A la deriva. Karen Gillece
—Sí, supongo. En cierto modo, parece diferente.
—¿En qué sentido?
—Pues, mira, para empezar, la casa parece más pequeña. Está llena de cosas y de esquinas oscuras. No lo soporto.
Me miró de reojo y me percaté de lo dramática que sonaba. Entonces, me apresuré por diluir mis palabras.
—Tan solo necesito hacer algo con ella, limpiarla y transformarla en un lugar cálido de nuevo.
Asintió, pensativo.
—Es una buena casa —comentó.
—Sí. Pero no es mi casa. O, al menos, no lo parece.
—¿Tú crees?
—Ni siquiera parece que sea la casa de mi madre, si soy sincera. —Me miró de nuevo antes de fijar la vista en la carretera—. Para mí, todavía es la casa de la tía de Lillian. No ha cambiado prácticamente nada desde entonces.
Lo observé por el rabillo del ojo con dificultad. Tenía la barba oscura, como el pelo, pero las primeras canas la moteaban. No lo recordaba con barba. Le hacía parecer mayor, le daba un aspecto distinguido. Tenía el pelo corto y me imaginé que, si lo hubiese tenido más largo, se le habría rizado como cuando era joven. Se le empezaba a clarear por la zona de la frente y advertí que se lo peinaba hacia delante para combatir la señal de envejecimiento; aquel era un pequeño rastro visible de vanidad.
—Avril me ha dicho que Yankee House todavía está en pie —dije, y vi como se le curvaban los labios hacia arriba y esbozaba una ligera sonrisa.
—Bueno, hace tiempo que no oigo a nadie llamarla así.
Tenía los labios largos y rectos, y la barba perfectamente recortada, pero había un rastro de la ternura de su juventud en sus facciones. Se hacía visible en sus ojos marrones que reflejaban la luz a través de su oscuridad. Me pregunté cómo sería besar de nuevo aquella fina línea que era su boca, cómo sería sentir la suavidad de su mandíbula aterciopelada en mi cara. Me pasé la mano por el pelo rápidamente en un movimiento salvaje para quitarme aquella imagen de la cabeza.
—Iba a ver si podía reparar el antiguo Datsun de mi padre. Ir caminando desde el pueblo es una matada —añadí—. Sigue en el cobertizo que hay detrás de la casa, aunque Dios sabe en qué estado estará.
—Me había olvidado de que había un coche —comentó de manera pensativa—. Lillian nunca lo utilizó.
No le expliqué que mi madre odiaba aquel coche: la pintura rojo chillón, la tapicería de color caramelo… Era igual que mi padre: estridente y extravagante. Nunca entendió por qué se lo había dejado. «Te dejo el coche», le escribió en una nota, como si fuera un gran regalo para ella. ¿Es que nunca se dio cuenta de que lo odiaba? ¿De que jamás lo conduciría?
—A estas alturas seguramente está como para llevarlo al desguace —contesté en voz baja.
—Puedo echarle un vistazo, si quieres —se ofreció con un tono de voz comedido y, al mismo tiempo, ligeramente entusiasmado.
Me sorprendió que se ofreciera a ayudarme con el coche. No parecía la clase de hombre acostumbrado a juguetear con motores. Tenía las uñas demasiado limpias y la ropa, impoluta. Su aspecto era el de alguien escrupuloso y delicado. La seriedad de su actitud sugería que estaba más cómodo perdiéndose entre las páginas de un libro que debajo de un coche. Se dio cuenta de lo poco que lo conocía ahora. Lo único que tenía de él eran recuerdos. Los años los habían convertido en completos desconocidos. Quizá era mejor así.
—Vale —respondí—. Si no es molestia…
—Para nada.
