A la deriva. Karen Gillece
todos.
—Cierto. Pero me ha sorprendido lo mayor que parece. No sé, una parte de mí esperaba verla igual que cuando se marchó. Radiante. Joven.
—Bueno, es lo que tiene pasar muchas horas al sol —comentó con sensatez.
—No. No es eso. Parece tan…
—¿Tan qué? —preguntó, y se quedó callado, esperando a que contestara, con los ojos fijos en la carretera. Estaba preparado para escuchar la palabra. De repente, se sintió impaciente por saber a qué se refería, por conocer todos los detalles.
—Rota —contestó al fin.
Al oír aquella palabra, se le heló la sangre. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y despertó una emoción inesperada en su interior. En aquel momento, aparcó en el camino de entrada de la casa y vio que Stella salía al porche con un vestido ancho de color mostaza. Christy apagó el motor y abrió la puerta. Se alegraba de poder apartar la vista de su mujer. Temía que la expresión de su rostro revelase sus pensamientos.
La cena se convirtió en una oportunidad para Stella y Guy de exhibir sus talentos. Se enorgullecían de su autosuficiencia.
—¿Qué te ha parecido el queso de cabra, Christy? —preguntó Stella. Sus mejillas enrojecidas brillaban bajo la luz de las velas.
—Estaba riquísimo.
—¡Sabía que te gustaría! —La mujer rompió a reír—. Es un queso con un carácter fuerte y variable. ¡Un poco como tú!
Christy reflexionó sobre sus palabras durante unos segundos y decidió no darle importancia.
Pensó que esas cosas estaban poniéndose de moda. Cada vez oía a más personas hablar de la calidad de sus verduras orgánicas o de sus métodos de encurtir alimentos. Pero Guy y Stella lo habían llevado al extremo. ¡Si hasta tenían su propia cabra, por Dios!
Se sentó en el sofá hundido que habían intentado acolchar con media docena de cojines esparcidos y, con el estómago lleno, observó la habitación que lo rodeaba con la mirada empañada ligeramente por la neblina perezosa y placentera del vino tinto. En el sofá de enfrente, Stella y Sorcha estaban sentadas con los cuerpos girados, frente a frente. El voluminoso vestido de Stella le ocultaba las piernas. Desde su posición, veía sus mejillas de color carmesí y los hoyuelos que se le formaban a medida que hablaba, con vivacidad. Junto a aquella vibrante masa femenina, Sorcha parecía pequeña y delgada, igual que cuando la conoció, y se sintió orgulloso de ella. Se dio cuenta de lo mucho que se había esforzado por tener un buen aspecto esa noche —llevaba máscara de pestañas, un elegante vestido negro y zapatos de tacón con tiras finas, que contrastaba con el bohemio atuendo del trol— y sintió una chispa de gratitud. Las mujeres estaban hablado sobre su club de lectura. Solo captaba algunos fragmentos de su conversación.
—Me parece maravilloso. El sentido del humor y el modo en que captura la voz del padre…
—Y la de la madre.
—Sí, pero admitámoslo, Sorcha, capturar la voz de la madre no suponía un problema para ella. Quiero decir, ya lo ha hecho otras veces. Pero capturar la del padre…
Christy no sabía qué pensar de su club de lectura. Había sido ocurrencia de Stella, por supuesto; una reunión mensual de mujeres («¿por qué solo de mujeres?», se preguntaba) en The Old Oratory presidida por Stella y con Sorcha como secretaria. Había leído algunas de las minutas de esas reuniones escritas en su ordenador y le sorprendía la forma en que las personalidades de todas las presentes se plasmaban en la pantalla. Sorcha se mostraba seria, tímida y ambivalente con respecto al material de lectura, pero, al mismo tiempo, ansiosa por complacer al resto: «A Sorcha le gustó, no lo recomendó ni lo rechazó, y le pareció que estaba muy bien escrito». Sin embargo, Stella era muy estridente, directa, agresiva y dejaba clara su opinión: «Stella declaró que el último libro de Eugenides era una obra de arte y que era incluso mejor que su novela anterior, Las vírgenes suicidas. Una representación maravillosa de la traición del acervo génico y de su capacidad para dejar una marca indeleble en las vidas de las generaciones futuras. Una lectura imprescindible».
