A la deriva. Karen Gillece

A la deriva - Karen Gillece


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momento.

      —Adiós, papá —dijo, y la huella de ternura en su voz le dio esperanzas.

      La observó subir los escalones y percibió optimismo en sus pasos ligeros sobre las tablas de madera. Más arriba, oyó una puerta abrirse, y la luz que brotó de repente del interior hacia los escalones le bañó el rostro. Escuchó cómo se saludaban y esperó a que se giraran hacia él, pero, en su lugar, entraron en la casa y cerraron la puerta.

      Esperó un momento, con la vista puesta en la ventana. Casi quería verla surgir de entre las sombras, llamándolo e invitándolo a entrar. Permaneció allí dos o tres minutos antes de dar media vuelta, enfadado consigo mismo por pensar tal estupidez. Se recolocó la chaqueta y regresó caminando por la playa, solo en la oscuridad, mientras el mar avanzaba a su lado.

      Capítulo 5

      Sorcha estaba sentada al fondo del Old Oratory, en el sitio que Stella llamaba el muelle del café, esperando pacientemente. A su alrededor, unas voces se mezclaban con la música que emitían los altavoces, una cadencia lenta y rítmica, mientras ella observaba el vapor que emanaba de la taza de café que sostenía entre las manos. Había algo placentero en el hecho de sentarse sola y calentarse las manos con una taza de loza. Era un lujo no tener nada más que hacer, solo sentarse y esperar.

      Un año antes, Sorcha había visitado a su médico de cabecera, un hombre alto y de aspecto decente que había sido su doctor desde niña, y le había hablado de su duelo. Había ido a verlo ante la insistencia de Christy. La preocupación de su esposo por sus constantes ataques de llanto y su propia alarma ante la neblina de apatía que se había asentado con tenacidad sobre sus pensamientos la llevaron a buscar ayuda profesional. Ocurrió unos meses después de la muerte de Lillian, pero todavía se sentía frágil y extenuada. Temía que la atiborrasen a antidepresivos o la remitieran a un psiquiatra, de modo que, cuando el doctor le sostuvo las manos, fijó sus ojos penetrantes en los suyos y le dijo: «Sorcha. Debes aprender a tratarte mejor», una nueva oleada de emociones la abatió. De repente, los ojos del doctor eran demasiado amables y su voz, demasiado compasiva.

      Tomar café y tarta en el muelle del café era uno de los pequeños lujos que se permitía, un ritual del que disfrutaba. Le gustaba pensar que era una parte de su medicación mental. Levantó la vista y vio a Stella en la barra, atendiendo a un cliente y articulando «dos minutos» en su dirección. Pero a Sorcha no le importaba esperar; podía vagar en sus proprios pensamientos. Debía atesorar aquellos momentos de soledad, arrancados del clamor incesante del día a día. Admitió para sus adentros que la aliviaba el hecho de que el verano hubiera acabado. Ahora que los niños y Christy habían vuelto a la escuela, tendría la casa para ella de nuevo. Aquel verano en concreto había sido más estresante que los demás. La nueva agresividad de Avril, con sus repentinos arranques de mal genio, habían hecho mella en todos. Christy había respondido como de costumbre: se retiraba a su estudio o se marchaba a la playa para pasear a solas. Todavía la sorprendía su necesidad de estar solo. Su hijo parecía haber heredado algo de esa naturaleza. Esa era otra de sus preocupaciones: la tendencia que tenía Jim a retraerse, esa quietud suya y lo que significaba. Saltaba a la vista que su hijo no tenía amigos, y esto le resultó más que evidente durante los meses de verano. Le rompía el corazón verlo quedarse en casa constantemente, holgazaneando delante de la tele con los ojos vidriosos o encerrado en su cuarto con una Game Boy y cómics. Era algo que había compartido con Stella durante una de sus charlas mientras tomaban café. Y cuando vio que Stella se acercaba, tras haberse zafado al fin de sus tareas, Sorcha se preguntó si debería mencionarlo de nuevo, sobre todo teniendo en cuenta el fracaso de su intento por juntar a Jim y Elijah la otra noche.

