La tinta en su piel. Ana Goffin

La tinta en su piel - Ana Goffin


Скачать книгу
que provoca la desaparición de la pigmentación. No había un remedio que lo curara y él creía que era un castigo de Dios por estar perdidamente enamorado de su trabajo y no de su mujer. Yo rumiando por mis colores, mientras que a él se le había ido el color…

      La hermana de Alegra, Micaela, era muy fea, tanto que la foto colgada de la pared fue tomada en una fiesta de antifaces y ella porta uno de ellos lleno de plumas de pavorreal para distraer a la vista su disformidad. Sin embargo, su secreto es de los mejores: aún siendo la “pobre tía fea”, fue la que más se divirtió. Era una mujer como Afrodita, toda una diosa del amor. Pocas mujeres hay en la historia familiar con esos dones que la hicieron ser deseada por tantos hombres.

      Las apariencias sí engañan, los secretos familiares más. Uno se cree un cuento y resulta que era sólo lo que la familia quería ver; pura ilusión, un espejismo aparentemente real, reflejo imaginario de las creencias familiares acurrucadas en la mente como verdades.

      La foto que más me gusta es la de mi abuela. Ante los ojos de todos era una mujer distinguida, culta, de “buena familia” y muy educada. Falso, falso, falso. Mi abuelo, único hijo varón del general, nunca siguió sus pasos en la milicia y se fue a estudiar arquitectura a Florencia. Ahí conoció a mi abuela, quien vendía flores debajo del Puente de Santa Trinidad. Cuando la miró supo que era la mujer de su vida, pero había un gran problema, su familia no la recibiría bien. Era imposible que una simple vendedora de flores portara el apellido. No contaban con mi abuelo: cual buen arquitecto, construyo su fachada y el clan quedó realmente fascinado con una joven huérfana, quien desplegaba tanto encanto y amaba con locura y sin razón a mi abuelo. Quizá la flor en mi espalda podría ser señal de que en algo soy como ella y, si es así, pronto me enamoraré. Lo sé.

      Envuelta en mis quimeras, apenas me di cuenta que me llamaban a comer.

      —Mara, baja ya. —llamó mi madre— Todos están sentados y la mesa te impresionará, cuelgan flores color lavanda de todas sus esquinas, tu tía Alegra puso una mesa como de cuento.

      Pensé para mis adentros que en efecto, en esa casa, todo era puro cuento.

      Tras una deliciosa comida –todavía sentía en mi boca el sabor del queso brie mezclado con manzana y pasta de hojaldre– todos hablaban, reían y cantaban. A mis parientes les gusta cantar y uno de mis tíos toca la guitarra. Me escapé a darle una última mirada a las fotos de la escalera antes de irnos. Tienen un imán.

      Camino al hotel, mientras el viejo chofer de mi tía conducía lentamente, sentí cosquillas en el cuello bajo mi collar. Llegando al cuarto me bañaría, a ver si me quitaba la picazón y se calmaba el ardor.

      Una vez desempacada nuestra ropa con cuidado, fui al baño y prendí el grifo de la tina para llenarla de agua caliente y esencias de esas que ponen en los hoteles bonitos y huelen riquísimo. Al desvestirme frente al espejo me quedé perpleja ante el collar grabado alrededor de mi cuello. Era dorado y de él colgaban pequeños óvalos con garigoles. Por dentro llevaban impresas en intenso color sepia las fotos de la escalera.

      Ahora que recuerdo la historia, viene de inmediato a mi memoria una frase de Françoise Dolto: “Lo que calla la primera generación... la segunda lo lleva en el cuerpo.”

      CAPÍTULO VII

      Para no sentir debería estar muerta. Pero siento, padezco, soy vulnerable y mi piel es tan indiscreta que tengo pavor de enamorarme.

      Obviamente, se me notará, pues en mis circunstancias no se trata de una compulsión medio infantil como muchas personas de contarle su vida privada a todo el mundo. Es distinto, porque además de las emociones nuevas, ¿qué brotará en mi cubierta si me abrazan, besan o acarician? Tengo miedo. He vivido en un capelo y para salir debo fracturar el delgado cristal, a pesar de los raspones que quedarán marcados en mi piel.

