La jaula de la iguana. Medea Pola
en máquina cinco euros y diez céntimos, lo que significa que el cigarrillo que ahogo en el cenicero cuesta unos veinticinco céntimos.
Pienso en que debería ducharme, pero me pesan los brazos y me duele la espalda. No quiero comer nada porque tengo el estómago revuelto. Pienso que si a mi edad me levanto por las mañanas con el cuerpo tan reacio a su mantenimiento, es ingenuo creer que viviré hasta los ochenta aunque me hayan dicho desde pequeño que la muerte es algo que no llegará hasta dentro de mucho tiempo, como las responsabilidades, el trabajo de tus sueños, el amor de tu vida, la sabiduría o, con todo ello, la felicidad.
Me pongo un jersey negro de punto, unos pitillos negros con las rodillas descosidas y una chupa de cuero, era de mi madre. No encuentro mis botas, así que pillo unas zapatillas deportivas grises que fueron blancas.
Fuera hace más frío que ayer.
Tomo un café en el Starbucks de abajo. No me gusta Starbucks, pero desde que lo pusieron las demás cafeterías se han esfumado a otras calles. Han quitado de la farola de enfrente el cartel que puse en el que anuncio mis clases. Desayunando, miro detenidamente a la gente que hay en derredor:
1. Una pareja de adolescentes. Ambos son bastante feos. Ella lleva una sudadera en la que pone Oxford pero dudo que vaya a estudiar ahí. Él lleva una bomber blanca y unas Nike.
2. Un treintañero con gafas de pasta azules, cabeza rapada y un fular. Lee Los vagabundos del Dharma. Me pregunto si le estará gustando.
3. Una señora de sesenta años con un chubasquero magenta que acaba de darse cuenta de dónde está y de que aquí el café es más caro que en otros sitios.
4. Un invidente con su golden retriever.
5. Una chica de mi edad con un moño y una chaqueta de chándal rosa y azul que apunta palabras en una libreta.
Mis favoritos son el invidente y la señora que no sabe dónde está. Fantaseo con organizar un club de lectura con ellos que sea una tapadera para ayudarnos a superar cosas, como la ceguera, el suicidio de una madre y lo que le pueda estar ocurriendo a la mujer de sesenta años, que tiene cara de estar bien jodida y de ser muy simpática.
Tomo mi café (de tres euros y setenta céntimos) con los auriculares puestos, pero sin oír nada, solo trato de escuchar las conversaciones que se filtran entre el ruido de la cafetería y el barullo homogéneo que siempre suena igual a pesar de que siempre es diferente. No soy el único, veo a algunos ancianos solitarios sentados en esos bancos cercanos a las papeleras, disfrutando del entorno mientras sus hijas/cuidadoras están comprando algo, siempre son mujeres y, casi siempre, sus hijas (el casi es por las mujeres, normalmente racializadas, muchas veces provenientes de Latinoamérica, que he visto trabajando en esto, muchísimas).
Hay personas solas aquí. De estas, el setenta por ciento tiene el móvil en la mano, el veinte por ciento leen y el otro diez por ciento están simplemente solas, quietas, bebiendo lo que sea que estén bebiendo. Estas estadísticas no deben generalizarse, porque esto es un Starbucks, en otras cafeterías no se lee.
Gasto otro euro cincuenta en el metro y llego a un exterior desolado por el mediodía y la hora de comer. El edificio aparenta ser cualquier cosa menos la que en realidad es. Mi padre fuma en la puerta. Me mira y yo le miro a él.
–¿Estás bien? –me pregunta.
–Sí –le contesto.
–¿Quieres que hablemos?
–¿De qué?
–Ya sabes.
–No me apetece.
–¿Cómo estás?
–¿En serio?
–Perdón.
