La jaula de la iguana. Medea Pola
muy susceptible.
–Pablo, tú podrías ser modelo si quisieras.
–No me gusta estar delante de la cámara.
–No te entiendo. Ganarías bastante más que dando clases a unos gilipollas que no quieren ir a la universidad –todo lo que sale de la boca de Maite tiende a sonar verdadero y obvio, pero es solo por cómo lo dice; es una de esas personas que ya han pensado todo antes que los demás.
–Pero sus padres sí que quieren y eso es lo importante.
–Eres demasiado cínico para ser profesor.
–Nunca se es lo suficientemente cínico y/o estúpido para enseñar filosofía en el siglo XXI.
No soy profesor. Los profesores madrugan y se duchan y desayunan copiosamente, como hay que hacer, supongo que untan en tostadas integrales mermeladas diferentes según el día, y toman café y van en coche al mismo centro por lo menos cinco veces por semana. Algunos se ponen una bata blanca y suelen tener una audiencia de entre veinte y cincuenta personas. En los institutos tienden a sufrir estrés y a algunos se les cae el pelo y el mundo encima.
Yo no desayuno, cuando no queda café me tomo una cerveza y una pastilla de b12. Yo solo soy de esos que aparecen anunciándose en las farolas junto a las fotos de perros perdidos, de mujeres inmigrantes que cuidan ancianos, de señores que hacen chapuzas y de alquileres de habitaciones sin wifi: filosofía para la selectividad, joven graduado y ninguneado.
Eso último no lo pongo.
Recibo en mi piso a unos cuantos estudiantes por semana, por lo general a las seis o siete de la tarde, eso me evita madrugar o tener que hacer demasiado rápido la digestión, o coger metros, o perderlos. No necesito mucho dinero, pero el dinero me necesita muchísimo.
La siguiente canción es Call me de Blondie y Maite se levanta dando un salto y se sube al sofá y se pone a bailar como en una sesión de pole dance exotic. Se ha rizado el pelo y se parece al león que tiene tatuado en la espalda, un león dorado, casi en llamas, rugiendo algo muy sentido, o no. Entre el tenebrismo del salón y su languidez al moverse tras el humo del incienso, intento mirarla y verla a cámara lenta como en un videoclip, pero no puedo. Me hace gestos para que baile con ella y le digo que no, también con un gesto señalando que me duele la espalda.
–¿Salimos?
–Sí.
Nos miramos en el espejo del ascensor y Maite nos saca una foto y la sube a Instagram y escribe hastags en la descripción como #party, #tattooed, #friends y #lifestyle.
Salimos a la calle y caminamos descoordinados entre los escaparates de tiendas de ropa, farmacias y carnicerías. Es sábado, la gente lo sabe y trata de no desperdiciarlo. Se oye un fuerte vocerío masculino. Algunas personas beben y mean en la calle antes de meterse en una discoteca, otras han preferido quedarse en casa viendo una película con una pareja a la que ven poco y luego van a tener sexo, otras están solas y otras no están, simplemente han dejado de existir.
Esta mañana me he enterado de que mi madre ha dejado de existir. Maite no lo sabe. No he querido contárselo, no es una buena forma de aprovechar el sábado. Tampoco sé cómo decirlo en voz alta, qué tono usar, ni siquiera acabo de entender por qué tendría que hacerlo o para qué. Mañana tengo que ir al tanatorio a ver a otras personas echarla de menos. No quiero hacerlo, pero se lo he prometido a mi abuelo.
Mi abuelo fue albañil, después intentó tener más iniciativa y casi lo echan así que siguió siendo albañil. Una vez consiguió mudar de trabajo y empezó a vender grúas a otros albañiles. Más tarde se jubiló y se hizo alcohólico. Y ahora su hija ha muerto.
Estamos en un bar cutre donde la mayoría de la gente come cacahuetes y bebe verdejos. Todo vuelve a verse tenebrista pero futurista. La misma barra de siempre, con sus botellas detrás y el mismo negocio milenario de taberna, pero revestido de neones fundidos.
