La tinta en su piel. Ana Goffin

La tinta en su piel - Ana Goffin


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Real, un paseo que nos encantaba. Tomamos nuestros impermeables y salimos.

      Una vez que abandonamos el Boulevard du Régent y llegamos a la Place des Palais aparecieron frente a mis ojos la fachada y los jardines que lo convierten en uno de los palacios reales más grandiosos del mundo. Sus paredes están un poco desgastadas por el paso del tiempo y el clima.

      Las dos, tanto mi madre como yo, íbamos en ese día lluvioso con el espíritu alegre. Yo haciéndome historias de la vida de la familia real y mi madre queriendo ver el techo denominado “El Cielo de las Delicias” que, casualmente, está en la Sala de los Espejos: un tapiz verde formado por casi un millón y medio de insectos coleópteros, escarabajos de colores llamativos, empleados por Jan Fabre en la obra. El artista es conocido por su trabajo con elementos tan estrafalarios como la sangre e infinidad de insectos. A otros niños les fascinaba, pero no a mí, pues ver tantos bichos juntos me da comezón en la cabeza y siento un hormigueo muy desagradable en todo el cuerpo.

      Sentí nostalgia por mi padre y sus historias, volvió el recuerdo de cuando me contaba que Fabre también cubrió un edificio entero con dibujos de tinta hechos con plumas Bic, como los que yo usaba en el colegio. Le gustaban cosas relacionadas con la tinta y la impresión. Donde quiera que vaya en esta ciudad lo recuerdo con sus historias. De pronto, las memorias me pesaron: sus manos rasposas, sus ojos grises, su amplia sonrisa, sus bromas y lo más doloroso, la sensación de saber que yo, de cierta manera, le pertenecía.

      Cuando pusimos un pie en la Sala de los Espejos, antes de ver mi imagen reflejada, me sentí muy mareada, como si todos se movieran. Ante mis ojos emergía una especie de torbellino nebuloso, en su interior estaba un niño de espaldas en su cama, lloraba por un dolor interno. La imagen era borrosa y no veía su cara. Sólo me sentía angustiada por él.

      Junto a mí percibía la presencia de mi madre, quien me alcanzó a sostener para no caer al piso. Simultáneamente vislumbraba a una mujer muy vieja y arrugada poniendo alcohol con un algodón frente a mi nariz mientras gritaba: “¡Ayuden a esta niña que se desmayó!”

      Todo era confuso. No sabía a ciencia cierta qué era real y qué resultado de mi fantasiosa cabeza. Me reincorporé al mundo y vi sonreír a mi madre, le di un buen susto. Exclamó: “Anda, vamos a comer a la Taverne du Passage”. Me emocioné, es uno de mis lugares favoritos. Podemos pasear y comprar helado en las Galerías Reales de Saint Hubert.

      Tomó mi mano y nos encaminamos a la salida.

      No le conté nada, mejor que pensara que todo se debía al ayuno.

      Me encontraba sumergida en un reflejo de confusión, en un espejismo. Hubo sólo un hecho muy claro, lo tengo grabado al día de hoy: ese niño está adherido a mi epidermis y se refleja de espaldas en un espejito antiguo que ahora colorea la parte baja de mi esternón, justo al frente de mi cuerpo. En ese momento no comprendí el significado.

      Yusuf nació en mayo. Ese día su madre caminaba por la ciudad para hacer algunas compras cuando, de improviso, sintió los primeros dolores de parto. Estaba de ocho meses, aún no era tiempo. Más allá de los malestares normales y del peligroso “adelanto”, sintió miedo, un miedo gélido recorriéndole la piel pues soñó que el bebé sería ajeno a su mundo y no le pertenecería.

      El aumento e intensidad de las contracciones la hicieron olvidarse del asunto. Llamó a su esposo para que la llevara al Universitätsklinikum, un hospital ubicado en la calle Sigmund Freud, no muy lejos de donde estaba.

      Años más tarde, se cuestionaría si el nombre de la calle y sus sueños tendrían alguna relación con la extraña personalidad de su hijo, a quien nunca pudo comprender. Tampoco sabía que sería su único parto.

      Se detuvo en una esquina para esperar a Kerem, sostenida por sus hinchadas piernas, muerta de frío y con el corazón temblando. Acompañada solamente por el soplido del viento, que levantaba su vestido de maternidad, dándole el aspecto de un paracaídas recién abierto.

