Profesores, tiranos y otros pinches chamacos. Francisco Hinojosa

Profesores, tiranos y otros pinches chamacos - Francisco Hinojosa


Скачать книгу
el incremento en las importaciones de abulón y almeja azul.

      Era incansable. Tan solo el primer mes apadrinó a quince niños, vacunó a cuarenta y dos, regaló dos mil ocho despensas, aprobó el menú de los DEE (Desayunos Económicos Escolares) e inauguró una clínica para ejecutivos con problemas de próstata. Hizo una cata pública de abulón chileno.

      Incluso le alcanzó el tiempo para someterse a una liposucción en el Hospital Militar.

      Un día, se hizo el pedicure en la estética de Thelma Esther y no sospechó en ningún momento que la amable dueña del negocio fuera también la amable amante de su marido.

      El recién nombrado obispo Alberto del Río Canales accedió a tomar su primera confesión como tal a José Asunción Mercado.

      –Me acuso a mí mismo, señor obispo, de haber caciqueado hace tiempo en mi pueblo natal. Me acuso también a mí mismo, señor obispo, de haber cabildeado con suma deshonestidad. Me acuso de intromisión y un poco de perfidia. De sobra y falta de honradez. Me acuso de haber cometido atentados contra la inmoralidad. Me acuso de indecoroso y sordo. De adepto a los bienes materiales y de mirar el mundo a través del cristal de la ambición. Me acuso, señor obispo, de ser José Asunción: su líder, su presidente.

      El obispo Alberto del Río Canales estaba por absolverlo cuando el pecador continuó:

      –Y me acuso a mí mismo de haber visto una revista y de ocupar mi mano, de consumir sustancias ilícitas, de no pagar los servicios que una noche me dio La Vikinga…

      –Yo te absuelvo… –comenzó el prelado para no escuchar más pecados, pero fue interrumpido.

      –Y me acuso de haber matado por propia mano al hermano de mi madre porque quiso hacer justicia con mi padre. Y acuso a mi padre de haber permitido que yo matara a mi tío. Y a mi madre porque empujó a ambos al pleito y a mis abuelos por haberlos engendrado y a mi tía por seducirme aquel martes de abril y a mi sobrino por ha berle echado el raticida a su hermana…

      Tocó luego el turno a Dimitri Dosamantes:

      –Ese mi obispo, hágase como el que me está confesando porque he de decirle que nos vigila el enemigo…

      –Hijo, nosotros no tenemos enemigos –contestó el ministro religioso con una voz apenas audible pero empalagosa.

      –Usted haga sus señales de la cruz, como si estuviera muy interesado escuchando y perdonando mis pecados… Verá, un informante que tenemos en Washington nos vino con la noticia de que estamos en la agenda, ¿comprende?

      –¿En la agenda?

      –Baje la voz, mi obispo, le digo que hay orejas… Continúo: nuestros socios económicos y políticos, ¿sabe a qué me refiero, verdad?, andan con la idea de quitarnos el país por la vía armada, ¿comprende?

      –Hasta ahora no comprendo nada, hijo –se consternó el obispo con su timbre de voz más azucarado.

      –Que nos quieren joder, quebrar, declarar mentalmente insanos, desaforar… ¿Va agarrando la onda, mi obis? Nos quieren invadir. Vaya, para que me entienda mejor: quieren usurpar lo nuestro, despojarnos, allanarnos como país soberano que somos…

      –¿Está seguro, hijo, de lo que está diciendo?

      –Por ésta –y Dimitri besó una dizque cruz que hizo con sus osteoartrósicos dedos.

      –Supimos que el país está agendado –dijo Pablo Jiménez, El Canalla, principal capo del cártel de Los Esteros– y venimos a ver en qué podemos ayudar –le gustaba hablar de sí mismo en plural, quizás porque siempre lo acompañaban doce mudos guardaespaldas.

