A la deriva. Karen Gillece
lo peor de todo era Sorcha. Se la imaginaba observándolo en silencio con aquellos grandes ojos azules y el ceño fruncido. No tendría que decir nada. Podía leerle el rostro perfectamente. Y ella entendería que lo que Christy le había dicho —las palabras que había murmurado en un débil intento de mostrar entusiasmo— no eran más que mentiras. No lo había dicho en serio.
Se pasó las manos por las perneras de los pantalones para sacudirse la arenilla de las manos y se apresuró hacia la arena gris. Sentía cómo se endurecía a medida que se aproximaba a la orilla. La marea estaba baja e incrementó la velocidad cuanto más cerca estaba, ansioso por poner distancia entre la casa y él. Se llevó las manos al cuello de la camisa, se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando estaba a punto de llegar al final de la playa, donde las rocas parecían largas losas de color gris azulado, echó a correr, casi sin aliento, mientras las primeras gotas de lluvia le salpicaban las mejillas. Entonces, la vio desde la distancia. El viento le sacudía el pelo con fuerza y la trémula espiral de humo de su cigarro se fundía con el aire. Estaba apoyada contra una roca y todavía llevaba el uniforme de color azul marino, lo cual era una protesta ya de por sí. Aunque ella estaba de espaldas, Christy sabía cómo se sentía al observar su postura. Tenía la cabeza ladeada de forma desafiante, los hombros tensos y se agarraba con fuerza a la roca sobre la que estaba sentada.
Cuando se acercó, Lara se giró para mirarlo, y Christy vio que las lágrimas le rodaban por las mejillas, cortadas y rojizas a causa del viento. Le sorprendió verla llorando. No se lo esperaba.
—No voy a ir —dijo con la voz rota, a modo de advertencia—. No te molestes en invitarme, porque no iré. No pienso ser testigo de esta farsa.
—Lara —dijo él, y dio un paso hacia ella.
De repente, la chica apartó la mirada de él y tiró su cigarrillo a medias a la poza. La intensidad de su gesto hizo que Christy se detuviera. Sabía que debía tener cuidado con ella.
—Yo no quería —empezó a decir, vacilante. Su voz adquirió un tono agudo y absolutamente infantil—. Tienes que entender que no quería que…
—Para —lo interrumpió, y negó con la cabeza de una forma tan tajante que le dejó claro que no permitiría que le diera explicaciones, que no le importaban sus palabras, sus ruines excusas.
Fue como si aquella palabra marcase una línea de separación de todo cuanto habían compartido. Lara no tenía interés en escucharlo hablar de su dolor, no quería que le contara que lo ocurrido había hecho trizas todas sus esperanzas y sus sueños. De poco servía ya.
—Y si crees que me quedaré para veros jugar a la familia feliz, estás muy equivocado.
Cuando Lara acabó la frase, Christy tuvo la sensación de que algo muy pesado se asentaba en su pecho, algo que le arrebató todo rastro de ligereza en su interior. Durante toda su vida, todos los días, los meses y los años que tenía por delante, y las esperanzas que tenía se desvanecieron. La calamidad de su despreocupación le alcanzó y fue como si alguien le diera una patada en el estómago.
—Me iré sin ti —dijo con claridad. Se giró y lo miró para que observara la actitud desafiante que reflejaban sus ojos, para mostrarle que podía ser fuerte sin él—. Puede que me hayas dejado tirada, pero puedo hacerlo sin ti.
—Estoy seguro de que sí —contestó con ligera admiración.
De repente, algo cambió en ella. Su mirada desafiante desapareció y Christy vio el dolor que escondían sus ojos. No podía ocultárselo. Sintió que Lara se preguntaba «¿por qué?» y una chispa de rabia prendió en su interior. ¿Acaso no veía que su vida sería peor? ¿No entendía que ella era la afortunada? ¿Que todavía era libre? Sin embargo, antes de que tuviera la ocasión de preguntárselo, Lara se alejó de la roca, se dio la vuelta para encararlo y se apartó los mechones de pelo que tenía en la cara.
—Me han dicho que te vas a Italia… —mencionó con frialdad. Trató de mostrarse despreocupada, aunque ya era demasiado tarde—… de luna de miel.
