Días de Fuego. Eduardo Gallego
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DÍAS DE FUEGO
EDUARDO GALLEGO
GUILLEM SÁNCHEZ
CONTENIDO
I LA CAPTURA
II EL MAGO DEL PUEBLO
III ES BUENO CONOCER GENTE
IV DE PASEO POR EL CAMPO
V LAS VIRTUDES DE LA TAXONOMÍA
VI DE VIAJE
VII ALDEANOS EN LA GRAN CIUDAD
VIII TODA UNA EXHIBICIÓN
IX CUESTIÓN DE CONFIANZA
X DE VUELTA A CASA
XI LA VIDA SIGUE
XII SACRIFICIOS
XIII HUIDA A NINGUNA PARTE
XIV EPÍLOGO
CAPÍTULO I: LA CAPTURA
Mientras los caballos saciaban la sed en el riachuelo, el niño alzó la cabeza y miró a su alrededor con aire ausente. Era un espléndido día de primavera. El sol lucía en lo alto de un cielo azul intenso y sin nubes, aunque el viento frío de la sierra hacía que los hombres se arrebujaran con las capas de lana negra. Las últimas lluvias habían limpiado el aire, y podían divisarse a lo lejos las cumbres coronadas de nieve. Las hojas de las hayas, aún tiernas, daban al bosque un tono verde claro, luminoso y alegre. Pero nada de eso importaba al niño. Había sido adiestrado única y exclusivamente para cumplir su tarea; todo lo demás era superfluo y no le prestaba atención.
Al tiempo que las bestias hundían los hocicos en el agua, los hombres aprovecharon para estirar las piernas y desentumecer los músculos. Llevaban a sus espaldas demasiadas horas de cabalgada y dormir al raso. El aburrimiento también pasaba factura en lo que parecía una misión larga y rutinaria. Al cabo de un rato reemprendieron la marcha.
El responsable de aquella tropa era un capitán veterano, suspicaz por naturaleza. La misión que le habían encomendado no le gustaba. De momento, todo había ido como la seda, pues se movían por zonas seguras. Al menos, eso afirmaban los espías. Confiaba en sus soldados, ya que no era la primera vez que se internaban en territorio enemigo. Sin embargo, ahora les acompañaba nada menos que uno de los Consejeros del Gran Señor. Y por si faltaba algo, estaba el niño.
El capitán lo observó de reojo y reprimió un escalofrío. Parecía tan poquita cosa, con aquella expresión neutra en sus ojos grises y esa mata de pelo rubio como la paja… Pero había sido testigo de lo que era capaz de hacer semejante criatura, y por su culpa aún sufría pesadillas. Por suerte, los soldados no lo sabían. Mejor para ellos. Suspiró. Ojalá regresaran a casa cuanto antes. Se consoló pensando que ya quedaba menos para dejar al Consejero y al niño en la capital de aquel reino. Luego debería esperar a que cumplieran con su cometido y escoltarlos de vuelta al Castillo. Era sencillo. ¿Qué podía salir mal?
–Ahí vienen, mi teniente –susurró el centinela.
–Muy bien, Darío. Tú que tienes vista de águila, trata de contarlos.
El centinela entornó los ojos y permaneció unos minutos en silencio, inmóvil.
–Hay catorce, mi teniente –dijo al fin–. Por su forma de conducirse y la cantidad de acero que portan, se trata de hombres de armas, y no de los nuestros.
–El pastor que nos puso sobre aviso tenía razón, bendito sea.
–Sí, mi teniente –El centinela siguió escrutando al grupo que se aproximaba–. Un momento… Uno de ellos viste ropa más lujosa que el resto; no da la impresión de tratarse de un militar. Y juraría que el jinete del centro es un niño –Miró con mayor atención–. Sí, lo es.
–¿Un niño? Qué raro… Bueno, ya nos enteraremos de qué se le ha perdido por aquí. Venga, muchachos, ahora toca ganarse el jornal. Me gustaría capturarlos con vida para interrogarlos.
