La jaula de la iguana. Medea Pola

La jaula de la iguana - Medea Pola


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      Mi abuelo guarda la petaca en el bolsillo izquierdo de la americana. Digo “guarda” y no “esconde” porque todos lo sabemos. No puedo culparle de eso porque me he fumado ya dos porros. Tiene una ocre mancha de tomate en la solapa, como queriendo marcar el lugar donde tiene el corazón. Mi abuela murió antes de que yo naciera en un mundo que no conocí, y su viudo todavía no sabe cocinar su comida ni lavar su ropa; las tradiciones y costumbres, es decir, todo aquello que se hace porque sí y cuya única fuente de legitimización es que se han perpetuado en el tiempo, siempre me han dado asco, y el machismo especialmente. Mi madre se encargó durante años de ayudarle a seguir y ahora está avocado a desaparecer.

      No creo que él se haya visto así nunca, pero, en realidad es como un hámster que ha vivido siempre en una jaula. No puedes dejarle vivir porque no sabe sobrevivir, siempre le han dado de comer y le han limpiado su mierda. Él aún no se ha dado cuenta y conserva un semblante solemne desde su punto de vista y patético desde el mío.

      La iglesia es pequeña, pero aún así es demasiado grande si tenemos en cuenta lo atea que era mi madre. No me he atrevido a meterme en esto, no quería complicar más las cosas. Las hermanas de mi abuelo entienden de funerales y entierros, ellas se han encargado de todo. Mi padre lo ha pagado. No sé tampoco cómo son los funerales ateos, tal vez simplemente no existen. Pienso en buscarlo en Google, pero recuerdo que es el funeral de mi madre y dejo el móvil donde está.

      Un hombre con una túnica que resplandece como el vestuario de un primer protagonista, recita un texto antiguo y modernizado. No estoy acostumbrado a los ritos religiosos y no dejo de tener la sensación de que me he metido en una secta. El público calla y se entrega al simulacro, a la performance. Y un símbolo llamado Lola protagoniza la acción, y emana como el arte a la belleza, recordándonos con todo su coño que la muerte nos corresponde a todos y que, cuando vas a un funeral la muerte, está ahí, y que, cuando caminas por la mañana y ves un gorrión, estás viendo a la muerte, y cuando besas a alguien y juegas con los niños y riegas una flor y cumples tus promesas y ayudas al enfermo y vistes al desnudo y amas, sobre todo amas, la muerte está ahí.

      Hace cuatro años me prometí que nunca volvería a asistir a un funeral. También me prometí que nunca más volvería a querer ni a sentir nada por nadie, pero esa promesa la rompí. Cuando mi hermano murió yo era virgen en el tema de la muerte y dolió. Recuerdo que tenía exámenes y me preocupaba no estudiar lo suficiente por tener que ir a estos rituales. Recuerdo que me puse una chaqueta suya el día de su entierro, tengo un turbio fetiche de apegarme a la ropa de los muertos, visto con la objetividad analítica que me da la retrospectiva. En ese entonces yo ya no reconocía a la persona que despedíamos y hoy sufro la misma sensación de despersonalización. Esta vez mi madre no me ha obligado a hacerme la ralla a un lado ni a engominarme el pelo. Lo tengo un poco más largo de lo que le gustaría. El flequillo cae lacio y desganado sobre mis gafas de sol. Sí, llevo unas Ray-Ban en la iglesia. No sé si eso es descortés o no.

      La luz violeta de una vidriera ilumina al cura, todo está oscuro y no conozco a nadie. Mi madre yace en su ataúd de pino. Veo esa caja oscura y brillante y me parece una escultura que debo descifrar.

      Juan me está escribiendo al móvil:

      –Quiero verte.

      –No es buen momento –respondo.

      –¿No quieres que vaya?

      –Es un funeral.

      –¿Y qué? Si lo necesitas...

      –No lo necesito.