—Sí —respondió Christy mientras notaba como la pesadumbre se asentaba en su pecho.
—No será lo mismo, lo sabes, ¿verdad? —Fijó la vista en él y le sostuvo la mirada durante unos instantes con unos ojos tan fríos y grises como el mar—. No será lo mismo en absoluto.
Y, entonces, se dio la vuelta, y Christy observó cómo se alejaba por la playa, entera y orgullosa. Cuando se acercó a su casa, aceleró el ritmo y, prácticamente, echó a correr. Mientras tanto, él se preguntó a qué se había referido. ¿No sería lo mismo para quién?
¿Acaso sabía Lara en aquel momento cómo irían las cosas? ¿Intuía lo que ocurriría en el futuro? ¿Cómo era posible? ¿Cómo podría haber sabido que mientras él se pasearía entre las ruinas de Pompeya, Sorcha se sentaría delicada y pacientemente en la sombra, mientras se abanicaba con el sombrero, enmascaraba su aburrimiento y se moría de ganas de que Christy volviera? ¿Cómo era posible que Lara hubiese previsto que los quejidos y el cansancio de hacer cola para entrar en la galería Uffizi bajo el calor abrasador de Florencia lo pondrían de los nervios? ¿Que le provocarían una irritación muy poco familiar? Lara no podía saber que tendría que recordarse a sí mismo que su nueva esposa estaba embarazada y que era injusto hacer que esperase bajo el sol. Por muy bien que los conociera a ambos, era imposible que hubiese imaginado que acabarían pasando su luna de miel tumbados bajo parasoles al lado de la piscina del hotel, sin apenas dirigirse la palabra, mientras él se perdía toda la historia y la cultura de Italia.
Los campos eran negros y una calma inquietante reinaba en el terreno que había a su alrededor. El cansancio lo invadía poco a poco mientras conducía y le nublaba la mente. Tensó los músculos de la espalda y sintió todas las contracturas que le recorrían la columna. La mano de Sorcha todavía reposaba en su muslo. Tenía una sensación peculiar, aunque era incapaz de describirla. Recordó la frialdad que reflejaban los ojos de Lara el último día que habían hablado. Todo rastro de calidez y cercanía se había desvanecido de ellos. Intentó deshacerse de aquellos pensamientos y centrarse en la carretera que tenía delante, en los faros que iluminaban el asfalto y las nubes que brillaban bajo la luz de la luna sobre las montañas que se veían a lo lejos. «No será lo mismo en absoluto». Al bajar la ventanilla, oyó los rugidos del mar.
Capítulo 3
Me entrevistó en su oficina. Delante de nosotros, había dos capuchinos de máquina enfriándose; la espuma se endurecía en los vasos de cartón. No estaba preparada para aquello teniendo en cuenta que esa mañana me había despertado con un fuerte dolor de cabeza, el estómago vacío y con náuseas. Hacía tiempo que no tenía una resaca así, y me había llevado un tiempo recomponerme. Había conseguido salir a rastras de la cama y me había quedado en cuclillas en la bañera, bajo la alcachofa, durante quince minutos. Después, me había vestido con la ropa más sobria y decente de que disponía, me había recogido el pelo en una coleta y, con una selección de cosméticos, esbocé sobre mi rostro el de una persona sana y con posibilidades de encontrar trabajo.
De algún modo, había llegado a tiempo y, cuando leí el cartel de la puerta —Alan Woodgate, gerente—, traté de imaginar qué clase de persona poseía un nombre tan sencillo y ordinario al mismo tiempo. Me imaginaba que sería un hombre alto que se movía como si sus articulaciones fueran mecánicas, de esos que te dan un firme apretón de manos. No me decepcioné del todo cuando lo vi.
—Así que ¿eres de por aquí? —preguntó el señor Woodgate sin levantar la vista de mi solicitud—. ¿Del pueblo?
—Sí, pero he vivido bastante tiempo fuera.
—Sí, ya veo…
Su cabeza tenía un aspecto céreo bajo la luz del despacho y tenía algunos cabellos levantados alrededor de la coronilla. Era joven, alto, se estaba quedando prematuramente calvo y tenía una nuez muy puntiaguda que era incapaz de dejar de observar y que subía y bajaba mientras bebía el capuchino. Estaba sentado encorvado frente