A la deriva. Karen Gillece
una gracia natural que, de algún modo, parecía adquirir un matiz de conmoción, incluso belleza, en momentos de tristeza o cansancio. Quería algo de él —lo supo al ver cómo se dirigía con decisión a la ventana y la postura silenciosa que adoptó— y esperó a que comenzara. Suponía que quería hablar de Avril. Últimamente casi todas sus conversaciones parecían girar en torno a su hija adolescente; ambos estaban desconcertados y confundidos por los cambios que estaba experimentando.
—Dios, me agota —dijo Sorcha en un suspiro. Christy quedó complacido al ver que había acertado—. Últimamente parece que estemos librando una batalla continua con ella.
—Solo es una racha —comentó con sensatez—. Ya se le pasará.
—Y mientras ¿qué hacemos? ¿Nos quedamos de brazos cruzados y observamos cómo las hormonas se apoderan de ella? Madre mía, podría matar a alguien cuando se pone así.
—Bueno, es un consuelo saber que es poco probable que mate a alguien que no sea de la familia. —Le sonrió—. Tú y yo somos las principales víctimas potenciales.
—En serio, Christy. Esto no puede seguir así. —Negó con la cabeza y sus rizos se sacudieron. De pronto, adquirió una expresión de arrepentimiento afectuoso—. Esta mañana me ha dicho que parezco una paleta. No es cierto, ¿verdad?
Su rostro dejaba al descubierto tal dolor que un sentimiento protector afloró en él.
—No, claro que no.
Aún le conmovía la desconfianza de su esposa hacia sus hijos, el poder que ejercían sobre ella. Recordaba con claridad un día en que había vuelto del trabajo cuando Avril todavía era un bebé y las encontró a las dos, a su esposa y su hija, con la cara roja y llorando, una lágrimas de furia e indignación, y la otra, lágrimas de aflicción y desconsuelo por lo que su madre había hecho. Era la primera vez que Sorcha había golpeado a su hija en un momento de ira. Aquel día, Christy la abrazó contra su pecho, meciéndola suavemente, y escuchó sus murmullos de remordimiento. Algo en su interior quería volver a sentirla así de cerca; añoraba aquellos tiempos en que un simple abrazo era suficiente para mejorar las cosas.
—Aun así… —dijo Sorcha, esa vez con firmeza—. Uno de nosotros tiene que hablar con ella.
—¿Quieres que lo haga yo?
—¿Lo harías? Yo lo he intentado hasta la saciedad. A ti te escuchará.
—Lo dudo mucho.
—Por favor…
La observó. No estaba convencido de que sus palabras fueran a surtir ningún efecto en Avril: lo que había ocurrido durante la cena era una prueba más que evidente de que era incapaz de comunicarse con ella. La máscara de cabello tras la cual ocultaba la cara había sido la gota que había colmado el vaso. Aquello lo irritaba muchísimo. Deseaba que se lo apartara con un gancho, una diadema o algo. Durante la cena, se había quedado sentado en la mesa, observando cómo se llevaba la comida a la boca y su tenedor desaparecía tras aquella cortina de pelo.
«Por el amor de Dios, Avril», le había espetado mientras notaba que aferraba con fuerza el tenedor y el cuchillo. «¿Quieres recogerte el pelo de una vez?».
Ella había actuado como de costumbre: le dirigió una mirada vacía antes de levantarse, arrastrando con furia la silla sobre las baldosas, y marcharse indignada de la habitación.
«Más le vale volver y terminarse la cena», le había dicho Christy a Sorcha en un tono prácticamente amenazador.
«Déjala», había respondido su esposa, agotada, al tiempo que se oyó un portazo en la planta superior, seguido por una música estridente; Christy notó que su apetito disminuía.
—Por favor… —suplicó en ese momento Sorcha, y él sintió la necesidad de apaciguarla.
—Vale, cariño, lo intentaré.
Pareció que algo se destensaba en su cuerpo cuando Christy accedió. Sorcha relajó los hombros, aliviada por deshacerse de aquella carga. Le sonrió, alejó los brazos del pecho y se separó del alféizar. Se detuvo detrás de su silla, se inclinó para besarle en la coronilla y él le acarició la mano, que descansaba sobre su hombro.
—Gracias.
—No me des las gracias hasta que no haya hablado con ella.
Sorcha tenía el rostro apoyado sobre su cabeza y Christy notó que miraba la pantalla que tenía delante.
—¿Cómo va el libro?
—Bien.
—¿Has tenido alguna noticia más de aquella agente?
Christy se tensó ligeramente ante aquella mención y se revolvió en la silla.
—No, todavía no. Primero tengo que mandarle el resto del libro, ¿recuerdas? Entonces se pondrá en contacto conmigo.
—¿Todavía no lo has hecho?
—No, Sorcha, aún no he terminado.
Se le quebró la voz al sentir una repentina irritación y le soltó la mano. No podía evitarlo: el hecho de que hubiese mencionado a la agente le había molestado. En ese momento deseaba no haberle dicho nada y se arrepintió de la versión de los hechos que le había ofrecido y de la forma en que había permitido que atase cabos, haciéndole pensar que prácticamente había terminado la novela cuando lo cierto era que apenas había comenzado a escribirla.
—¿Te has enterado de algo más sobre el certamen de poesía?
—Por Dios, Sorcha, ¿de qué va esto? —soltó en un suspiro. No pudo evitarlo.
—Solo preguntaba.
Una tensión se apoderó del ambiente tras su repentino estallido. Sorcha dio un paso atrás, como si percibiera su incomodidad y su desánimo ante la mención de la poesía.
—Bueno, te dejo seguir trabajando. —Pero antes de marcharse, añadió—: Avril está en la playa. Creo que irá a visitarla.
—¿En serio?
—Sí, creo que la idolatra un poco. Y, sinceramente, no estoy segura de que sea una buena idea. Para ninguna de las dos.
—¿Por qué dices eso?
—Venga ya, Christy. Lara no es el mejor ejemplo a seguir para una adolescente muy influenciable, ¿no crees? Además, ya tiene sus propios problemas. No creo que quiera que Avril esté encima de ella todo el rato.
—Sí, supongo que tienes razón.
—¿La has visto ya?
—La vi un momento. La llevé a casa el otro día.
—No me lo habías dicho.
—¿No? Se me debió de pasar —contestó, intentando sonar relajado y simular una calma que no sentía.
—¿Cómo la viste?
—Ah, pues eso, cansada, triste y algo distraída.
Notó que se le sonrojaba el rostro y se giró hacia el ordenador para que ella no lo viese. Por un momento, pareció que se hacía el silencio entre ellos y, entonces, oyó el pomo de la puerta girarse.
—Sorcha…
—¿Mmm? —musitó, y se dio media vuelta para mirarlo de nuevo.
—No le habrás dicho nada a Stella, ¿verdad? Sobre la novela, sobre lo que dijo la agente, ¿no?
Lo miró durante lo que pareció un largo instante y, luego, arqueó las cejas. Su rostro reflejaba una perfecta inocencia.
—No. No, claro que no. —Y, luego, cambiando de tema, inclinó la cabeza hacia la ventana, que mostraba un cielo que oscurecía—. Ahí está.
Por un momento, Christy no supo de quién hablaba y se giró hacia el mar. Pero, entonces, dirigió la vista a Sorcha. Su esposa pareció oír la pregunta que