A la deriva. Karen Gillece

A la deriva - Karen Gillece


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Inhaló y sintió que se expandía en su interior. El camino que llevaba a la playa adquirió un tono argentino en la penumbra y se dirigió con cuidado hacia la orilla. Le resultaba más fácil respirar en el exterior; tenía más espacio para pensar. Junto a él, las olas rompían como si fueran explosiones saladas. Más adelante, cerca de la punta de las rocas, vio a Avril. La chica caminaba entre los restos que el mar había depositado y que pronto reclamaría.

      La observó mientras caminaba, balanceando las caderas, sin ser consciente de que la observaban. Había desarrollado una nueva forma de andar, una especie de paseo indolente y ostentoso que expresaba hasta la última gota de apatía de la que podía hacer gala. Llevaba unos zapatos negros con unos enormes tacones, como mínimo de unos siete centímetros. Odiaba esos zapatos y había protestado enérgicamente cuando llegó a casa con ellos, exigiendo que los devolviese. Era demasiado joven para llevarlos, argumentó; por el amor de Dios, si todavía estaba desarrollándose. Le provocarían una mala postura en el futuro. Pero también había perdido esa batalla.

      Le parecía que los cambios que estaba experimentando erosionaban poco a poco prácticamente todo lo que una vez había conocido y amado de su pequeña, su primogénita. Ese mismo verano, en la playa, se había quedado estupefacto al contemplar la metamorfosis que había sufrido su cuerpo, esa voluptuosidad que se había apoderado de ella y la había transformado. Christy no estaba preparado para la velocidad con que la adolescencia se había instalado, ni para ver cómo su cuerpo caía en las garras de aquellas hormonas dañinas. Sufría unos cambios de humor violentos. Lo ponía nervioso acercarse a ella y se preparaba mentalmente para lidiar con sus enojos, pataletas y rabietas repentinas antes de entrar en casa. Todavía la quería, pero últimamente tenía que recordárselo a sí mismo cada vez más a menudo.

      La alcanzó al llegar a las largas rocas lisas. La llamó y aligeró el paso cuando Avril se giró y lo esperó. A medida que se acercó, vio el recelo que reflejaban sus facciones, la mirada apagada, severa y atenta con que lo observaba.

      —¿Qué? —preguntó con hosquedad cuando su padre la alcanzó, recuperando el aliento.

      —¿Podemos hablar un momento?

      —Supongo —contestó, y se encogió de hombros.

      —Mira, cariño… —empezó a decir, y exhaló en un intento por adoptar una actitud racional—. Siento haberte hablado así antes. Lo que he dicho sobre tu pelo…

      —A mi pelo no le pasa nada.

      —Lo sé, lo sé. Es que a veces te tapa la cara, y tienes una cara preciosa.

      No parecía muy convencida. Christy dirigió la vista más allá de ella, a la espuma que bañaba la playa, y sugirió que siguiesen caminando. Durante un rato, ninguno de los dos pronunció palabra alguna y pensó en cómo abordar el tema de su comportamiento, las peleas que tenía con su madre y su insolencia, algo que él no podría tolerar durante mucho más tiempo. Pero había algo tan agradable en aquel silencio, casi mágico, que no quería estropearlo. Hacía tiempo, Avril y él eran muy buenos amigos. Desde su nacimiento, se había sentido embargado por un poderoso deseo de protegerla, acompañado de una especie de asombro por todo lo que hacía. Cuando tenía dos años, le fascinaban las mariposas. «Parimosas», las llamaba ella, y Christy nunca se vio capaz de corregirla. Sintió una punzada de tristeza el día que descubrió cómo se pronunciaba de verdad. Y, en ese momento, en una oscuridad creciente, quiso ser su amigo de nuevo.

      —¿Así que vas a ver a Lara?

      —Ajá.

      —Parece que últimamente pasas mucho tiempo con ella.

      —Sí. Mola.

      —Sí, supongo que sí.

      —No es como los demás adultos, ¿sabes? No me está diciendo siempre si no debería estar en casa o si no se preguntarán mis padres dónde estoy ni ningunas de esas mierdas. Me deja hacer lo que quiera.