Maite pide dos cervezas, a dos euros con diez cada una, y nos las bebemos sentados en un portal frente a la puerta porque las esquinas huelen a pis. La gente ríe mucho de fondo y grita. No gritéis –pienso– me duele la cabeza. No digo nada, solo miro los labios pintados de verde de mi amiga y su pelo de leona. A veces creo que reuniéndome con gente como Maite pierdo la objetividad acerca de cómo es el mundo real y las personas reales, esas que trabajan sentadas, van al gimnasio, tienen aficiones como viajar en furgoneta o ver series en Netflix, siempre están emparejadas o, si no, siempre están emparejándose, y terminan la semana en una discoteca, bailando o fumando en la entrada o metiéndose cristal. Reunirme con gente como Maite me hace sentirme orgulloso y a la vez fracasado.
¿Ves a ese tío de ahí? –pregunta mientras contemplo cómo brilla el piercing de su ombligo.
–¿Cuál?
–El del pelo oxigenado.
–Sí.
–Es camello.
–¿Cómo lo sabes?
–Iba a mi instituto y ya vendía a los quince años. Su madre es abogada y su padre se colgó de un árbol cuando él era pequeño.
–¿Insinúas algo?
–Quiero éxtasis. ¿Pillamos a medias?
–Vale.
Son dos pastillas muy simpáticas con el símbolo de Superman. Cada una nos ha costado diez euros. Me tomo un cuarto y doy otro trago a mi cerveza.
La noche no se atreve a hacerse más oscura mientras la siga mirando.
2
Es de noche, pero hay mucha luz naranja. La bombilla nos transformó en humanos neuróticos. Rompió nuestros ciclos. Antes las noches eran negras e inhabitables, esotéricas y espirituales, silenciosas, elegíacas, estoicas, románicas... A la gente no debía importarle pasarse mucho tiempo mirando al cielo, dejando que cada vez se vieran más brillantes las estrellas, mirando a la luna menguar o crecer, sin aburrirse, sin tener otra cosa a la que mirar y sin acabar de entender si lo mirado devuelve la mirada, creando relatos mágicos. Ahora no tenemos muy claro cómo vivir el tiempo porque uno puede seguir siendo uno mismo a la hora que quiera, sin descanso.
–Hace calor, ¿verdad? ––Maite no deja de moverse.
–No.
–Mira, ese de ahí hasta se ha quitado la camiseta.
–Y está temblando.
–Está bueno –dice Maite con un tono algo triste-. Se me está derritiendo la cara.
–Yo no tengo calor.
–Estoy asada, voy al baño –me mira y levanta una ceja y un piercing–. No tardo.
Mi madre ha dejado de existir porque prefirió tomarse treinta pastillas para dormir en vez de tomarse solo la dosis que le dijo el médico. Mi madre daba clases de piano a jóvenes a los que yo ahora doy clases de filosofía para que aprueben la selectividad. Que cualquiera pueda ser profesor es algo que no debería dejarnos tranquilos, ni que cualquiera pueda ser padre ni tener una mascota ni ser artista. Estaba todo lo unido que un tío de veinticinco años puede estar a su madre maníaco depresiva, es decir, poco. La echo de menos y la odio al mismo tiempo.
Mi madre se despertaba un día y no quería levantarse ni vivir, no comía, apenas hablaba, y se quedaba casi todo el tiempo muy quieta en un sitio, en una esquina, entre los aloe vera y los cactus del salón. Al día siguiente, o a la semana en los peores casos, se levantaba de la cama y desayunaba muchísimo y se ponía carmín en los labios y tacones y se iba a hacer compras y llamaba a personas con las que ya apenas se hablaba y no dejaba de especular sobre el futuro como algo tan corto que no le iba a dar tiempo a vivir.
Entre esos dos estados, tocaba el piano y lo hacía muy bien. Lo que más asusta de vivir una vida de esta manera es no saber cuál de las dos formas se parece más a ti, la enfermedad deteriora la