Y ahí se acabó la charla. El teniente impartió órdenes con rápidos gestos de las manos, en lenguaje de batalla. Los hombres obedecieron en silencio, ágiles como gatos. Sus uniformes verdigrises los camuflaban a la perfección entre las sombras del bosque ribereño. No en vano, los Exploradores del Ejército de Su Majestad presumían de ser los mejores en su oficio. La combinación de expertos soldados y milicianos locales que conocían el terreno como si fuera su propia casa funcionaba a la perfección.
Puesto que debían tomar prisioneros, los arqueros dejaron tranquilas las flechas y se situaron detrás de los honderos. Estos desenrollaron las correas de cuero que llevaban en torno a la cabeza a modo de turbantes, las cargaron con cantos rodados que guardaban en bolsas al cinto y esperaron a que el objetivo se pusiera a tiro, escondidos tras los árboles en un recodo del camino.
El ataque resultó totalmente imprevisto y de efectos fulminantes. Antes de darse cuenta de lo que ocurría, cuatro hombres yacían inconscientes en el suelo. Otros tantos aullaban de dolor por las certeras pedradas recibidas y los caballos se encabritaban, nerviosos y desconcertados.
–¡Emboscada! –gritó por fin el capitán, haciéndose cargo de la situación–. ¡Dispersaos y resguardaos entre los árboles! –Y entonces recordó lo más importante–. ¡Proteged al niño por encima de todo! ¡Aunque sea a costa de vuestras vidas, si hace falta!
Dos jinetes que aún permanecían ilesos flanquearon al niño, a modo de escudos humanos. También se acercó el Consejero, un tipo alto y delgado, de facciones zorrunas. Parecía fuera de sí, con el semblante desfigurado por una mezcla de miedo y furia. Ordenó a grito pelado:
–¡Niño! ¡Nos están disparando desde la izquierda! ¡Acaba con ellos como te hemos enseñado!
El capitán sintió que un negro espanto se abatía sobre él. Temblando, se preparó para lo que ocurriría a continuación. Los demás, en cambio, miraron al Consejero como si este se hubiera vuelto loco. El niño, por su parte, se limitó a alzar lentamente un brazo en dirección al enemigo. Su cara seguía sin mostrar expresión alguna, pero la mirada parecía más dura y brillante que un momento antes. Cuando tuvo el brazo levantado, apuntando recto hacia el adversario, el Consejero se tapó el rostro, anticipándose a lo que iba a suceder. Los atacantes estaban condenados, y aún no lo sabían.
Pero no está permitido a los hombres ser dueños de su propio destino. Y aun en momentos en los que este parece ya escrito, la más pequeña de las casualidades puede cambiar el curso de los acontecimientos. Así fue como una piedra golpeó el casco de uno de los soldados, rebotó y acabó descalabrando al caballo que montaba el niño. El pobre animal, sobresaltado y dolorido, se encabritó, dio un brinco inverosímil y huyó a galope tendido.
–¿Adónde va ese maldito crío? –Reaccionó el Consejero; en su rostro, el estupor dejó paso a la alarma–. ¡Sígalo, capitán!
El militar se percató de lo que ocurría y, espoleando su caballo, cabalgó detrás del niño como si en ello le fuera la vida. Recordaba claramente las órdenes recibidas: protegerlo e impedir a toda costa que el enemigo se apoderase de él. Nada era más importante que eso, pero sus hombres caían uno tras otro por culpa de los honderos. Mientras, el fugitivo amenazaba con perdérsele entre los árboles.
Por su parte, el niño trataba de cumplir la orden recibida, pero necesitaba un momento de calma para concentrarse y acabar con el objetivo asignado. Incapaz de coger las riendas, tenía que aferrarse a las crines del caballo para no salir despedido, lo cual le impedía hacer nada más. Oía a los soldados luchar y se daba cuenta de que estaban siendo neutralizados uno a uno, así que se soltó, guardó el equilibrio lo mejor que pudo y se volvió para levantar de nuevo el brazo y terminar con todo. Pero al girarse hacia atrás para apuntar no vio venir