La tinta en su piel. Ana Goffin
por su padre, quien era más comprensivo y cálido. El psiquiatra realizó una serie de preguntas a Yusuf, quien evadió mintiendo, al darse cuenta que ocupaban planos de existencia totalmente diferentes. Le ocultó su visión del diluvio y definió su dolor como una molestia constante en el tórax. No quería parecer un chiflado.
Al no observar un problema, el doctor preguntó a su padre si le hicieron una radiografía para ver anomalías. Su padre respondió “no” y ordenaron una de inmediato.
Bajaron por una estrecha escalera al área de radiología, le pusieron una bata azul y una enfermera gordita y malhumorada lo acomodó en el aparato de rayos x. El radiólogo fue muy amable y le pidió no moverse. Cinco minutos después, el mismo hombre apareció con la radiografía y una cara extraña y pálida. Creyó tener una enfermedad mortal.
—Vístete —dijo con gravedad. Dio la media vuelta y salió en busca de sus padres.
Yusuf recuerda que cuando les dio los resultados estaban en un pasillo de paredes color gris claro, había un rancio olor a hospital impregnando el ambiente. Sus padres tenían cara de funeral. Él ya se veía internado, lleno de sueros y tubos. El radiólogo estaba transparente. De pronto, rompió el silencio y puso la radiografía en una caja de luz colgada de la pared.
Los cuatro se quedaron mudos durante un largo tiempo. De la negrura y los tonos blanquecinos de la placa resaltaba, en color plateado poco uniforme, un espejo antiguo descansando plácidamente dentro de su cuerpo...
CAPÍTULO VIII
Mis angustias fueron cesando poco a poco. El contrato y la cajita tuvieron un efecto de paz. Crecí tan rápido que el tiempo me empezó a parecer fugaz, nuevas ideas revoloteaban en mi cabeza y empezaba a cobrar conciencia de cómo en la calle me veían con una mirada distinta a la de pequeña. Creo ser guapa, eso me dicen y tiene efecto en mí: hace más pequeña la extrañeza de mi envoltura.
Sé mi inteligencia como un don, pero también estoy consciente de que puede ser mi perdición. Cuando mi voz interior se expresa en varios planos, me lanza a percibir e intuir la vida en una dimensión distinta y singular. Duele.
Este relato a continuación se relaciona con un suceso que viví una tarde “cualquiera” y se vincula con esa parte intuitiva. En un mundo con mirada objetiva, como el nuestro, puede dar la impresión de acariciar la locura.
A veces regreso a casa con sueño después de la escuela. Gustosa me saltaría la comida para dormir, pero mi mamá es estricta y no me lo permite. Lamentablemente no se le quitará. Muchas tardes regresa a la oficina para ver a sus clientes y yo aprovecho a recostarme con una manta que me cubre y me da la sensación de protección.
Una tarde me sucedió algo inusitado. Mi vida está teñida de situaciones inusuales, pero ese día fue diferente. Estaba tendida cómodamente en mi cama. Frente a ella, al fondo del cuarto, hay una pared blanca. No hay un cuadro ahí porque decidí esperar y poner algo con un significado especial.
Estaba muy cansada esa tarde, pues en invierno me voy a clases y está oscuro, vengo a casa y quedan pocas horas de luz. En tanto reposaba el cansancio, imaginando mi futuro como tantas veces, entraba por la ventana un rayo de luz e iluminaba la pared. Sin aviso alguno, mis ojos veían una película reflejada ahí. Otra vez, era aquel niño que vi hacía tiempo en la Sala de los Espejos. Lo observaba de espaldas y sentado frente a una mesa. Era mucho más alto y su espalda parecía tener músculos esculpidos por debajo de su camisa. Seguramente dejó la niñez unos años atrás. En la película, él usaba pluma y dibujaba con tinta china. Trazaba la silueta de un cuerpo de mujer y, en lugar de rellenarlo con colores, plasmaba símbolos en fina tinta negra. No los alcanzaba a distinguir.
Tras varios minutos de trabajo, toda la morfología desnuda de la mujer quedó cubierta de grafías. Cuando terminó, sin previo aviso, una lágrima suya resbaló sobre el papel.
Salté de la cama. En ese instante sonó el timbre. Era Clara, olvidé que iríamos a comprar un vestido para la fiesta de graduación. Bajé corriendo la escalera en el intento de escapar de la película y me dije a mí misma que seguramente fue un sueño.
