A la deriva. Karen Gillece
—Asintió con la cabeza—. Artistas, escritores y músicos.
Por un instante, me pregunté si estaba haciéndose el gracioso y riéndose del penoso puesto de bisutería que tenía delante de mí. Ni siquiera era mío. Lo había robado de debajo de la litera de una chica colombiana en un hostal en Miraflores, desesperada por encontrar algo que pudiese empeñar. No soportaba la idea de tener que llamar de nuevo a cobro revertido a mi madre, a Irlanda, para pedirle que me enviara más dinero. Y allí estaba, ofreciéndole una sonrisa bañada por la luz del atardecer, agradecida por su cumplido. Si quería pensar que era una persona creativa, adelante, aunque el único talento que tenía era el don de enrollarme con hombres malos y meterme en líos.
—Bienvenida a Cuzco, irlandesa —añadió con una sonrisa pícara. Observé cómo regresaba a su puesto de productos de cuero, con cinturones, bolsos y pulseras hechas a mano por él.
El corazón me latía a un ritmo frenético. Pensé que era amor, aunque lo cierto es que podría haber sido simplemente a causa de la altitud. No obstante, era propensa a enamorarme a primera vista, y había algo en su forma de caminar despreocupada, con los hombros relajados y las manos metidas en los bolsillos con cierta indiferencia, que lo hacía parecer alguien tan completo, satisfecho y en paz con el mundo que daba la sensación de que nada malo podía pasarle. Deseaba un poco de lo que él tenía: seguridad en sí mismo, naturalidad y serenidad. Pero, sobre todo, lo que de verdad quería desde la primera vez que lo vi era reposar mi cuerpo agotado sobre el suyo.
Observé la postal y entrecerré los ojos para leer la fecha. Le di vueltas una y otra vez, mientras hacía cálculos en silencio. Se me aceleró el pulso al pensar que había vuelto al lugar donde nos conocimos. Sostuve la tarjeta entre las manos y saboreé las imágenes capturadas en la postal. A pesar de todo el tiempo que había pasado, sentí su molesta presencia de nuevo.
Capítulo 2
El coche se balanceó ligeramente a causa del portazo durante unos segundos. Después, se hizo el silencio, y Christy y Sorcha observaron cómo su hija subía la empinada cuesta asfaltada que llevaba a la casa. A mitad de camino, se recolocó la mochila que llevaba colgando del hombro y se apartó el mechón de pelo marrón que parecía cubrirle el rostro continuamente. En silencio, Christy se maravilló de la habilidad de Avril para transmitir completo aburrimiento mediante el lenguaje corporal.
—Bueno, al menos ya hemos conseguido librarnos de uno de ellos —dijo Christy, y se rio momentáneamente mientras daba marcha atrás con el coche. Entonces, recordó que su hijo seguía en el asiento trasero y lo miró a través del espejo retrovisor—. No te ofendas, Jimbo.
El niño no levantó la vista de su Game Boy.
—¿Qué tal vamos de tiempo? —preguntó Sorcha al tiempo que bajaba el parasol y observaba a Avril desde la distancia.
—Mal. Llegamos tarde, como siempre —anunció.
Aquella noche estaba contento, sorprendentemente animado, y tenía el cuerpo alerta para recibir el torrente de adrenalina que le recorría las venas.
Nos alejamos del bordillo. Christy se apoyó en el claxon y miró a Avril. La chica no respondió y se metió en la casa sin mirar atrás ni una sola vez.
Mientras conducía, era consciente de que Sorcha no paraba de tocarse el rizo que le caía sobre la frente, como si apartárselo continuamente garantizara que no le volvería a caer sobre la cara.
—Le dije a Stella que llegaríamos a las ocho —murmuró Sorcha, distraída.
—Creo que nos perdonará por llegar quince minutos tarde —respondió Christy en voz baja.
