La jaula de la iguana. Medea Pola

La jaula de la iguana - Medea Pola


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que hace referencia al viajero que ha estado entre esos dos extremos que son la vida y la muerte.

      Está compuesta de thánatos (muerte) y nauta (viajero).

       4

      Entro en la cabina y han maquillado a mi madre como si fuera más mayor de lo que en verdad es. Tiene una ridícula sombra azul en los párpados y pienso que el tanatopractor debería saber que a ella le gustaba el verde, es su trabajo. Le han rizado las pestañas y tiene colorete en las mejillas. Los labios están más rosa de lo que recordaba. La veo más delgada. La sensación es parecida a cuando ves la figura de cera de un famoso, unos rasgos algo confusos en alguien que conoces. Le toco la mano y la retiro inmediatamente como si quemara, como si estuviera prohibido, como una obra de arte en un museo, como si solo pensar en hacerlo fuera perverso y muy inapropiado.

      Aun así pienso que podría llevármela tal como está a casa, no es tan impresionante. No está distinta a cuando tenía un brote depresivo y se pasaba horas tendida sobre su cama. Además a estas alturas de la historia la muerte se ha estetizado tanto que ya no sobrecoge de la misma manera, hemos sabido ver belleza en todo, en la agonía, los ojos que se cierran románticamente, la expiración lenta y sonora del espíritu abandonando el cuerpo, el cuerpo echado, pálido y tranquilo con las manos cruzadas... Podría sentarla frente al piano como hacen esas personas que deciden disecar a su mascota y colocarla donde se solía echar la siesta, a los pies del sofá, al lado de una mesilla o frente al televisor, y le hablan y acarician como si estuviera viva y pudiera sentir algo, y cuando reciben visitas a casa les piden a sus invitados que saluden al animal y le acaricien y que participen del simulacro en el que se han metido hasta el cuello para no tener que hacerle frente a la muerte, lo cual suele aceptarse por parte de los extraños como algo más “conmovedor” de lo que en realidad es, y se lanzan miradas sutiles y nerviosas e intentan fingir que todo eso es normal.

      Es grotesco, pero me gustaría hacer eso y tenerla cerca hasta que considere que estoy preparado para dejarla atrás. Solo se trataría de pedir un poco más de tiempo, no se deja de fumar, por ejemplo, en un día, hay quien necesita un cigarrillo electrónico o chicles o parches de nicotina como puente para cruzar de un lado a otro.

      Me siento a su lado y la miro como si se tratara de un niño Jesús de plástico en su pesebre.

      Al otro lado del cristal, donde están los vivos, todos me miran con la cara desencajada y con los labios prietos de pésame. Me levanto, cierro las cortinas y vuelvo a sentarme. Las cortinas puestas acentúan la teatralidad del lugar. Me imagino a la persona a la que se le ocurrió ponerlas, alguien sensible y algo dramático, supongo, tal vez de signo cáncer.

      Mamá, quiero decirte algo, es decir, me gustaría poder hablarte, contarte lo que sea que cierre el capítulo. Quiero hacer lo que hay que hacer y quiero hacerlo bien. Este es el momento para hacerlo, alguien ya lo pensó por nosotros, esta caja de cristal existe para que dialoguemos. Si me hubieras avisado con más tiempo, hubiese escrito algo emotivo y sincero, pero así no puedo. Tengo la sensación de que en este lugar los de fuera pueden escuchar los pensamientos de los de dentro. Me gustaría darte un beso, pero no puedo, ¿lo entiendes verdad? Es que me da asco hacerlo, ya sabes, estás muerta, ahora mismo puedes ser un foco de bacterias. Me da mucha pena que te hayas muerto, es la verdad. No deberías haberlo hecho, tal vez hubiese podido ayudarte, sabes que soy una persona con la que se puede hablar, aunque ya sé que uno no piensa en esas cosas cuando se mete una sobredosis. Una sobredosis, ¿puedes creerlo? No sé si lo estabas pasando mal o solo estabas muy aburrida. Sé lo que es estar muy aburrido. Voy a echar de menos oírte tocar el piano y que me digas que estoy muy delgado y las llamadas que de vez en cuando hacías y yo te decía que estaba muy ocupado. No estaba tan ocupado, es solo que no me apetecía hablar, perdona.

