La tinta en su piel. Ana Goffin
aparecerá a manera de símbolo en el exterior de mi alma, la piel, el órgano más grande del cuerpo, el vehículo que me vincula con los demás.
Vivir y existir no es lo mismo. Quien existe experimenta lo mismo todos los días: duerme, come, trabaja... Sobrevive limitado a ser parte de la masa, sin cuestionarse quién es, para qué está aquí o si trascenderá.
Me lo cuestiono porque para mí, la existencia no ha sido complicada. Lo difícil ha sido vivir, aunque después de la aparición de la flor en mi espalda, deseo ir más allá, saberme profunda y real. Para llegar a un nivel real del ser, debo aceptarme como soy, uno de los retos más difíciles del ser humano. No es nuevo el arriesgarse e ir más allá de lo establecido, lo comprendo. Lo que no entiendo es cómo romper con mis circunstancias. Con nacer físicamente diferente a los demás pero humanamente igual. No soy mis circunstancias, pero me definen. Me siento señalada y apuntada por el dedo de gente que quizá sólo existe. Cuando coincido con personas que viven, el asunto es otro y me siento bien recibida.
Miro los trazos de mi cuerpo en el espejo. A veces parecen tan vivos, tan autónomos. Es como si me dijeran: “¡Mara, ya muévete! No temas y vive. Sabes que por más grabados y dibujos en la piel, el deseo de vivir nunca te delatará o te pondrá al descubierto.”
*
Tuvo una infancia rara, si se compara con la de otros niños. Hasta la fecha él mantiene grabada la imagen de una madre, siempre sorprendida. Recuerda su cariño como un sentimiento ambivalente de amor y rechazo, algo confuso para cualquiera.
“Los sucesos” de su existencia comenzaron con un fuerte dolor en el pecho cuando tenía tres años. Al inicio sus padres no le dieron importancia, creyeron que pescó por ahí una pulmonía. Lo llevaron al médico y le extendió una receta: en efecto, escuchaba un soplido en su pecho pero desaparecería en unos días.
No fue así. Su dolor era difícil de definir, iba y venía. Le apretaba, punzaba y otras veces, le liberaba el espíritu. Pasó el tiempo y el diagnóstico cambió: era un niño tan aprensivo y extraño, que desarrolló un padecimiento psicosomático.
Cuando entró a la escuela primaria en Bonn, no fue sencillo para él ser el único moreno en el salón y con un color de ojos realmente raro. Sin embargo, eso no lo hacía diferente a los demás.
Una tarde llegó a casa y, como todos los días, su madre le esperaba con una deliciosa comida caliente. No tenía hambre y se excusó alegando un terrible dolor en el alma. La reacción de su madre parecía hija de la histeria: “¡El dolor en el alma no es posible, ni siquiera se sabe dónde está, si es que existe. Estás loco, ya déjate de tonterías!” No dejaba de gritar. Él corrió a su cuarto y cerró la puerta para llorar a solas.
La reacción de su madre lo lastimó más. Lloró y lloró, tanto que imaginó sus lágrimas como un diluvio cobrando vida. El furioso rugido del agua lastimaba sus oídos y cada uno de los elementos de esa escena se formó claramente ante sus ojos. Era una alucinación tan realista que vio la figura de un hombre ahogándose en el agua con unos libros en la mano, desesperado, luchando por vivir. “Nadie ha visto llover así”, decía aquél hombre con un tono angustiado y tembloroso. No consiguió sostenerse de algún objeto que flotara, los caudales de agua eran inmensos, y en un instante desapareció.
¿Era un sueño vívido? Estaba despierto, tenía los ojos abiertos y un gran dolor en el alma que seguía punzante.
CAPITULO VI
Eso intento. Vivir sin temor. Por eso acepté con entusiasmo los planes de mi madre para nuestras vacaciones. Dediqué dos días enteros a elegir la ropa que me llevaría. Bajaba y subía por las escaleras sin respiro, hasta tener mis maletas llenas. En el último momento, casi al salir, recordé mi Libro de Recuerdos y corrí por él para meterlo en la maletita de mano.