Christy acabó lo que le quedaba de vino y pensó en su propia novela, para la que aún no tenía título. Se preguntó cómo la recibirían las integrantes del club de lectura si algún día conseguía acabarla y qué comentarios perspicaces le ofrecerían si pudieran leerla. Lo cierto es que no sabían nada sobre esta novela; había mantenido oculta su faceta de escritor después del desastre del recital de poesía. Hacía dos años de aquello, pero el recuerdo todavía lo atormentaba. La remembranza magnificaba lo ocurrido: veía a todas aquellas mujeres perplejas y a él mismo, en el medio, recitando con un tono exageradamente afectado para contrarrestar sus nervios. Se lo había tomado demasiado en serio. Hizo una mueca al recordar lo ocurrido.
Elijah estaba sentado entre Stella y Sorcha. Era un niño de diez años pálido y delgado. Parecía que había heredado una buena parte del material genético de su padre y muy poco del de su madre. Stella le pasaba las manos por el pelo, oscuro y largo, y lo enroscaba alrededor de su dedo mientras hablaba. Parecía que Elijah no se daba cuenta. Estaba absorto en la revista que tenía delante de él, la Guía de la buena comida. Christy pensó que el niño ya estaba condenado. ¿Qué esperanzas podía tener si sus padres lo educaban en casa? En parte, Elijah era la razón por la que estaban allí; Sorcha quería que los dos chicos entablaran una amistad. Su hijo estaba sentado en un puf a sus pies y apenas había hablado en toda la velada. Ninguno de los dos niños parecía interesado en hablar con el otro. Jim era muy vergonzoso y Elijah prefería la compañía de los adultos. Christy dirigió la vista a Sorcha y trató de que lo mirara, pero no vio decepción en su rostro ante el fracaso de sus esfuerzos por que los dos fueran amigos. Estaba enfrascada en la conversación.
—Ya estoy aquí —anunció Guy cuando salió de la cocina con una botella de vino en cada mano—. Pasadme las copas, que no os dé vergüenza.
A pesar de su estilo de vida saludable, Guy y Stella bebían bastante.
El vino era un Bordeaux Clairet intenso y ligeramente dulce. No tendría que haber bebido tanto. Tenían que volver a casa en coche. Pero los pensamientos no le dieron tregua durante toda la noche y, al parecer, no era capaz ni de controlar su mente ni su ingesta de alcohol.
—¿Se lo has enseñado a él? —preguntó Guy a Stella.
—¡Madre mía, se me había olvidado por completo!
Guy atravesó la habitación a zancadas y rebuscó por las estanterías unos instantes antes de localizar el recorte de prensa.
—Aquí está. Lo vi en el diario el sábado pasado y Stella y yo nos acordamos de ti enseguida.
Christy fijó la vista en el recorte y leyó los detalles sobre un nuevo concurso de poesía que organizaba The Irish Times con un premio de diez mil euros para el mejor libro de poesía. Sintió un peso en el pecho y dio un sorbo a su copa de vino mientras consideraba la posibilidad.
—¿Qué opinas? ¿Es perfecto para ti, verdad? —preguntó Guy, muy animado.
—Sí. Es fantástico. Tendré que leer las bases para enterarme de todos los detalles, por supuesto. Quizá hay reglas que excluyen algunos volúmenes según el año de publicación y esas cosas…
—¡Tonterías! —lo interrumpió Stella—. No tendrás ningún problema. ¡Seguro que podrás participar!
Guy le dio una palmadita alentadora en el brazo. El entusiasmo y la fe que tenían en él fue como un golpe en el estómago. Entre los libros sobre agricultura orgánica, educación en el hogar y buen sexo, se encontraba un fino volumen con sus poemas, con la cubierta blanca y el título y su nombre en una tipografía roja con florituras: Temporada de salmones, de C. E. Archibald. En la cubierta, había un salmón brincando que había dibujado Stella. Lo de utilizar sus iniciales había sido cosa suya; le parecía más decoroso para un poeta. Al menos, eso había creído en ese momento.
—Tienes