A la deriva. Karen Gillece
Aún me dolían los ojos por culpa de los excesos de la noche anterior. También estaba un poco preocupada por la información que contenían aquellas páginas. Había escrito mi solicitud con la vieja máquina de escribir de mi madre cuando iba un poco colocada.
—Vaya, has tenido una carrera accidentada, si me permites el comentario —dijo.
El hombre levantó la vista y me miró con una sonrisa divertida. Se toqueteó la corbata y apoyó los codos sobre la mesa.
—Sí, pero, tal y como dice en mi solicitud, he trabajado en el sector servicios.
—En lavanderías, bares, mercados, restaurantes… —enumeró con una voz nasal—. El último lugar en el que trabajaste antes de marcharte del país fue el bar Wimpy, en High Street.
—Exacto.
—Y, dime, ¿por qué dejaste el trabajo?
Pensé en el Wimpy, donde trabajaba después de las clases y durante las vacaciones de verano con otras tres chicas. Llevábamos delantales a rayas y nos dedicábamos a freír patatas mientras nos turnábamos para escoger una canción de la gramola. Las ventanas estaban grasientas, había una capa de suciedad sobre los mostradores, Madonna, Aha y Tina Turnes sonaban por el equipo de música, y el pelo y la piel me olían a grasa. Me encantaba aquel trabajo. Me habría gustado quedarme allí si Matt, el propietario, con seis hijos y una barriga cervecera que le sobresalía de los pantalones, no hubiese tratado de empotrarme contra el mostrador y besarme una noche que me tocaba cerrar. Después de aquello, no pude regresar.
—Tenía exámenes. Necesitaba tiempo para estudiar.
—Pero no hiciste los exámenes de acceso a la universidad. Lo pone aquí. —Señaló el formulario con el bolígrafo—. No acabaste los estudios.
—Bueno, no —contesté, avergonzada—. Pasó algo y decidí viajar. Pensaba que podría regresar y hacer los exámenes a la vuelta.
—Pero no lo hiciste.
—No. Supongo que me distraje.
—¿Durante dieciséis años?
—Exacto —dije, y traté de sonreír como si fuese una mujer segura de sí misma que no estaba a punto de vomitar en cualquier momento a causa del cuarto de botella de Southern Comfort que se había bebido la noche anterior.
A juzgar por la mirada de desaprobación que vi en su rostro, supuse que mi sonrisa no lo había convencido. Quería preguntarle qué importancia tenían los exámenes de acceso a la universidad para reponer estantes. Porque la verdad es que no lo necesitaba, y ambos lo sabíamos. Tuve un impulso repentino de echarme a reír ante aquella situación tan absurda: estaba sentada en aquel despacho, resacosa, mientras me entrevistaba un capullo plasta y Ronan Keating sonaba de fondo por los altavoces del supermercado. Sabía que me daría el puesto de trabajo, pero no hasta que hubiese sacado toda mi historia a relucir para ejercer su autoridad sobre mí y mostrarme quién era el jefe antes de que fichara. Así que me quedé sentada, aguantándome la risa que amenazaba con escaparse. Curiosamente, era optimista a pesar de la resaca; estaba segura de que conseguir el trabajo estaba al alcance de mi mano. Al fin, tendría una rutina, un poco de estabilidad en mi vida.
Lo dejó pasar y revisó algunos detalles más. Entonces, cuando se preparaba para terminar la entrevista y apilaba los papeles cuidadosamente, me dio la impresión de que relajaba los hombros cuando se recostó en la silla, me miró y preguntó:
—¿Qué te hizo volver? ¿Por qué te marchaste de Sudamérica?
De repente, sin preaviso, me encontré en Chile de nuevo, en San Pedro, en el polvoriento puesto fronterizo del desierto de Atacama.
«Vuelve a casa», me dijo Alejo con la mano apoyada en mi pecho, ligera pero firme, para que me sintiera anclada a la cama, aunque no era una amenaza. «Vuelve a Irlanda».
Recuerdo que me ardían los ojos y la sequedad que sentía en la garganta mientras intentaba reincorporarme en la cama, pero su mano no me lo permitía. Traté de protestar y sentí un gusto amargo en la boca; mis palabras estaban recubiertas de alambre de espino, tan afilado como una cuchilla. Dejé que cortaran el aire que había entre nosotros. Durante un instante, Alejo cerró los ojos, sus pequeños ojos negros, y los párpados ocultaron la luz que había en ellos. Cuando los abrió de nuevo, solo vi tristeza.