      No se me ocurre nada más.

      Salgo, dejando las cortinas echadas para que nadie más pueda verla. Soy su hijo y tengo ese privilegio.

      Un hombre, creo que es cura, entra y lee unos pasajes que no escucho. Llama a mi madre Lola y me suena mal que la llame por su nombre, tú no la conocías, no hables de ella ni mucho menos de su alma. No digo nada, sigo en silencio, porque es lo que me han dicho que hay que hacer. Ojeo por el rabillo del ojo a mi madre entre un resquicio de las cortinas, que parece un vampiro durmiendo en su ataúd, como en una casa del terror de un parque de atracciones. Fantaseo con visitar todas las salas y ver la colección de monstruos que tienen.

      Después de dos pésames más, me fumo el último cigarro de la cajetilla.

      En la sala de al lado despiden a un hombre de sesenta años. Era empresario y había tenido problemas con hacienda y ahora se ha librado del castigo que merecía porque se ha muerto.

      Su mujer, también involucrada en sus fraudes, se caga en todo porque se acaba de quedar sola.

      Cuando llego a casa me encuentro con que algún capullo me ha enviado flores, son rojas y parecen de todo menos mortuorias. Las coronas funerarias tienen forma circular porque simbolizan la estructura cíclica de la vida. La estructura de la vida de mi madre sería más bien un zigzag. En el budismo es de pésimo gusto despedir a un muerto con flores de color, por lo general se utiliza el blanco.

      Floristería Narciso

      Independientemente de hacer referencia a la flor, el relato mitológico le da un aire un poco sombrío.

       5

      La floristería Narciso está, según Google Maps, cerca de un parque al que mi madre solía llevarme cuando era pequeño para que me relacionara con otros niños. No es especialmente grande ni especialmente bonito. Un par de columpios, un tobogán por el que pegarse para conseguir turno, una torrecita con pisos para esconderse del resto de niños y un suelo de goma que sigue sin ser seguro.

      Aprendí a hablar muy pronto, pero solo me comunicaba en casa. Por lo visto era uno de esos niños siniestros que no habla con nadie, lee en el recreo y recibe balonazos y no se atreve a cagar en los baños que no sean los de su casa. Mi profesora de parvulario tuvo que reunirse una vez con mi madre porque temía que me pasara algo. Le dijo cosas así:

      –¿Pero en casa habla?

      –Claro –le decía mi madre.

      –No hay forma de hacerle hablar en clase. Nunca dice nada. Está siendo difícil estudiar su aprendizaje.

      –Es tímido –contestó mientras pensaba: “¿Aprendizaje? Tiene cinco años, en algunos países los niños ni siquiera van a la escuela a esa edad”.

      –Pero preguntes lo que preguntes, se te queda mirando, después se encoje de hombros y mira al suelo.

      –Eso es raro, en casa no lo hace.

      –Cuando les hago cantar canciones todos se ponen muy contentos, pero Pablo creo que solo finge cantar.

      –Eso no es preocupante, en casa ensayamos con el piano todos los días, tiene un oído muy fino –era la primera vez que a mi madre la llamaban doctor Frankenstein y ella era muy orgullosa, era aries.

      –Verás Lola, te he pedido que vengas porque a veces este tipo de comportamientos pueden ser un aviso.

      –¿Un aviso de qué? –debió contestar en un tono más hostil. Con esa agudeza de una voz que está a punto de discutir.

      –De algo más profundo.

      Esta profesora me preguntó una vez delante de los demás niños:

      –Pablo, ¿ha venido tu papá a verte este fin de semana?

      Otro día me preguntó:

      –Pablo, ¿tú quieres a tu papá?

      Pero, obviamente, se preocupaba tanto por mí que tenía que preocupar a mi madre. Me llevaron a una psicóloga infantil y a un logopeda. Después de hacerme las típicas preguntas para asegurarse de que no me pegaban o que no había visto a nadie morir a una edad demasiado frágil


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