Entro en un pasillo que parece de instituto. Tiene unas ventanas enrejadas y hay una larga fila de puertas al otro lado. Veo el nombre de mi madre y entro en una sala donde solo hay tres o cuatro personas, y no creo que el número vaya a aumentar a las dos cifras. Mi abuelo está al otro lado de un cristal, como en una tienda de mascotas, le está diciendo algo al cuerpo de mi madre que nadie puede oír. Una de las hermanas de mi abuelo se acerca a mí y me da dos besos y me dice que lo siente mucho. No digo nada, me siento y espero a que alguien me diga qué tengo que hacer, en qué consiste estar aquí y esas cosas.
Entran tres personas más que me echan una rápida mirada y en seguida se ponen a conversar con las que ya estaban. Hablan con un tono de voz muy bajo, como si estuvieran en el cine o el teatro. El silencio forzado no es lo más violento, el escaparate, sin embargo, parece ejercer una fuerza planetaria. Por el rabillo del ojo se me configura una mancha bordeada de madera de la que no puedo escapar. Cojo mi móvil y miro qué hay de nuevo en Facebook:
Una chica que iba a mi instituto ha comenzado una relación con un idiota que soñaba con ser futbolista y que ahora entrena a niños de hasta trece años y estudia pedagogía. Félix se ha hecho vegetariano y lo pone en la descripción de su perfil.
Se me viene a la cabeza la idea de escribir en mi estado de Facebook que mi madre ha muerto. Sé que hacerlo me traerá problemas de segunda mano, utilizar algo tan frívolo como las redes sociales para poner en circulación el anuncio de una muerte de mi entorno más cercano, y que ello pueda ser visto como una extrema muestra pornográfica de lo íntimo, hace que me sienta avergonzado y muy solo. Sé que incluso habría alguien que aún no habiendo perdido nunca a nadie, juzgaría como de mal gusto lo que yo decida hacer con mi dolor si decido no ocultarlo. Estamos constantemente haciendo prensa rosa de nuestras vidas, como por envidia o por necesidad de ser iguales a nuestros referentes más inalcanzables. Reflexiono sobre si los comentarios de consuelo me ayudarían y creo que no, así que no pongo nada; y decido no hacerlo por mí y por los demás.
Mi abuelo sale de la cabina con una cara muy normal y me mira.
–¿Quieres verla? –me pregunta.
–No lo sé.
–Tranquilo, está bien.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Está normal, guapa, parece que duerma.
–Pero no duerme, abuelo, está muerta.
–Lo sé, Pablo. Lo sé.
Esto no me pilla por sorpresa. He estado pensando mucho sobre lo que me iba a encontrar hoy aquí. Sé que quiero verla, pero nada más, no sé qué voy a sentir y peor aún, no sé cómo debería sentirme en el vis a vis. Anoche hasta pensé que hubiese sido mejor un suicidio más violento, por ejemplo, que hubiese prendido fuego a la casa y hubiese acabado carbonizada o, no sé, tal vez que se hubiera tirado de un sexto piso de cabeza, que acabara con la cara machacada e irreconocible e inhumana y que obligara entonces a tener el ataúd cerrado.
El aire de la sala podría ser opaco o denso o seco o muy pesado y no habría mucha diferencia a lo que en verdad es, un aire como ese que se respira en las calles de los pueblos. Me cuesta respirar y el ocre de las paredes me recuerda a una capilla y me repugna que mi madre esté en un lugar tan sórdido. Me siento dentro de una caja de cerillas y pienso que la muerte podría haber sido pensada de otra manera.
–¿No sería mejor cerrar el féretro? –dice la hermana de mi abuelo.
–¿Qué es eso? –pregunta el cultísimo padre de mi madre.
–El ataúd, Salvador...
–¡No! –contesto y consigo que los seis se me queden mirando con una cara que viene a decir: pobre, qué mal lo debe de estar pasando.
Pregunto a un señor vestido de negro que espera en la puerta como un guardaespaldas dónde hay un baño.
El baño es de un blanco impoluto que me relaja. Vomito dos o tres veces un líquido de color verde y fumo un cigarrillo. Pego tres puñetazos a la pared hasta que me duele demasiado dar un cuarto.
Oigo pasos y tiro la colilla al retrete.
Un hombre abre el grifo y gimotea.