Viajé con mi madre a visitar a los familiares de mi papá. Atravesamos la frontera sin darme cuenta, hundida en mis sueños a diecisiete mil metros de altura, y no desperté hasta casi llegar a Ámsterdam, un lugar casi igual de gris y lluvioso que Bruselas, pero lleno de tiendas, canales, restaurantes y gente apresurada caminando por sus callejones estrechos. Al despertar, miré al exterior. Me gusta mirar por la ventana del avión para imaginar las vidas de las personas que habitan en las ciudades bajo las nubes. Hago historias en mi cabeza de lo que podrían estar viviendo, de sus caras, de cómo son sus casas por dentro y las cosas que les preocupan o los hacen sentir dichosos.
Me sacó de mi fantasía la grabación pidiendo que nos abrocháramos el cinturón para aterrizar.
Subimos a un taxi y le dimos al conductor la dirección de la casa de la tía Alegra. En verdad se llama así, no es un invento mío. Es un nombre que, según ella, viene de Italia y, como para ella la moda es su pasión, le va bien. Es hermana de mi abuelo paterno, el único arquitecto en la familia.
Cuando el taxi se detuvo, mi madre y yo bajamos para tocar el timbre de su grandiosa casa, cubierta de enredadera verde y rodeada de un colorido jardín. Desde la ventana de su cuarto se ve de cerca uno de los canales, el agua roza su morada como si quisiera inundarla de todo lo visto.
Desde muy niña, cuando veníamos de visita, me gustaba sentarme en esa ventana a mirar a los turistas pasar riéndose, a las parejas abrazadas y a las familias tomándose fotos.
Una vez dentro de la casa se nos acercaron todos, nos abrazaron y saludaron muy animados, felices de vernos. Yo no encontraba el momento para escapar y subir por la escalera llena de fotos de antepasados que ni siquiera conocí, pero siento me miran directamente y quisieran decirme algo.
Como soy “educada”, saludé y me detuve a platicar un rato. Aproveché para escabullirme cuando se levantaron a pasear por el jardín y ver el nuevo huerto orgánico de la tía.
Ya en la escalera, al trepar al primer escalón, me encontré con la foto de un tío quien estuvo en la guerra, pero nunca regresó porque, según la versión oficial, se fue a buscar fortuna para sacar adelante a su familia. Es mentira, se enamoró de una mujer casada y vivió en un viñedo en Francia. A sus hijos los dejó sin nada. Eso me lo contó mi mamá y lo comprobé unos años después, cuando descubrí lo que ahora les voy a contar.
Unos escalones arriba hay muchas fotos, pequeñas y antiguas, en un marco barroco de filos dorados. Están colocadas en la pared, muy juntas unas a otras. Siento en ellas danzar el espíritu de mis antecesores, de verdad lo puedo sentir, aunque lo callo. ¡Sólo me falta que me crean loca porque percibo gente muerta!
Mi parentela es una tribu muy reservada en cuanto a la historia familiar, solamente discuten y bromean acerca de ella, pero consideran de mal gusto sacar a relucir sus secretos más íntimos. Descubrí que sí sacas los retratos de la escalera y los volteas, puedes ver escrito al reverso un texto en tinta sepia. Misteriosamente, el secreto de cada uno de ellos se fue pintando detrás de cada una de las viejas fotografías. Por eso, desde hace años, cada que vengo a esta casa saco ansiosamente las fotos y leo a escondidas, dentro del closet de los abrigos, los secretos de cada uno de mis parientes. Otro de los misterios ocultos de mi familia relacionados con la tinta.
El papá de mi tía Alegra, hermano de mi bisabuelo, era homosexual y en mi familia es recordado por su esnobismo y buen gusto. Fue un hombre muy rico. De sus amoríos no se habla. Puede ser que de ahí vengan los exquisitos gustos de su hija, el más puro ejemplo de la sofisticación y la delicadeza femenina.
Mi tía Joséphine, hermana de mi padre, tuvo dos hijos, uno de ellos era hijo de su amante, nadie lo sabe aunque es el único con unos enormes ojos grises con tonos plateados. Yo sé que cuando encuentre al hombre que más amaré en la vida, su mirada será como la de mi primo. Es una premonición, lo siento.
El padre de mi abuelo, mi bisabuelo, es recordado por sus medallas, todas ellas colgadas en su uniforme de general. La familia lo admiraba. Él sufría en silencio, fue un espía y tenía un saldo de varias muertes que lo avergonzaban.
La foto del otro hermano del bisabuelo cuelga un poco chueca y maltratada. Es reconocido en la familia por haber emigrado a Estados Unidos, donde fundó una de