      Por un momento fantaseo con levantarme y salir corriendo hacia la caja de pino y abrirla y sacar a mi madre en brazos y gritarle a todas estas sombras sentadas que está viva, que no entienden nada, que no está muerta, que solo está tomándose un descanso de sí misma, pero que en nada volverá a dar clases de piano y a asistir a esos recitales de poesía de la cafetería feminista del centro y muchas otras cosas que definían su rutina. Por un momento pienso seriamente en montar un espectáculo, en incomodar a todo el mundo y descubrir quién se atrevería a pararme los pies, cómo lo haría, etc. Pero no lo hago, me quedo muy quieto, como si nadara entre tiburones, y espero a que todo concluya, se apaguen las luces y el telón se eche y quedarme un rato absorto mirando sus pliegues rojos e imaginando qué hay detrás de ese terciopelo y si hay forma de corregir lo que ya ha pasado, como una falta de ortografía en una palabra que ya ha sido escrita.

      La misa termina y sigo sentado, esperando.

      –Vamos, Pablo –me susurra mi padre apoyando su mano en mi hombro. Tiene un enorme anillo dorado con una piedra verdosa en su dedo corazón.

      –Bonito anillo. ¿Es caro?

      –Qué va.

      –¿Es esmeralda?

      –No, venturina.

      –Es bonito.

      –Gracias, tesoro.

      –No me llames tesoro.

      –Vale.

      Me levanto y arrastro los pies hasta la salida. Enciendo un cigarrillo y bajo la cabeza para no tener contacto visual con nadie, sin dejar de sentir que todo el mundo me mira por encima del hombro, con esa prepotencia emocional del “¿y ahora qué vas a hacer?”

      Sin darme cuenta me descubro llegando a mi barrio. Me acogen con algo de desgana los grafitis, las papeleras para excrementos de perro, los chicles negros del suelo, los transeúntes serios y con prisa, las colillas pisadas, el rugido de una moto, el engranaje de un cajero automático escupiendo veinte euros, la música demasiado alta de unos auriculares cercanos, el viento pegando en los toldos de los bares, los vasos tintineando al brindar, el aire saliendo de la nariz de una mujer que espera sola en un banco, el tiempo que estamos dispuestos a perder para poder aprovechar el tiempo, el pacto de no mirarse demasiado cuando un desconocido te devuelve la mirada esperando a que el semáforo se ponga en verde, el frío y el calor, la soledad inevitable que uno siente cuando camina, las caladas a cigarros, los pasos arrastrados por el suelo y los ojos perdidos y oscuros que no miran hacia delante sino hacia dentro.

      Siento que sufro de agorafobia o que estoy empezando a sentir algo parecido, una hipersensibilidad hacia todos los estímulos que recibo del exterior, y se hacen peligrosos, enormes e inquietantes. Acelero el paso y aprieto los puños, mirando al suelo. El corazón palpita en mi frente como un reloj, lanza tictacs al pecho y a las muñecas. Intuyo que la gente los oye y tengo miedo.

      Maite y Juan me esperan en la puerta de mi apartamento fumando un porro y bebiendo Estrella Galicia. Juan apesta a desodorante o perfume (hay perfumes “for men” que huelen a desodorante). Creo que ha intentado “ponerse guapo”. Tiene el pelo engominado o enlacado y al tocarlo se te queda pegado en los dedos.

      –Quiero estar solo.

      –Solo queremos pasar un rato –contesta Juan– para las diez nos habremos ido.

      –Hemos traído birras y la edición coleccionista de Harry Potter. Podemos hacer un maratón –dice Maite con una sonrisa que no le cabe en la boca. Se ha pintado los ojos con una raya amarilla y los labios se ven cenicientos, ocres, alienígenas.

      Supongo que ha estado pensando en cómo debía comportarse con una persona que está superando la muerte de alguien. Según Yahoo Respuestas hay que actuar con naturalidad, pero insistiendo en el afecto que se tiene hacia el otro y sin quitarle el peso al asunto. La seriedad es la mejor expresión y es importante saber que la mera presencia a veces funciona mejor que las palabras de consuelo. Excesivo paternalismo y protección pueden causar revolución y alteración.

      –No me gusta Harry Potter –contesto.

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