Al volver por la noche a casa, con un nuevo vestido envuelto en papel blanco dentro de una caja, encontré una pintura en la pared de mi cuarto: una mujer desnuda con el cuerpo cubierto de alegorías, una representación poética de mi persona. Algunos trazos estaban borrados por una lágrima.
CAPÍTULO IX
Debo admitir que me ha costado crecer, tener una identidad propia y separarme de mi madre. La separación genera mayor dificultad con el contrato, una iniciativa mía. Con todo y ese convenio yo la abandonaré, me siento desleal.
Quiero estudiar literatura, convertirme en escritora, y necesito irme a otra ciudad, dejar a mi familia. No puedo creer que sea yo quien se va por gusto propio y, no sólo eso, cuando ella sepa la profesión elegida, se asustará. Mi madre esperaba que fuera abogada o cualquier otra cosa alejada de la maldición familiar.
He pensado decirle que es un impulso intelectual, ya hay computadoras para escribir, no necesito una pluma con tinta, y no tendré relación con el mundo de la imprenta. La pura verdad, mi madre no padece de apagones cerebrales, no tiene un pelo de tonta y eso no me ayudará a arrancarle el miedo.
Además, pienso estudiar donde comenzó la maldición familiar, pues elegí la Universidad de Bonn: Rheinische Friedrich Wilheims Universität, fundada por el rey Federico de Prusia en 1818. Años más tarde se convirtió en el alma mater de dos premios Nobel de Literatura: Luigi Pirandello y Paul Johann Ludwig von Heyse. ¿Tendrá algún significado? Cómo sí ellos pudieran, casi por ósmosis, transmitirme todos sus conocimientos. Ideal y mágicamente, este desvarío de la tinta podría ser un regalo y, al estudiar ahí, puedo darle la vuelta al absurdo familiar cuando escriba un buen libro. La literatura es mi manera de reivindicar la historia de mis ancestros, quizás a través de mí, encuentren el perdón ya tan añejo.
Tampoco a mi tía Alegra le gusta este proyecto, pero lo tengo decidido y soy obstinada. No cambiaré de rumbo, aunque me cueste un tatuaje en la palma de la mano izquierda, la que por ahora permanece en blanco.
Cuenta mi tía Alegra que de niña era tan testaruda que una vez con algo en la cabeza, no existía forma de cambiar mi parecer. La idea quedaba insertada fuertemente como obsesión. Un helado día amaneció nevando, en una de sus visitas. Yo quería ver las decoraciones de Navidad, pasear a pie y admirar los escaparates decorados. Constantemente me siento atraída por la belleza, desde muy temprana edad pasaba horas admirando algo hermoso.
Como casi siempre, me salí con la mía y fuimos a pasear a la zona de tiendas más linda de la ciudad, la Avenue Louise. Cuando evoco ese momento siento los árboles congelados abrazándome como conteniéndome entre sus ramas y calmando mis miedos.
A pesar del frío, caminaba de la mano de mi elegante tía. Me sentía orgullosa de pasear a su lado. La gente nos veía por su belleza y estilo. Me sentía tranquila, pues mis tatuajes estaban ocultos bajo un abrigo de terciopelo azul marino. Debajo, llevaba un vestido gris de lana con encaje en el cuello y mis mallas invernales de suave cachemire. Me sentía bella y femenina.
Mi cara es excepcionalmente armoniosa, a pesar de las marcas. En esa época era lisa y muy blanca. Mis ojos son de un raro verde opalino y desde niña llamé la atención. Igualmente me dicen cómo mi mirada es intimidante y penetrante.
El clima era muy frío, la nieve caía a raudales, la calle estaba cubierta de blanco, mucho viento y la temperatura bajaba cada minuto. Mi tía decidió tomar té en un hermoso hotel. Entramos tomadas de la mano, su piel me transmitía el cálido abrigo de su cariño. Adentro nos abrazó el ambiente caldeado por la calefacción central y la cantidad de personas reunidas.
Al centro del lugar había un enorme árbol de Navidad con cientos de luces, rodeado de mesitas con sillas doradas afrancesadas. Los manteles almidonados rozaban una alfombra india con influencia persa. Las mesas tenían pequeños floreros de Baccarat con flores de lisianthus de color blanco y morado. En las paredes, los murales estaban pintados