      –No le voy a mentir don Pablo: sí estamos en la agenda –le estrechó la mano José Asunción–. ¿Se le antoja un vodka?

      –No, venimos de pisa y corre y andamos jurados.

      –¿Cacahuates?

      –Sí, queremos unos poquitos.

      –Al parecer –dijo Dimitri–, el fuego intimidante empezará con el llamado “bombardeo selectivo”. Quieren adueñarse de lo nuestro. De las minas de zulamamita y de esteronomio, de nuestros recursos perecederos, de la fábrica de ron, de nuestros novelistas.

      –¿Con cuántos misiles cuenta el país?

      –Compramos cinco docenas de los llamados Revolution.

      –¿Con ojivas…?

      –Dieciocho con agentes químicos –explicó José Asunción–, y catorce con bichos biológicos.

      –¿Eso es todo? –se sorprendió El Canalla.

      –Queríamos comprar una bomba atómica, don Pablo, pero no nos alcanzó el presupuesto –respondió Dimitri.

      –Siempre sí sírvanos el vodka. Creemos que hay muchas cosas de qué platicar.

      –No se saque de onda, padre, con lo que voy a decirle, pero… vendimos la iglesia de San Román Norte –dijo José Asunción a boca de jarro.

      –¿Sorry?

      –Para hacernos de recursos…

      –¿Toda la iglesia? –preguntó el obispo.

      –La iglesia y algunos objetos…

      –¿El cáliz de oro?

      –No se preocupe, padre: en unos años recuperamos todo, nomás nos repongamos del gasto de los misiles. Digamos que la dejamos a buen resguardo, ¿me entiende?

      –¿Y el párroco de San Román? –preguntó el obispo.

      –Lo nombramos asesor religioso de nuestra embajada en Estocolmo.

      –Ah, bueno. ¿Y las monjas?

      –Las infiltramos en el sindicato de las costureras… Con un sueldo decoroso…

      –Ah, bueno. ¿Y yo?

      –Le tenemos una sorpresita, padre. Nomás no se desespere. Lo andamos candidateando para cardenal, que es lo mínimo que su santidad se merece. Ya hablamos con el nuncio. Nos dijo que el Papa le debe algunos favores.

      –Ah, bueno. ¿Y la nación?

      –Al parecer seguimos siendo sus dueños, padre: cuestión de que nos lo permitan y de que la gente bien intencionada como usted nos apoye con algo más que bendiciones, ¿comprende?

      –Ah, bueno. ¿Y este sobre?

      –Tómelo como diezmo, si quiere. Nosotros le llamamos “compensación”. O “propina”. Como más le acomode.

      –¡Santo Jesús! –exclamó el futuro cardenal al abrir el abultado sobre.

      El negociador del país ante la ONU y ante las naciones que lo habían agendado logró acuerdos, transferencias y concesiones. Las minas cambiaron de manos. La moneda se depreció ochocientos catorce por ciento en tres meses. El Museo de Antropología y las pinturas rupestres dejaron de ser patrimonio de la nación. El frijol y el garbanzo, antes exportables, pasaron a ser productos de importación. Córneas, riñones, corazones e hígados, en cambio, se vendieron al exterior a precios de remate. El campeón de peso pluma en boxeo se dejó arrebatar el cinturón por un puertorriqueño en una pelea coludida. La cerámica típica cambió su denominación de origen. Y así con la industria textil, las playas, los fertilizantes, el famoso pulpo al ajillo y doscientas mil catorce hectáreas.

      Incluso Thelma Esther, quien fuera la amante consentida de Dimitri, se casó con un general de un país enemigo con fines reproductivos a corto plazo. Compró su ropa de maternidad en una tienda exclusiva de Londres, se hizo un ultrasonido en Ámsterdam, rogó en Notre Dame de París por que su hijo saliera con dos manos, dos pies y diez dedos en cada extremidad y se compró una camiseta estampada: I chpt_fig_001 NY.

      La agenda nacional


Скачать книгу