«Se acabó, Lara», dijo. «Se acabó».
Oí el ruido del motor de una furgoneta que estaba fuera y sabía que eran los demás, que lo esperaban; lo habían escogido a él antes que a mí. Sentí que me rompía en mil añicos bajo el peso de su mano, azotada por una nueva sensación de traición.
Se levantó de la cama y, tras él, vi su petate al lado de la puerta, preparado para cuando tuviese que marcharse. Me pregunté durante cuánto tiempo había estado planeando su fuga.
«¿Qué haré sin ti?», pregunté. Incluso ahora, cuando recordaba aquel momento, me odiaba a mí misma por ello, por ser tan débil y dependiente. No obstante, ignoró la pregunta.
«Cuídate, cariño», susurró mientras me miraba con su dulce rostro lleno de dolor y pesar; su mirada me decía que tenía que hacerlo, que no le había dejado otra opción. Lo había llevado al límite, y si no se iba ahora, quizá nunca sería capaz de hacerlo.
¿Qué otra cosa podía hacer aparte de regresar a casa? ¿Qué alternativa me quedaba? Me abandonó en un pueblecito en mitad del desierto de Atacama. No conocía a nadie más en aquel lugar. Apenas me quedaba dinero. No podía volver a aquella carretera polvorienta sin él. No tenía ni ánimo ni fuerzas para empezar a buscarlo otra vez. «Vete a casa», me había dicho. ¿Acaso no se había dado cuenta de que el único hogar que había conocido de verdad era él?
Pero eso no fue lo que le conté a aquel hombre calvo y pálido, atrapado por su propia autoridad burocrática, que me observaba con expectación y las manos cruzadas sobre mi exitosa solicitud.
—Porque no había nada que me retuviera allí.
—Es un gilipollas —me confirmó Ger el primer día—. Es importante que lo sepas ya.
Estábamos juntos en el pasillo de la repostería, apilando natillas en las estanterías. Ger tenía bastante estilo para colocarlas de forma que las etiquetas estuvieran orientadas hacia delante y perfectamente alineadas. Dimos un paso atrás para observar nuestra obra maestra mientras intercambiábamos comentarios sobre Alan, que estaba en su despacho.
—Un día, tuvo el descaro de hacer un comentario sobre el aspecto de mi uniforme —continuó Ger, e hizo una mueca—. No es que esté sucio o desgastado. «Te va un poco justo, ¿no crees?», me dijo el muy capullo.
Ger y yo llevábamos camisas de color azul y pantalones azul marino, pero parecía que su uniforme se le ajustaba más a su cuerpo. Cuidaba su aspecto. Tenía el pelo negro recubierto de gomina y se lo peinaba con un tupé en la parte delantera, como Tintín. Llevaba anillos en casi todos los dedos. Se había pasado la mañana enseñándome las normas y los gajes del oficio. Me alegraba que fuera joven y tuviera encanto, pero, sobre todo, que pareciera no estar al tanto de mi situación. Había más gente en la sala de personal, algunas chicas que recordaba de la escuela, cuyas silenciosas miradas exhaustivas sugerían que sabían quién era, que habían oído lo que le había ocurrido a Nacio.
El supermercado se llamaba Crazy Prices. Era un lugar frío para mi gusto; los refrigeradores zumbaban y enfriaban el ambiente. Todo estaba tan bien colocado, tan bien expuesto y era tan aséptico… Durante todo el tiempo que había pasado en Perú, no había visto ni un solo supermercado. Nunca. Allí, los mercados eran al aire libre, y los pocos que estaban cubiertos no tenían nada que ver con este lugar desinfectado e iluminado por fluorescentes. Mientras trabajábamos, le conté a Ger mil detalles sobre los bloques rotos de cemento; las básculas antiguas; las manos sucias con las uñas rotas que agarraban la fruta de los puestos, o sacaban cereales o legumbres de sacos abiertos; las mesas que goteaban grasa y sangre al suelo, que se acumulaba en las alcantarillas; los perros que olisqueaban y rebuscaban; y el ruido, los constantes