A la deriva. Karen Gillece

A la deriva - Karen Gillece


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Rushdie, que ya no se ocultaba, salía en las noticias debido a su joven y bella mujer, y veía como todo había cambiado durante mi ausencia. El pueblo tenía un aspecto derrotado y parecía raído y achaparrado a la sombra de las montañas. Los videoclubs se habían multiplicado, al igual que los cibercafés. Todos los edificios que había en la calle principal tenían doble acristalamiento, marcos de plástico blancos y paneles que habían sustituido a las antiguas ventanas carcomidas con cristal ondulado que recordaba.

      Mi madre me había mantenido al tanto de todos los cambios por los que había pasado el pueblo en nuestras conversaciones telefónicas, poco frecuentes y esporádicas. Al principio, era yo quien acaparaba toda la conversación con mi entusiasmo febril, en medio de calles polvorientas, mientras le metía monedas al teléfono de la cabina y charlaba de todas las cosas que había hecho, los lugares que había visto y las personas que había conocido. Por lo general, estaba borracha antes de llamar y creo que mi madre lo sabía; la desaprobación y la preocupación retumbaban en sus silencios. Pero cuando conocí a Alejo, me pareció que percibió el cambio que hubo en mí y comencé a sentir que se relajaba al otro lado de la línea, oía el tintineo de su risa en mi oído. Sin duda, se alegraba de que me hubiera asentado. Y por eso, años más tarde, después de que naciese Nacio, durante aquel primer año que pasamos viajando con Roger y aquellas dos chicas danesas, cuando empecé a sentir que Alejo y yo nos distanciábamos cada vez más, vi que había algo entre él y Sylvie, la chica del pelo color maíz, y sentí el primer indicio de sospecha, fui incapaz de contárselo a mi madre. No podía confesarle toda la preocupación y confusión que sentía.

      En su lugar, me quedaba callada, y la voz de mi madre me llegaba en aquellos silencios, llenaba la distancia que había entre nosotras y me contaba todas las cosas que habían pasado en el pueblo; que iban a restaurar la peluquería, lo cual la obligaría a ir hasta Killorglan para cortarse y teñirse el pelo; que la escuela de monjas iba a cerrar y que se rumoreaba que el colegio de chicos pasaría a ser mixto; que el Departamento de Justicia iba a trasladar su sede al pueblo y que habían construido un edificio nuevo al lado del puerto. Escuchaba todas estas noticias sin ni siquiera pensar en lo que significaban y me limitaba a centrarme en la paz que me aportaba la voz de mi madre, me dejaba envolver por ella. Hacia el final, en nuestras últimas conversaciones, después de que Nacio hubiese desaparecido, cuando su voz sonaba débil al otro lado de la línea y le costaba respirar, no me di cuenta de lo que aquello significaba. Estaba tan consumida por la tristeza, que me había invadido por completo, que a veces tenía que taparme la boca con la mano para silenciar mi llanto.

      A medida que dejaba el pueblo detrás de mí, sentí que el sol de la tarde me calentaba la espalda. Me centré en la carretera que tenía bajo los pies y caminé a un ritmo lento y constante. Las asas de los botes de pintura se me clavaban en las manos, pero persistí. Tenía muchísimos planes de redecoración y regeneración, y una necesidad enorme de hacer que las cosas parecieran nuevas. Delante de mí vi tractores y apisonadoras. Hombres vestidos de naranja pavimentaban la carretera mientras una nube de humo ascendía del asfalto como si fuera una neblina de calor. Caminaba lentamente y contemplé la montaña Killealan en la distancia, que había adquirido un color purpúreo que destacaba con el cielo blanco. Las moras crecían en los zarzales embrollados que había al lado de la carretera y de los setos brotaban las fucsias de septiembre. El sol brillaba con fuerza y, de repente, quise quitarme la ropa, tumbarme en el mar y sentir que las olas me empujaban lentamente y la espuma me acariciaba la piel.