La carretera serpenteaba entre las colinas hasta llegar al mar. A lo lejos, se veía el mar, de un azul aguamarina bajo la calima. Era tan raro estar sentada en el asiento del copiloto de un coche de nuevo —el sitio reservado para la esposa— con un hombre al volante que me sentí nerviosa. Había tensión entre nosotros, un silencio cargado de preguntas. ¿Pero qué sentido tenían ahora todas esas preguntas? Todo lo que había querido preguntarle se desvaneció de mis pensamientos; todas las preguntas candentes se habían enfriado con el paso de los años. Se hizo un silencio, aunque no era hostil; me parecía relajante.
Y, entonces, pasó algo. La radio llevaba sonando de fondo todo el tiempo, como si fuera un murmuro constante de voces, pero, en ese momento, en el silencio, las oí con claridad. Era la emisora local, y el presentador estaba leyendo los obituarios. Esa práctica mórbida y peculiar era una de las cosas de aquel rincón del mundo que había olvidado. Nos quedamos en silencio mientras una oleada de incomodidad inundaba el espacio que había entre nosotros y escuchábamos con atención los detalles de todas aquellas personas que habían fallecido antes de que se inclinara rápidamente y cambiara de emisora.
—Perdona —murmuró, y colocó la mano sobre el volante de nuevo.
La música de los Who llenó el coche de música. «The Seeker» empezó a sonar por los altavoces y los dos nos quedamos quietos mientras escuchábamos la letra.
I asked Bobby Dylan,
I asked The Beatles,
I asked Timothy Leary,
But he couldn’t help me either.
Lo miré fijamente y vi que se había sonrojado. Advertí que se sentía avergonzado por el hecho de que hubiese oído hablar sobre muerte. Le ardían las mejillas y miraba hacia todos los lados. Sentí su humillación. De repente, parecía tan ridículo que una carcajada empezó a formarse en mi interior. Traté de contenerme, pero no pude evitarlo y rompí a reír estrepitosamente. Fue como un grito ahogado, como un hipo sonoro. Christy me miró, confundido, y noté que estaba a punto de soltar otra carcajada. Y, entonces, no pude frenar la hilaridad. Era imposible de contener, emanaba de mis labios como si fuera una cascada. Asombrado, me miró mientras las lágrimas me resbalaban por las mejillas. No podía controlarme. En ese momento, él también comenzó a reír. Los dos estábamos sentados en la parte delantera del coche, tratando de respirar mientras reíamos a carcajada limpia. Y de la fuente más inesperada, de las circunstancias más ridículas, sentí que me deshacía de un gran peso que llevaba sobre los hombros. Noté como me liberaba de ello y la ternura que había debajo de tanta hilaridad.
Cuando conseguimos dejar de reír, me sentí liviana y etérea, como si alguien hubiese abierto una ventana en mi interior y una ligera brisa me atravesara enérgicamente. Y, así, sin más, supe que todo iría bien entre nosotros, que la ira, el dolor y los años que habían pasado no significarían nada. Puede que él también lo notase, porque aunque había dejado de reír, seguía sonriendo. Poco después, detuvo el coche en el camino de la entrada de la casa, cubierto de césped.
—Bueno… —dije mientras me quitaba el cinturón y le sonreía—. Gracias por traerme.
—Para eso estamos, Lara —contestó con amabilidad, y me miró a los ojos por primera vez en todo el trayecto.
Salí y saqué los botes de pintura del asiento trasero. Entonces, cerré la puerta y miré por la ventanilla abierta de nuevo.
—¿Entonces…?
—Entonces… quizá me pase algún día de la semana que viene para echar un vistazo al coche.
—Claro. Genial.
Se hizo un silencio muy breve antes de que arrancara el coche y, entonces, algo se me pasó por la cabeza y lo solté sin más.
—¿Christy? ¿Es el diminutivo de Christopher?
Era algo que nunca supe y que nunca se me había ocurrido preguntar. Su rostro adquirió una expresión de sorpresa mezclada con confusión y dejó de hacer lo que estaba haciendo.
—Christian —contestó en voz baja, y añadió en un tono diferente—: Pero ya nadie me llama así.
No