durmió. Pero no traté de moverlo. No quería apartarme de él. Por alguna razón que no lograba describir, me abrumaba una sensación de que tenía un destino. Me quedé tumbada, escuchando la silenciosa quietud. Mi corazón se había quedado mudo después del frenesí salvaje que lo había visitado y, al igual que las calles, llenas de vida y brillantes, sentí que yo también estaba limpia. Finalmente, caí en los brazos de Morfeo.

      Para celebrar que hacía una semana que era una ciudadana con trabajo remunerado, utilicé mi descuento para empleados para comprar pintura. La selección era bastante penosa, ya que solo había débiles tonos magnolia, melocotón y avena. Observé las muestras de colores mientras me mordía el labio y, al final, perdí la paciencia.

      —A la mierda —dije, exasperada, y agarré dos botes de una mezcla de un tono amarillo mantequilla, un rodillo, una cubeta y unas cuantas brochas.

      Estaba cansada de mí misma y del espacio que ocupaba. Me dije que empezaría por la casa y le daría un aspecto nuevo, antes de empezar conmigo.

      Me percaté de que el pueblo estaba muy tranquilo para ser un viernes por la noche cuando lo atravesé cargada con todo el kit de manualidades que había comprado, y me pregunté de nuevo por qué recordaba aquel pueblo como un lugar elegante. Me había marchado en 1989, el mismo año en que


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