      Mi estado emocional, además de determinar mi manera de percibir al mundo, carga con la maldición de la tinta. Siendo sincera, me avergüenza que todos vean mi sentir. En el peor de los casos, las huellas de ese amor seguramente me delatarán. No es fácil vivir en una sociedad que devalúa la emoción, le estorban las personas vulnerables y las tacha de idealistas, las percibe como débiles. Todos sienten, no hay escapatoria, pero muchos lo ocultan, como si sufriéramos de miedo al amor. No sólo yo siento ese miedo, a casi todos nos toca e intentamos dominarlo, pero es un vano deseo de control, para parecer fuertes. El control no es más que una fuerza patológica que no nos permite expresarnos humanamente, porque estamos vivos...

      En este sentido, no soy tan única, siento como todos. Aunque intento no hacerlo o, al menos, desearía ocultarlo. En este mundo la vulnerabilidad es un peligro y el control es la trampa en la que caemos. El amor se nota y deja raspones, heridas visibles. A unos se les ve en la piel, a otros en su comportamiento ante la vida.

      Desde que era niña supe como el miedo al amor no se fundamenta solamente en sus marcas externas. Tengo un gran temor al abandono, en especial después de la desaparición de mi padre, de su muerte sin pruebas. Una muerte relacionada con la tinta, el día de su partida estaba en ese lugar por negocios vinculados a la imprenta.

      La primera marca de este temor surgió hace tiempo: una tarde, cuando regresé de la escuela, la casa me recibió en su vientre con un silencio seco y cerrado. Recorrí todas las habitaciones sintiendo mis piernas cada vez más inseguras. Mi madre no estaba en casa y no dejó ningún recado en la cocina indicándome a dónde fue, tal como acostumbraba hacerlo. La angustia me invadió por completo. Hoy comprendo la fuerza en la unión del recuerdo con la emoción, pero en ese momento no lo entendía, simplemente me sentí perdida, como si nunca volvería a estar con mi madre.

      Imaginé que se fue, la vida sin mi padre le resultaba insoportable y prefería escapar de su tediosa vida de viuda, con una hija a quién cuidar.

      Pasaron varias horas. Mi mente iba y venía elucubrando historias tenebrosas. Mi cerebro trabajaba a mil por hora sin parar, con todo su poder de profundidad, rebasando la hondura del mar y convirtiéndose en delirio.

      A medida que pasaba el tiempo y las sombras de la noche invadían los rincones de la casa, me decía a mí misma que nunca volvería a ver a mi madre. Lo más insólito fue que no era extraño para mí, pues lo experimenté muchas veces antes, dejándome llevar por mi imaginación febril. A veces, cuando mi madre me dejaba en mi cama por las noches, después de darme un beso y desaparecer por la puerta de mi recámara.

      ¿Cómo sería estar sola en el mundo?

      Ese día lo supe.

      Ahora, recordar esos momentos me altera como si los estuviera viviendo. Ahogo un grito y pienso en el de Kenzaburo Oé: “Un hombre es la suma de sus desdichas. Se dice a sí mismo que el infortunio comenzará un día a cansarse, pero entonces es el tiempo el que se convierte en nuestra mayor desdicha”. Cada minuto transcurrido ahondaba mi aflicción.

      Cuando mi madre finalmente llegó, me encontró en tal estado de enajenación que no podía creerlo. Se asustó al verme en el suelo de la cocina, sudando frío.

      —Mara, ¿qué te pasa, qué haces? —gritó desesperada, mirando con confusión mi rostro. En él se grabó magistralmente una lágrima azul claro, casi transparente, sobre mi mejilla izquierda.

      Falta de cordura y envuelta en dolor, sin llorar, congelada y prisionera en un cuerpo que sólo enseñaba una lágrima de tinta, lamentaba un abandono imaginario, desatado por un recuerdo doloroso. Toda la dureza de mi personalidad se derritió y suavizó para transmutar en aprendizaje.

      Recobrada la cordura, pedí a mi madre un contrato para asegurarme no ser abandonada. En una de las cláusulas asentamos que ya no eran necesarios los recados en la cocina. El acuerdo quedó guardado en una cajita de madera labrada con lágrimas azul claro.

      *

      Los padres de Yusuf entraron a la habitación de su hijo, estaban alarmados por las quejas que salían de su boca sin que él mismo lo advirtiera. Aunque creía estar sereno, le extrañó ver los rostros distorsionados por la conmoción de encontrarlo retorciéndose en un trance hipnótico. Directamente


Скачать книгу