La tinta en su piel. Ana Goffin
abrigada y cobijada por mi tía, su amor, el tibio té, las galletas de especies, la música de Navidad, el lugar, la gente y el ambiente casi irreal que brinda un hotel de lujo. Todo parecía extraído de un cuento.
Pocas veces la vida brinda momentos tan perfectos a una niña huérfana de padre, sin hermanos y cuya madre trabaja hasta el agotamiento. La familia de mi padre es adinerada pero mi padre, quien se dedicó a los negocios editoriales sin mucho éxito, murió sin riquezas que heredar.
En mi memoria danzan imágenes que hoy no podría asegurar como reales, aunque así las recuerde. Mi tía Alegra estaba a punto de beber de su taza de té cuando ocurrió un fenómeno extraño. Se quedó inmóvil, con la taza suspendida en el aire y, un instante después, escuché con claridad los murmullos de la gente ocupando las otras mesas. Miré a mi alrededor. Todos volteaban al techo con la boca abierta. Desde lo alto caían copos de nieve, flotaban con suavidad, como en una visión en cámara lenta. Las flores blancas con morado de los floreros se multiplicaron ante la mirada de todos, confundiéndose en el vacío con la nieve. Formaban un cuadro perfecto y armonioso. La nieve era tan tibia y aromática, como las galletas de esa tarde. A nuestros ojos, también los murales decorando las paredes comenzaron a danzar, como si la pintura cobrara vida y los campos se llenaran de lisianthus.
Llegué emocionada hasta las lágrimas a contarle a mi madre con todo detalle. Ella tomó mi rostro entre sus manos y me dijo: “Hija, seguramente fue el truco de un escenógrafo teatral contratado para ambientar el lugar y promocionarlo. ¡Se ven tantas maravillas durante las Navidades!”. Pero ella también se emocionó al ver mis lágrimas y me dijo que le alegraba ver mi alma sensible. Me sentí un poco confundida, no me creía, yo sabía que fue real. A este pasaje de mi vida le debo la estampilla en la palma de mi mano derecha. Es un dibujo con el salón de té, el tapete, las mesas, la gente, los lisianthus volando por cientos y la nieve tibia, que aún hoy puedo sentir al recordarla.
Rememoro la sala de té tan vívidamente que podría pintarla a detalle, pero en cambio la veo a diario en mi piel.
Tal como aquel helado día, llevo la huella cual impresión de deleite, por el placer que me provoca mi determinación para llegar siempre a donde deseo. Cuando lo hago, mi alma entra en un estado de éxtasis y queda totalmente embargada por admiración y alegría por la vida, me conecta con la contemplación de la belleza, del amor, y la sensación de ligereza nacida del ejercicio de los sentidos de mi cuerpo.
Evidentemente iré a la universidad, la idea está en mi cabeza y ya corre por mis venas.
CAPÍTULO X
Esta etapa de mi vida me trae el recuerdo de mi prima, hija de mi tía Joséphine. Vive en Italia, es escritora. Otra bajo el embrujo de las letras: su novela se llama Los adioses. No sé si a raíz de eso su vida se volvió una sucesión interminable de despedidas. Al menos así fue un tiempo, sólo por un tiempo, porque no creo que su vivaz personalidad soportara más ausencias Ahora yo así me veo, en los adioses que busqué con tal de seguir mi camino para vivir y estudiar en Bonn.
Nunca pensé que fuera tan difícil decir “hasta luego” a tus personas queridas, cerrar una etapa de tu vida, dejar atrás la cómoda dependencia de la niñez y la adolescencia y, lo más duro, dar la cara a quizá no volver a verlos. Podrían morir mientras solamente te fuiste a otro lugar a vivir.
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