      Christy contuvo el impulso de regañarla por emplear aquel vocabulario soez y se preguntó exactamente qué permitía Lara hacer a su hija que no pudiese hacer en casa.

      —¿Y qué hacéis? —dijo con indiferencia.

      —La ayudo con la casa. La está renovando.

      —¿Renovando?

      —Sí, está quitando todas esas fotos viejas, pintando las paredes, ya sabes, ese tipo de cosas.

      —Claro.

      Intentó recordar cómo era la casa mientras Lillian aún vivía. Había largos rollos de papel matamoscas colgando del techo, con moscas pegadas a él como si fueran grosellas. Aquellas espirales pegajosas repletas de cadáveres negros le provocaban náuseas. También lo hacía el olor de la casa, sobre todo hacia el final, cuando Lillian ya estaba muy mal y el desagradable olor del desinfectante contrarrestaba una hediondez todavía peor. Pero el papel matamoscas ya no estaría ahí, e imaginaba que la fuerte brisa que entraba por las puertas y las ventanas abiertas se habría llevado aquel hedor.

      —He hecho esta cinta para Lara —dijo tímidamente.

      —¿Qué le has grabado?

      —The Cure, Interpol, The Bravery, Franz Ferdinand y The Killers —enumeró, y Christy percibió en su tono de voz que estaba orgullosa de esos grupos, de que le gustasen.

      —¿The Bravery? —interrogó—. ¿Quiénes son?

      —Oh, es un grupo muy chulo —contestó entusiasmada, y toda su hostilidad desapareció. Observó cómo le ondeaba el pelo alrededor del rostro. Avril había bajado la guardia y mostraba el apasionante optimismo que tenía cuando era una niña. Christy notó la sangre que bombeaba su corazón y un antiguo sentimiento de amor familiar por su hija se apoderó de él—. Tienes que ver uno de sus videoclips. Hay una hilera enorme de fichas de dominó en una especie de fábrica grande y un montón de mecanismos se activan cuando las piezas los alcanzan. Es muy guay.

      —Suena guay.

      Sintió la calidez del buen humor que compartían de nuevo. Lo agradeció después de todos los silencios tensos y hostiles cargados de amenazas tácitas. Hacía unas semanas, durante una discusión, Avril le había dicho que era un perdedor. Le sorprendió que utilizara aquel término y se quedó sin palabras. Después de decirlo, la expresión pareció flotar en el aire entre ellos, resonando con violencia. ¿Cómo supo qué palabra usar, el adjetivo que iba directo al corazón de todas sus inseguridades, aquella palabra incriminatoria que lo hería más que ninguna otra? No le consolaba que la emplease para describir a otras personas. Para Avril, el mundo entero parecía estar poblado de perdedores, inútiles, imbéciles, idiotas y gilipollas.

      Los cambios en su hija lo preocupaban: la forma en que se alejaba de él, el nuevo vocabulario que utilizaba y la negatividad de este, así como su nueva habilidad para herirlo con el más mínimo golpe. Pero durante aquel corto paseo por la playa, mientras la noche se cernía sobre ellos y Christy observaba unas cuantas estrellas dispersas sobre sus cabezas, olvidó esa mirada que a veces le dirigía, aquella expresión cercana al odio, una mueca que aunaba aversión y vergüenza. Esa mirada lo dejaba helado.

      En la distancia, hacia el final de la costa, sobre las rocas donde rompían y estallaban las olas, una luz brillaba en la oscuridad. Era extraño ver el tenue y áspero brillo que asomaba por aquellas ventanas tras dos años de oscuridad. Alcanzaron el empinado tramo de escalones que serpenteaba sobre la arena y la hierba hasta el desvencijado porche. Entonces, vio pasar una sombra por la ventana, una figura delgada, y algo se aceleró en su pecho. Lara.

      Por un instante, se sintió confuso; no estaba seguro de lo que debía hacer. No había hablado con su hija, como le había prometido a Sorcha. Sin embargo, sentía que había progresado con ella.

      —Bueno, dejo que te vayas.

      —Vale.

      Permanecieron unos instantes de pie, mirándose en la oscuridad mientras las olas derramaban con su murmullo agua sobre la arena.

      —Ah, y una cosa,


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