      No era precisamente una escena romántica como la platicada en los libros para futuras madres. En realidad, la vida pocas veces nos permite seguir el guión imaginado cuando éramos niños. Sucede lo inesperado. La magia y la tragedia de vivir.

      Fue una cesárea muy complicada, casi una analogía del alma de ese niño. Ella, Isra, perdió mucha sangre. En su cuerpo se torció el equilibrio, no lo recuperó nunca no le permitió quedar embarazada otra vez.

      Cuando le pusieron a su hijo en los brazos quedó perpleja: tenía los ojos abiertos, raro en un recién nacido, además de poseer un inusual color azul. Sintió un hueco en el estómago, todas las expectativas puestas en ese hijo, de pronto se borraron sin comprender el porqué.

      CAPÍTULO IV

      Infinidad de veces tuve el anhelo de poseer una piel como la de mis compañeras de la escuela: blanca o apiñonada, pero lisa, sin manchas que llamen la atención. Nunca se deslavó ese deseo.

      Esta situación me ha colocado en un plano de constante insatisfacción, incluso de queja. Me lastima, desenfoca y no me permite ver la belleza de existir en un revestimiento con memorias inscritas de manera sólida y duradera.

      ¿La razón de que sean imborrables? El clima emocional donde las adquirí. Nunca han quedado impresas cosas simples o insustanciales.

      La envidia me posee tantas veces, que no veo lo que sí hay frente a mí. No busco justificarme, pero haga lo que haga nunca seré una mujer con una dermis como puro y pulido mármol. Mi brillo es diferente.

      Parece burla del destino, pero el nombre de mi mejor amiga es Clara. Hace unos días paseaba con ella. Quedamos de vernos por la tarde y, después de caminar por un parque, nos dirigimos a la Gran Plaza. Nos sentamos en un café y me distraje un rato observando los rostros de la gente, buscando lunares, observando la perfecta ondulación de los hombros de las mujeres en su uniformidad de color, pigmentación continua y reluciente. Clara, que conoce mi manía de interrogar con la vista la piel, se contentaba con mirarme paciente.

      La música empezó a invadir el lugar. Un cuarteto tocaba una variación para piano y cuerdas de Gnossienne No. 1 de Erik Satie. Mi cuerpo, lleno de envidia, empezó a transformarse poco a poco, a adentrarse en los sonidos vibrando dentro de mí. Me transportaban a un caudal de sensaciones, tan profundas que me atiborré de notas musicales con un hambre feroz de sentirme construida, por el rencor de no ser como deseaba: blanca. Sin aviso, mis brazos se cubrieron completamente de acordes de piano y violín, armónicos y rítmicos.

      La cadencia de la música me transportó a un estado de bienestar emocional olvidado. Salí del café con los brazos enteramente pintados de notas en blanco y negro, bajo la mirada aguda de los curiosos quienes no daban crédito. Pero, a diferencia de otras veces, iba junto a una querida amiga de piel muy tersa que me acepta tal cual soy, como no lo hago yo... Mientras nos alejábamos, escuchaba en un trance profundo la melodía del Adagio de Barber.

      CAPÍTULO V

      La piel es el abrigo en que vivimos, el límite entre nuestro ser y el de los demás. Entre nuestro interior y el exterior. Está expuesta a lo que sucede dentro y fuera del cuerpo. ¡Es muy chismosa! Nos delata cuando entramos en conflicto y, de pronto, aparecen irritaciones sin dar explicación alguna.

      Me pregunto qué clase de aprieto hay en mi cabeza, pues mi piel sigue cubriéndose sin parar. Sinceramente preferiría algunas ronchas. Aunque son feas, no me hacen ver diferente en un mundo donde es mejor parecer igual a todos.

      Hoy amanecí con una flor en la espalda, justo al lado de las mariposas. Las flores encarnan la primavera, la renovación, el despertar y el renacimiento ¿Qué significado tiene eso en mi vida? La forma simple de una flor es un mandala natural, ligado simbólicamente al movimiento, al amor, la belleza, la fertilidad, la alegría y la resurrección.

      Me doy cuenta: el mensaje es muy simple, como la nueva flor que llevo incómodamente en la espalda. Todas ellas, las flores, son distintas y no sufren. La vida es una combinación infinita de posibilidades y a mí me tocó llevar por fuera mis historias. No


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