      —Por fin —dijo Stella, y se desplomó en el estrecho banco con un corto y sonoro suspiro. Su rostro resplandecía con salud y benevolencia mientras se inclinaba y sujetaba a Sorcha de las muñecas. Stella era una persona a quien le encantaba el contacto físico, algo que a Sorcha todavía le resultaba encantador tras varios años de amistad—. ¿Cómo estás, querida?

      —Bien. Por fin soy libre.

      —Ah, sí. ¡La vuelta al cole! —Se detuvo para remover el azúcar de su café y golpeó la cuchara contra el borde tres veces con vivacidad—. Guy está en casa hoy, dando clase a Elijah.

      Para Sorcha, había algo pintoresco en su decisión de educar a su hijo en casa. Ni ella ni Christy tendrían bastante paciencia como para sentarse durante todo el día con alguno de sus hijos. Lo máximo que podía hacer era repasar los deberes con Jim durante una hora en la mesa de la cocina.

      —¿Lara no viene? —preguntó Stella, y Sorcha se sonrojó al recordar que había comentado con despreocupación que invitaría a su prima la próxima vez que quedaran.

      —No. Tenía que trabajar.

      —Oh, qué pena. Bueno, seguro que la conoceré pronto.

      Sorcha sonrió, dio un sorbo a su taza y escuchó a Stella hablar sobre los planes que tenía para la siguiente reunión del club de lectura, pero, mientras estaba allí sentada, en silencio, pensó en Lara, en la incomodidad que parecía persistir entre ellas y en cómo esta había amenazado en convertirse en auténtica hostilidad cuando había ido a visitarla.

      Al principio, Lara pareció un poco sorprendida cuando abrió la puerta. Parpadeó ante la luz como si acabara de despertarse mientras Sorcha esperaba en el porche, con una gran sonrisa. Su propia voz le resultó estridente cuando le preguntaba con vivacidad si era un mal momento.

      «No, no. Pasa», dijo Lara, y le sujetó la puerta.

      Sorcha la siguió hacia el interior y se detuvo en seco mientras observaba las paredes, más luminosas y más limpias de lo que recordaba. Y, entonces, se dio cuenta: las fotos habían desaparecido. Aquellas fotos enmarcadas, en blanco y negro, en sepia, con colores desvaídos, las fotos que Lillian adoraba, ya no estaban.

      «¡Las fotos!», exclamó antes de poder evitarlo. «¿Qué ha pasado?».

      Había un tono de acusación en su voz, no pudo ocultarlo, y oyó la respuesta de Lara, cautelosa y controlada.

      «Me daban muy mal rollo», respondió suavemente, «así que me he deshecho de ellas».

      Sorcha trató de impedirlo, pero dio un grito ahogado.

      «Pero Lillian…».

      «Lillian las detestaba».

      «¡Eso no es cierto!».

      Entonces, Lara la miró y Sorcha supo que se había pasado de la raya al utilizar aquel tono de voz y haber hecho aquella pausa cortante en la conversación. Había tensión entre ellas, una confrontación tácita que hacía que pudiese estallar una discusión en cualquier momento. A Sorcha no le gustaban las discusiones. La hacían sentirse herida e indefensa. Al final, apartó la mirada de Lara y forzó una sonrisa mientras contemplaba las paredes.

      «Bueno, es agradable y luminoso», añadió débilmente.

      Durante los siguientes veinte minutos, permaneció sentada conversando con su prima mientras tomaban té, escuchando cómo su falsa voz resonaba en aquella habitación recién pintada mientras Lara fumaba un cigarrillo tras otro.

      No le contó nada de eso a Stella.

      —¿Qué tal lo llevan los niños? —preguntó su amiga.

      —Bueno, ya sabes, Avril todavía tiene esos cambios de humor. Lo bueno es que está fuera de casa hasta las cuatro todos los días, así que tengo unas cuantas horas de respiro.

      —¿Y Jim?

      —Jim. Bueno, lo cierto es que parece el mismo de siempre. Resulta difícil saberlo, no habla mucho de la escuela. Me cuesta saber en qué piensa.

      Cuando lo había recogido el día anterior, se quedó sentada en el coche y observó cómo un torrente de chicos salía de la entrada del colegio. Todos estaban bronceados y tenían un aspecto saludable tras el verano, pero entonces apareció su hijo, pálido y cabizbajo, con la mirada clavada en el


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