La jaula de la iguana. Medea Pola

La jaula de la iguana - Medea Pola


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que mi interpretación de la Sonata Claro de luna de Beethoven era exagerada, sentimentalista, banal, torpe y pretenciosa. Así era mamá, una auténtica zorra. Creo que no me juzgaba con más dureza que a sus alumnos y supongo que por eso muchos no volvían. Mamá, la diferencia entre tu pastilla y la mía es que tú crees que no quieres existir, porque crees que existir y vivir es lo mismo. La vida es fácil, las rutinas son fáciles, el futuro es fácil. Ser uno mismo es lo que acaba costando. Aguantarse a uno mismo durante mucho tiempo es lo que más cuesta, no se trata de vivir, es, más bien, convivir con lo que uno se ha dicho a sí mismo que es. Dicen que la personalidad es básicamente memoria.

      Maite vuelve del baño y se me queda mirando.

      –No me creo que no tengas calor.

      –No hace calor, Maite.

      Maite me mira con desdén. Cree que me burlo de ella. No es mi intención. No tengo ni frío ni calor. Estoy bien. Diría que es como si no sintiera nada o como si estuviera muerto si no fuera porque la que de verdad está muerta es otra persona y la comparación es insoportable. La pastilla tampoco ha empezado a darme euforia, ni ninguna otra sensación anormal.

      Bebemos dos cervezas más mientras contestamos a los mensajes que nos han enviado personas que no están aquí. Viendo el desorbitado número de WhatsApp que no he contestado, ni siquiera abierto, siento una ansiedad y un tembleque por dentro. Miro a la luna que está amarilla, hepática y creciente y me entra melancolía.

      –Me voy –digo apurando la cerveza.

      –¿A dónde?

      –A casa.

      –Acabas de drogarte.

      –¿Y?

      –No me jodas, Pablo. Hoy salimos.

      –No, mañana madrugo.

      –¿Para qué hemos comprado éxtasis?

      –Eso no solo sirve para ir a una discoteca a hacer el capullo.

      –No, tienes razón, sirve para escribir best sellers.

      –Solo he cambiado de opinión.

      –¿Y yo qué?

      –Que me voy.

      –¿Estás bien?

      –No. Digo, sí.

      Encima tengo hipo.

      Me siento mal por plantar a Maite, sabes que no es propio de mí.

      Maite siempre dice que lo más importante en la vida es ser uno mismo. Yo creo que eso solo puede acarrear felicidad si te has descubierto tarde o te conoces muy poco, muy por encima, lo suficientemente poco como para no juzgarte con demasiada dureza. Cuando te has conocido penosamente, pronto llega un día en el que estás hasta los huevos de ser lo que eres.

      No puedes escuchar tu canción favorita o ver la misma película o leer el mismo libro más de mil veces, los odiarás. Compadezco a los artistas que tienen que estar constantemente revisando su obra.

      Mi madre es una serpiente que ha mudado de piel y nos ha dejado solo la piel vieja, pienso mientras bajo al metro.

      Mi madre debió de tener un montón de pastillas en la mano, las miró con seriedad y con algo de miedo y tristeza y luego, durante unos segundos, dudó sobre si realmente quería hacer lo que iba a hacer. Probablemente no supo cuánto tiempo se quedó mirándolas, el tiempo entonces dejó de existir absolutamente por completo, el mundo dejó de girar para ella y la luna se renovó y no salió. En esas horas de indecisión entre la vida y la muerte, la realidad se desnuda y se deja ver por lo que es, un pacto unilateral, sin consentimiento. Primero se tomó tres y después cinco, y volvió a dudar. Pensó: “Ya he tomado ocho pastillas y esto va a tener consecuencias graves, podría vomitarlas ahora mismo pero odio vomitar, es asqueroso”. La duda del suicida nada tiene que ver entre la vida y la muerte, sino entre el sufrimiento y el dejar de sufrir. Cuando mi madre dudó si continuar, vio este paradigma y entonces decidió que alguien ya había dado el paso por ella y que en realidad no era más que una marioneta de sus emociones y se tomó todas las píldoras del bote. Su melancolía hablaba por ella. Maite me dijo una vez que las personas tristes lloran por los ojos y las melancólicas por el corazón, Maite habla demasiado. Dio un trago de agua y dejó el vaso con cuidado sobre la mesita de noche. Se tumbó en la cama y se dijo a sí misma: “igual debería haber escrito una nota”. Pero ya estaba muy cansada para levantarse y pensar en algo romántico que escribir, porque ya se estaba muriendo; en realidad, en ese mismísimo momento ya no volvió a sentir melancolía ni ganas de llorar. Cerró los ojos y tal vez vio su vida como si fueran esas diapositivas que Maite nos puso a Juan y a mí cuando se fue de vacaciones a Egipto, probablemente se viera de niña y de adulta en décimas de segundo. Seguro que vio a Cristian. No se dio cuenta de cuándo murió.