      Advertí que un coche ralentizaba el ritmo a mi espalda y me aparté a un lado para dejarlo pasar, sin embargo se detuvo junto a mí. A través de la ventanilla del asiento del copiloto vi a un hombre que se inclinaba y entrecerraba los ojos a causa del rayo de luz que le daba en plena cara. Traté de recordar quién era y tardé unos segundos en recuperar su imagen más joven y sin barba de entre las tinieblas de mi mente. Resollé. Su cara me sorprendió: la seriedad que reflejaban sus ojos, las cejas arqueadas que los enmarcaban… Era una cara que había conocido a la perfección hacía mucho tiempo.

      —Eres tú —dije con incredulidad en la voz.

      —Sí.

      Christy sonrió y, muy a mi pesar, el corazón me rebotó de un lado a otro en el pecho.

      —He visto que ibas cargada —comentó, y señaló los botes de pintura—. Llevas mucho material ahí. Te puedo acercar, si quieres.

      —Ah, bueno… vale. Gracias.

      Sentí una gran conmoción en mi interior, y supongo que él también la sentía mientras los dos salíamos tambaleándonos de la caverna sellada de la historia que habíamos compartido. Christy se mostraba relajado conmigo, pero percibía su comportamiento forzado, notaba el esfuerzo que le suponía actuar así. Dejé mis cosas en el asiento trasero. Era plenamente consciente de los latidos de mi corazón, desbocado en mi pecho.

      —Gracias —dije.

      Hice el amago de subirme al asiento delantero y me detuve cuando lo vi revolver un montón de hojas y colocarlas a mis pies mientras me sentaba y me ponía el cinturón.

      —Perdona —respondió, en referencia a los papeles—. Cosas del colegio.

      —Ah.

      Durante un minuto, se hizo un silencio incómodo. Condujo con cuidado, no dijo ni una palabra y, en todo ese tiempo, pensé en cómo había sido tiempo atrás; recordé la seriedad de su mirada juvenil, la nobleza de sus facciones, la ternura que se vislumbraba si prestabas atención… Había algo de orgullo en su cara, su estructura ósea le confería un aspecto majestuoso, pero sus cálidos ojos, enmarcados por unas pestañas largas, lo suavizaban. Tuve la tentación de mirarlo, de escudriñarlo de verdad. Quería ver si quedaban trazas del rostro que yo recordaba, de aquella cara que había significado algo para mí.

      —Bien —dijimos a la vez, casi en la misma respiración, y nos reímos.

      —Tú primero —se ofreció.

      —¿Cómo estás? —pregunté mientras los nervios que sentía se me acumulaban en la base de la garganta.

      No sabía qué sentir al respecto. Hacía tiempo que la ira hacia él se había desvanecido; se había disipado con el tiempo y otras cosas la habían eclipsado. Sin embargo, mientras nos mirábamos el uno al otro en aquel coche, noté algo en mi interior: un recelo residual, una sensación de incertidumbre.

      —Estoy bien —afirmó—. Iba a… bien, pensé en llamarte para verte, pero supuse que sería mejor darte un poco de tiempo para instalarte.

      —Vale.

      —Entonces… ¿te has instalado ya? ¿Te las apañas?

      —Sí.

      —Bien.

      Al estar a solas con él en un espacio tan reducido, era consciente de mis movimientos, de mi respiración, de la desnudez de mis piernas y de los monosílabos que intercambiábamos. Me preguntaba qué pensaba de mí, de los cambios que observaba en mi cuerpo, del pelo y la piel secos a causa del sol, de las arrugas, de las marcas que me había dejado la ansiedad y el duelo. Pero lo que más me sorprendió fue el deseo de que no pensara mal de mí; un antiguo anhelo y la voluntad de complacerlo. Jugueteé con la cremallera de mi sudadera mientras pensaba en qué decir.

      —He encontrado trabajo. En Crazy Prices.

      —¿Ah, sí?

      Su voz se volvió más aguda al pronunciar la última sílaba.

      —No es nada especial, solo repongo los estantes.

      —Genial. Me alegro.

      —No está mal.

      —Entonces, ¿te quedarás una temporada?

      —Puede.

      Asintió, pensativo, mientras digería la información, y vi un destello de la escrupulosa mirada juvenil que recordaba. En ese momento pensé en el aspecto que tenía cuando nos conocimos: tenía una expresión vergonzosa y su rostro reflejaba cierta arrogancia. Tenía las facciones oscuras, las manos en los bolsillos con un gesto de despreocupación


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