Iban a casa de Stella y Guy Naseby para tomar algo ligero y unas copas. Christy pensó irónicamente que era muy propio de Stella hacer una invitación tan descarada como aquella, describiendo perfectamente lo que debían esperar de la velada. Casi oía su voz, haciendo la invitación por teléfono, en su tono sonoro y potente. Normalmente, Christy eludía esas invitaciones. Pensaba que Stella era una déspota y en más de una ocasión la había llamado «trol», aunque nunca se lo había dicho a la cara. Guy era más tolerable que su escandalosa y gorda mujer, pero Christy siempre desconfiaba de gente la hippie y bohemia como ellos. Detrás de sus túnicas de estopilla y sus sandalias, detectaba un cierto aroma a capitalismo. Guy y Stella habían llegado de Inglaterra hacía cuatro años. Christy los llamaba «intrusos», aunque lo cierto es que él había hecho lo mismo, pero desde más cerca. Eran los dueños de una tienda de artesanías en lo que antes era una iglesia. Se llamaba The Old Oratory. El interior estaba pintado de color blanco y tenía las vigas de madera al descubierto y vidrieras de colores. Había jerséis, cerámicas y una sección de paraguas hechos con shillelaghs. De fondo sonaba Enya en bucle. «Malditas cachiporras», le susurró Christy a Sorcha la primera vez que visitaron la tienda; la curiosidad sacó lo mejor de él. Pero Sorcha no pensaba como él.
—Hacía falta que viniese un extranjero para enseñarnos cómo hay que hacerlo —comentó Sorcha para gran asombro de Christy.
Le sorprendía la obstinación de su mujer por mantener aquella amistad. Durante tres años, después de que Stella crease un club de lectura y reclutara a Sorcha, habían participado en una pantomima de intercambios sociales, que incluían cenas, tardes jugando a las cartas, noches de fondue e incluso una sesión de tarot, un recuerdo horrible. Sin embargo, mientras conducía, Christy se sintió aliviado por pasar la tarde en su compañía. Agradeció la distracción que le proporcionarían. No creía que pudiese soportar otra larga noche solo en casa junto a Sorcha. No esa noche.
Lara había vuelto. Increíble, le resultaba imposible creerlo, después de tantos años. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Durante una semana, desde el momento en que sonó el teléfono para anunciar su llegada, había sentido una mezcla de temor, duda y emoción absoluta. A veces, incluso se notaba aturdido. Sentía que todos estos sentimientos y la repentina emoción que lo embargaba era algo peligroso, y desconfiaba de sus propias reacciones. Por ello, sugirió que fuera Sorcha quien recogiera a Lara en la estación.
—Le hará más ilusión verte a ti —dijo.
Y, durante todo el día, evitó la playa, aquel trecho de arena que había entre su casa y la de ella, porque tenía miedo de encontrársela. Necesitaba estar preparado, no sabía muy bien cómo actuar con ella ni cómo lidiar con su dolor, aunque, al mismo tiempo, se moría de curiosidad. A lo largo del resto del día, pensó de vez en cuando en la casa al final de la playa. Trataba de imaginarse qué hacía en aquel momento, si se había instalado, qué aspecto tendría después de tanto tiempo… Se le pasaban por la mente todas estas preguntas, una después de otra, pero no se atrevía a pronunciarlas en voz alta por miedo a parecer demasiado ansioso o necesitado de conocer las respuestas. Al principio, escuchó a Sorcha hablar sobre su prima y los cambios a los que se había enfrentado. Intentó adoptar una actitud fría e indiferente para que pareciera que no prestaba mucha atención a la conversación, mientras, en su interior, se sentía realmente ilusionado. Notaba que su mujer se mostraba algo distante y cautelosa. Christy tenía la impresión de que bailaban el uno alrededor del otro, haciendo piruetas verbales; ninguno de los dos estaba dispuesto a preguntar sobre el pasado.
Sorcha se miró en el retrovisor. Finalmente, el pelo le hizo caso. Suspiró con alegría, lo cual indicaba que tenía ganas de disfrutar de la velada después del día que había tenido.
—¿Crees que deberíamos haberle preguntado si quería venir con nosotros? —comentó Sorcha, y lo sacó de su ensimismamiento.
—¿A quién?
—A Lara. De algún modo, me siento mal por haberla dejado sola. Es la primera noche que pasa aquí después de tanto tiempo.
—Seguramente quiere estar sola. Debe de estar cansada. Dale tiempo para que se instale.
—Pobre Lara —comentó Sorcha.
Christy sintió de repente que la emoción se apoderaba una vez más de él.