      Es una muerte muy privilegiada en cierto sentido.

      En el metro, apoyando mi cabeza en la ventanilla, me doy cuenta de que la pastilla me está haciendo efecto. El billete me ha costado un euro con cincuenta.

      Euforia.

      Sensación de bienestar.

      Sed.

      Llamo a Maite.

      No coge.

      Le escribo:

      “Maite, tenías razón, hace muchísimo calor”.

      Alguien de mi agenda descubre que estoy conectado y me escribe un mensaje y yo me desconecto inmediatamente.

      Un desconocido se adormila sobre mi hombro, se le cae la cabeza y despierta como con un susto. Me mira por el rabillo del ojo y yo le miro a él por el reflejo de la ventana. Si no se sintiese tan avergonzado le diría que ha sido bonito y que puede apoyarse en mí si quiere, incluso le pediría un abrazo o le daría un cumplido excéntrico y único, en plan “qué guapo estás cuando duermes, tu cara se llena de un gesto de vulnerabilidad divina”, pero supongo que se debe al éxtasis. No puedo ver nada tras el cristal, solo mi reflejo y la oscuridad de un paisaje subterráneo, a unos treinta o veinte metros sobre nosotros, la gente sigue disfrutando, o no de la noche.

       3

      Vivo solo en un ático, bastante céntrico. Tiene unos veinte o veinticinco metros cuadrados. Parqué nuevo y paredes blancas pintadas hace poco. Está todo abierto excepto el baño, que se esconde del resto tras una puerta, cuando está cerrada parece un armario. Las vistas dan a tejados naranjas y a algunos patios donde se almacena basura, palomas, agua estancada y conversaciones a gritos de otros pisos. No hay calefacción pero la vivienda no es fría. La puerta principal no cierra bien y tuve que pedir permiso para poner un tercer pestillo. Creo que antes era más grande, pero el propietario hizo obras y convirtió el piso en cuatro minipisos, muy rentable. Pago doscientos cincuenta euros de alquiler. Bueno, los pagaba mamá.

      Dinero negro de luto.

      El colchón lo tengo en el suelo y es cool y sucio, porque me tumbo donde se tumba el polvo, pero sugiere un relato de buhardilla bohemia muy agradable. Lo único de valor que hay en el piso es mi Mac, mis libros y unas fotografías de Maite debidamente enmarcadas. Son retratos de ella, en blanco y negro, cuando se obsesionó por Araki y probó el shibari, ese “arte” erótico de atarse y colgarse de alguna parte. Cuando Juan viene a verme suele decirme que ver a Maite así le pone incómodo. A mí también, pero a ella le sentaría muy mal que las quitara de la pared.

      El resto es un sofá que no recuerdo que crujiera tanto cuando vine a vivir aquí, un microondas y un hornillo. También tengo un pequeño escritorio de Ikea repleto de apuntes sobre Heidegger y algunos libros y diccionarios.

      No tengo persianas y el sol siempre me despierta con su particular grosería de saber que todo gira entorno a él. Saco una cerveza helada del frigorífico y le doy sorbos mientras fumo un cigarrillo y veo los dibujos animados de domingo por la mañana y jugueteo con los tres pelos que tengo en el pecho.

      Oigo


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