La jaula de la iguana. Medea Pola
relacionarse.
–Ya se relaciona con su hermano.
–Su hermano es muy mayor, no es lo mismo.
Entonces ella se dijo a sí misma: “A mi hijo le gusta jugar solo”. Pero no lo hizo en voz alta y me llevó al parque.
Tanto mi madre como yo hemos sido siempre personas que gritan por dentro y se deprimen porque nadie las escucha. No sé si eso es de cobardes o de melancólicos.
De niño sentía que las preguntas eran crueles y que ya me habían hecho demasiadas. Todas ellas eran más bien órdenes. Había que responder, había que corresponder, y eso era asqueroso e injusto, porque si no seguías las reglas de ese juego te miraban mal y te echaban de la manada.
Siempre vi las preguntas rutinarias, esas que se han dogmatizado hasta olvidar su fin, como pactos incómodos y algo esclavistas. Quiero decir que un “qué tal” o “qué tal todo” o “cómo estás” no acepta algo diferente de un “bien” o un “como siempre”. Si le contestas a alguien “estoy hecho una mierda, mi madre ha muerto y mi vida puede medirse a base de las veces que voy al contenedor de vidrio o al estanco”, si se te ocurre responder algo así, te estás sonando los mocos con ese contrato, estás desafiando al “otro”, porque ser normal y fingir estar bien es lo mismo. Y te conviertes inmediatamente en una persona con la que es mejor no hablar. ¿Por qué? Porque eres honesto y ser honesto es un asco, y a la gente honesta habría que atarle una campana al cuello como a los leprosos para oírlos venir.
El primer día que mi madre me llevó a un parque llegué a casa con sangre en las rodillas. El segundo, con la cara llena de barro. Mi madre dudó si sería bueno que hubiera un tercero. Lo hubo, y me rompí tres dientes. Entonces se reunió con la profesora de parvulario y le pegó una bofetada y le tiró de los pelos y le pinchó las ruedas del coche (luego descubrió que ese no era su coche sino el del logopeda, pero también le caía mal).
Ese día estaba en uno de sus estados maníacos.
Y volví a jugar solo en casa.
Y me cambié de colegio.
Y la ortodoncia costó cerca de tres mil euros.
Te echo de menos, mamá.
Veo al niño que fui y ahora vuelvo y me veo en el reflejo de un espejo oxidado como un narciso postmoderno, una superficie dorada y metálica donde un tonto más alto que bajo, más enclenque que delgado, más vulgar que normal, me devuelve la mirada.
Tomo una cerveza con mi abuelo en un bar donde todas las personas tienen más de cincuenta años y hay dibujos a acuarela de escenas taurinas. Miro al hombre que tengo en frente, toma un coñac, está muy blanco y la cara se le cae hacia abajo, tiene los ojos amarillos y la calva quemada y las orejas muy grandes y carnosas, su nariz también es así, pero esta última tiene muchos puntos negros. Lleva una camisa de algodón blanca a rayas salmón. Le tiembla la mano que sostiene el vaso.
–¿Quieres comer algo? –me pregunta al otro lado de la mesa. Aunque está más lejos.
–No tengo hambre.
–Tengo en casa alcachofas con jamón –da otro trago-, están muy ricas.
–Sabes que no como jamón.
–Bueno, joder, pues se lo quitas, coño. Mi Lola ha muerto y tú me vienes con la gilipollez del jamón.
–Vete a la mierda.
Bebemos en silencio porque los dos sentimos lo mismo, exactamente lo mismo, y por eso no sabemos cómo empezar a ayudarnos. Además mi abuelo es un epílogo de esa masculinidad milenaria, fingidamente insensible y profundamente débil y asustada.
–Tienes los pantalones rotos.
–Son así.
–Pareces gilipollas.
–¿Tú te has visto?
–¿Qué quieres decir?
–Pareces uno de esos viejos pervertidos que quedan con jovencitos para violarlos.
–Cállate ya, joder.
–¿Ves? Nos mira todo el mundo, piensan que me tienes secuestrado.
–Nadie está pensando nada.
–¡Tranquilos, somos familia! –grito, estoy algo borracho.
–Cállate.
Podríamos intentar animarnos, en realidad sabemos perfectamente lo que queremos oír, incluso sabemos que podríamos abrazarnos o emborracharnos y hablar del pasado y de mamá. Sabemos que queremos hacer eso. Pero no vamos a hacerlo. No nos atrevemos a salir de este pozo al que nos hemos caído, intentar salir ahora sería irrespetuoso. No nos atrevemos a hablar de la muerte porque hablar de ella sería confirmarla, y ni él ni yo queremos darla por supuesta. En su lugar, estamos ariscos, tensos, a cualquier cosa que nos digamos nos escupiremos a la cara, culparemos al otro e intentaremos hacerle sentir responsable de todo. Así somos en esta familia.
En mi cabeza no deja de sonar: el que debería estar en el ataúd es este hombre.
Me acabo la cerveza y me voy.
Maite estudia fotografía, un curso sin titulación oficial. Ella odia todo aquello que se autodenomina oficial, dice que siempre le ha parecido una palabra sospechosa. Yo fui a la universidad hasta hace nada, me gradué en filosofía, un grado universitario oficial, de los más viejos y oficiales que existen. Maite dice que no hay formas oficiales de aprender. Tal vez tenga razón. Ha venido a verme a casa, no trae alcohol así que supongo que será una visita rápida. Juan no ha podido venir porque “hoy le tocaba cerrar la tienda”.
–Tienes que ir, no seas así.
–¿Por qué?
–Porque es tu madre. –La voz de Maite suena como ensayada. Nunca nos imaginamos a nosotros mismos teniendo estas conversaciones.
–Era.
–Bueno, si te vas a comportar como un niño me voy.
–Es solo que ir o no ir no hace daño ni bien a mi madre.
–Es su funeral.
–No, es el de todos los invitados. Ella está muerta. He ido a un funeral en mi vida y te aseguro que eso solo está hecho para los vivos.
–A ver, ya lo sé. Pero esta es una de esas ocasiones de las que con el tiempo te acordarás y te odiarás a ti mismo por no haber estado.
–No. No me odiaré por eso. Si me tengo que odiar por algo, será por no haber estado con ella cuando se sentía sola y quería morirse, y no por faltar a este ritual para momias.
–Pablo...
–¿Qué?
–¿Quieres que le diga a Juan que venga?
–No, quiero estar solo.
Me echo a llorar y me doy asco. Maite me abraza y entonces me da asco ella. No quiero que me toquen. Quiero estar solo. Ahora mismo estoy en esa cabina acristalada del tanatorio, mirando a los vivos, sin poder comunicarme con nadie y encima mal maquillado.
6
Funeral viene del latín funeralis, que a su vez proviene de funis, palabra que refería a las antorchas con las que se quemaban los cuerpos en las ceremonias funerarias. San Isidoro de Sevilla escribió que cuando un muerto era sepultado se le llamaba funus, y cuando no lo era, cadáver. En mi adolescencia era muy amigo de la literatura, leer a los clásicos me fue acercando poco a poco al latín, pero era muy reacio a estudiarlo. Cambié de opinión cuando mi madre me descubrió la palabra cadáver. Creo que es una de las palabras más atractivas a la hora de estimular la curiosidad de alguien por el latín y la etimología. La palabra en cuestión es una suma de tres latinas: cano data vermibus. Esta frase significa: carne dada